Historia

Published on marzo 9th, 2015 | by EcoPolítica

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El Iberismo: un proyecto de espacio público peninsular. Parte I

Por Montserrat Huguet [0]

Artículo publicado en la revista Alcores, nº 4, 2007, p. 243-275.
Publicado con el consentimiento expreso de la autora y de la revista.

Resumen: En los siglos XIX y XX las propuestas ideológicas del Iberismo, -historicistas, antropológicas, liberales, monárquicas o federalistas- se han sustentado en referencias geográficas y culturales. Desde ellas, la Península Ibérica era un ámbito heterogéneo en su morfología y cultura. La Unión Ibérica fue un proyecto de espacio público compartido y constante, aunque carente de voluntad política decidida. Se trataba de un reto histórico que se avivaba o adormecía dependiendo de las coyunturas. Los españoles veían en la separación de ambas naciones un azar histórico que, siendo una contingencia, era susceptible de corrección. Pero Portugal en cambio era más susceptible al roce con España que evocaba el peligro de la invasión.

“¿Qué es una Península?, casi una isla”, señala Ángel Ganivet en su Idearium Español: “España es una península, o con más rigor, la Península, porque no hay península que se acerque más a ser una isla que la nuestra. Los Pîrineos son un istmo y una muralla; no impiden las invasiones, pero nos aíslan y nos permiten conservar nuestro carácter independiente. Somos una isla colocada en la conjunción de dos continentes y si para la vida ideal no existen istmos, para la vida histórica existen dos: los Pirineos y el Estrecho. Somos una ‘casa con dos puertas’ y, por lo tanto, ‘mala de guardar’ ” [1].

 I. Introducción

En la dialéctica contemporánea de las relaciones hispano portuguesas ha primado, por encima de la cooperación para la unidad, un marcado sesgo de la desconfianza, cuando no el antagonismo. El perfil geográfico de la identidad peninsular es un argumento recurrente en los textos del iberismo cultural a un lado y otro de la frontera. La unidad peninsular es una razón esgrimida por españoles y portugueses que, con desigual interés según los momentos, remite de pertenencia a una realidad geográfica y cultural [2] superior a la portuguesa o española.

El proyecto peninsular -siempre doctrinal, siempre desesperado- despierta y se adormece en el pensamiento luso-español del siglo XIX de manera secuencial [3]. El así llamado ideal ibérico, concretado en una unión o federación peninsular, surge en ambos países, España y Portugal, fundamentalmente en momentos de crisis y de regeneración, cuando las fuerzas del progreso buscan argumentos contra los males del monolitismo. Así, la normalidad en las relaciones intrapeninsulares es la distancia, la marcha en paralelo, el desconocimiento mutuo, el recelo. El Iberismo es la excepción. Una excepción no obstante bien nutrida por el entusiasmo reivindicativo de políticos e intelectuales ilustrados y de plumas brillantes.

De sobra es conocido el antiiberismo que, fundamentado en el recelo mutuo -indiferencia española y suspicacia portuguesa a partes iguales- sitúa en posición de alerta a los dos países. A los ojos de los portugueses, la identificación entre Monarquía Católica, España y Castilla tiene su origen en tiempos de la Unión bajo los Austrias, que gobiernan la Península como castellanos y no como representantes de una Monarquía plurinacional. La frontera, trazada desde el siglo XIII, se convierte en mucho más que una barrera económica. Parece más bien un bastión de las mentalidades inexpugnable. Los recelos dinásticos entre Borbones y Braganzas activan los mecanismos de distanciamiento. Durante la segunda mitad del siglo XIX el patriotismo portugués hace del anticastellanismo y por ende del antiiberismo, un objeto de cohesión nacionalista. Véase que no se produce un rencor equivalente hacia el permanente sometimiento británico o hacia la agresión territorial francesa.

El desconocimiento de la Historia revela el fracaso de los gobernantes peninsulares y conduce a una incomunicación cultural entre dos naciones vecinas que es insólita en Europa. Así, en ambos países el Iberismo es tomado por una línea doctrinal fructífera en los ámbitos del liberalismo progresista. A mediados del siglo XIX predominará no obstante una mentalidad estéril por antiibérica. Los nacionalismos peninsulares se comportarán de manera opuesta. Mientras el antiiberismo responde a la afirmación antiespañola de Portugal, el Iberismo expresa la respuesta centralista de España. Las visiones recíprocas y los conceptos de identidad se mueven casi siempre en el terreno común de los tópicos, aunque a dos tiempos. En la larga duración, una lectura inconmovible del otro, consolida, en un tono desalentador, las percepciones de negación y de desconfianza. En el tiempo corto en cambio, salpicando la tónica secular de la indiferencia, el dinamismo de algunas coyunturas históricas anima en alternancia la querencia mutua o agudiza el recelo.

II. Iberismo romántico

Portugal y España se relacionan a lo largo de la época contemporánea teniendo ambas una condición de partida común: la emergencia, el desarrollo y la consolidación del nacionalismo en tanto ideología que habría de estructurar la construcción del Estado [4]. En los dos casos, la sustitución paulatina de las estructuras de Antiguo Régimen guarda referencia con los procesos liberales europeos [5]. En ambos, las condiciones de partida -la estabilidad política del Estado, las carencias de las economías internas, el precario desarrollo de las sociedades- son cuando menos difíciles. De tal modo que los procesos de articulación del Estado unitario, centralizado y moderno son retos comunes a las dos sociedades peninsulares [6].

Desde el optimismo liberal que insufla Europa, España y Portugal se mantienen atentas a los conflictos consustanciales al establecimiento de los regímenes liberales [7], y se muestran temerosas del contagio de la revolución [8].

El Iberismo español [9] de mediados del siglo XIX sigue, como el portugués [10], la estela de las corrientes romántias -movimientos panunionistas– que recorren Europa, haciendo de la configuración del Estado-Nación el objetivo de la contemporaneidad. Por primera vez, las esperanzas depositadas en un posible proyecto iberista corren paralelas a las fuerzas históricas que ven posible una proyección descentralizada de España. En el largo proceso de las décadas centrales del siglo XIX, Portugal avanzará [1] a mejor ritmo que España -sometida esta última a las emergentes tensiones periféricas- en la consecución de una identidad nacional [12]. Pero, a diferencia de otras naciones del entorno en las que las ideas se acompañan de la política hasta hacer realidad un conjunto de teorías en torno a la nación, los dos países peninsulares no llegaron a conseguir nunca un estadio de verdadera praxis en el proyecto iberista. Ello pudo ser expresión de diversos factores entre los cuales la ausencia de un movimiento sólido en torno a la idea no parece carecer de importancia. Los liberales portugueses y los españoles, al amparo de un sentimiento decadentista compartido, fueron los principales impulsores de la tesis que promovía la unión peninsular. Debilitados sin embargo por las presiones e intereses de las dos grandes potencias del momento, Francia y Gran Bretaña, la propuesta de Unión Ibérica recuperaba el sentimiento nacional. Juntas, España y Portugal podrían recuperar en la sociedad internacional del momento el rango de dignidad que la historia les había conferido en el pasado.

En 1848 los exiliados españoles y portugueses crearon en París el Club Democrático Ibérico, que llegó a tener cuatrocientos socios y que fue antecedente de la Federación Republicana Peninsular, después Federación Latina. La Europa romántica de mediados de siglo estaba influida por un afán reorganizador de base federalista al que ni los españoles ni los portugueses podían ser totalmente ajenos. Pero el exilio liberal que reunión fuera de la Península a los partidarios del proyecto tuvo una entidad política vaga. Más allá de cualquier otra circunstancia hay que prestar atención a la realidad peninsular en sí misma. Ni España ni Portugal estaban embarcados en procesos de cambio material capaces de dar al traste con las estructuras del Antiguo Régimen de una vez por todas. En ambas sociedades, los segmentos más innovadores carecían de vehículos para canalizar sus propios estímulos políticos. Expuestos a los azares de sus respectivas luchas internas, la cuestión del Iberismo, siempre presente, se mantuvo hasta la caída de la monarquía de Isabel II en un modesto segundo plano. El liberalismo exiliado daba por resuelta la cuestión del Iberismo por medio de la solución dinástica. No existía aún un verdadero proyecto modernizador sustentado en la unidad peninsular ni un sustrato social y ciudadano que reivindicase el proyecto como propio. La idea de una federación republicana carecía aún de presencia en el planteamiento iberista del liberalismo peninsular.

Por otra parte, el apego al Iberismo durante estas décadas centrales del XIX era desigual a ambos lados de la frontera. El recelo portugués hacia los efectos perversos de cualquier acercamiento en forma de unificación política se agudizó durante la dictadura absolutista de Don Miguel (1828-1832) [13] y a raíz de las intervenciones españolas en la Patuleia y la María da Fonte (1846-1847). En España en cambio, tras el fin de la Regencia de María Cristina y ante la perspectiva política que se atisba a causa de la minoría de edad de Isabel II, se veía razonable una alianza matrimonial dinastía que proporcionase a los pueblos ibéricos -en la periferia del sistema internacional-[14] la ansiada recuperación de sus capacidades frente a las dos grandes potencias del momento, Francia y Gran Bretaña. A partir de la década de 1830 el espacio peninsular quedó satelizado con respecto al tandem franco-británico. La Cuádruple Alianza era el modelo en torno al cual gravitaron las relaciones externas de España y Portugal.

Para ser justos en la evaluación del asunto, el ejercicio de influencia británica sobre Portugal carecía de una referencia paralela en España que, si bien fuera de la esfera de acción directa de las potencias, vivía igualmente sometida a su presión económica, a la vez que ignorada en la escena mundial. En las décadas que antecedieron a la crisis colonial finisecular ambos estados hubieron de adaptarse a una situación peninsular semiperiférica de dependencia -económica e internacional-, de neta subordinación con respecto a Inglaterra en el caso portugués y a Francia, en el caso español. La permanente tensión francobritánica influyó en las relaciones intrapeninsulares y, lo más importante, contribuyó a acuñar dos formas de nacionalismo construidos sobre dos filiaciones enfrentadas. En el caso español fue muy marcada la incomprensión hacia la alianza preferente de los portugueses con Gran Bretaña; siempre la consideraron inamovible y razón suficiente para desplazar el interés bilateral hacia Portugal hasta posiciones puramente retóricas [15].

En definitiva, un sector -monárquico y conservador- del Iberismo español valoró las ventajas del proyecto peninsular en clave de prestigio, inspirado en un nacionalismo centralista de signo imperial cuyo referentes históricos estaban encarnados en la España de los Austrias. Durante la década de los años cuarenta la unión dinástica estuvo presente en el pensamiento de algunos políticos como el joven Cánovas del Castillo. Nada más tentador que encontrar una salida monárquica a las dificultades iniciales del régimen isabelino [16]. Entre tanto, en el contexto del cuarenta y ocho y de las dos décadas siguientes, el progresismo español presentó un federalismo en plena sintonía con las formas del nacionalismo europeo. Los baluartes del proyecto federalista fueron los criterios de descentralización y de representación, y las justificaciones ideológicas, el respeto por la  historia y por la condición natural de los pueblos. Las referencias al Iberismo tuvieron no obstante en Portugal cierto interés. En los años cincuenta, las páginas de Revue Lusitaniennel acogieron el discurso proiberista de escritores románticos como Casal Ribeiro. Por su parte, el portugués Sinibaldo de Mas publica La Iberia, aparecido primero en Lisboa, en 1851, y a continuación en España.

Pero por encima de las posturas ideológicas o políticas, la década de los años cincuenta aportó al proyecto iberista una dimensión tangible propiciada por la realización de obras materiales y por la aparición de problemas concretos. Mientras la política a gran escala se sumergía en el debate acerca de ambiciosos proyectos doctrinales, se mostraba obvia la importancia que para el futuro -independiente o no- de Portugal y España tenían los grandes proyectos de infraestructuras [17] que, como aquel de navegación del Duero (regulada por sucesivos convenios y tratados a mediados del siglo), o el de la construcción del ferrocarril [18] (Ley reguladora de 1855) tendrían la función de articular el transporte peninsular y con él el comercio y la industria. Se habló y debatió acerca de una posible unión aduanera cuyo objeto debería ser la activación del comercio peninsular a partir de los grandes puertos, Barcelona y Lisboa. Ello exigiría la construcción de nuevas líneas de comunicación y la reorganización administrativa de la Península. En un libro que tuvo un cierto impacto en la época, La fusión ibérica (1861), su autor, Pío Gullón, se refiere a los aspectos organizativos necesarios para sacar adelante un proyecto peninsular de cierto calado pragmático [19].

El peso de los aspectos materiales y económicos [20] de la federación fue decisivo a la hora de calibrar la salud del Iberismo a mediados del siglo XIX. El desafío secular de la modernización está indisolublemente asociado al problema de las relaciones entre España y Europa y con ellas también al de la cuestión ibérica. Por encima de las consideraciones ideológicas -unionismo dinástico o federalismo- que animasen al Iberismo, desligar el proyecto de cualquier praxis obligaba a situarlo en la frágil posición de la utopía. La clave económica era fundamental para dar sentido al proyecto iberista de modernización y para pergeñar el vínculo peninsular con Europa. El liberalismo asumió que el futuro de España exigía un esfuerzo material colectivo sobre el que planeaba la cuestión esencial de la unidad peninsular. Pero la cuestión en sí misma perdía intensidad en tanto objetivo, si bien es cierto que la ganaba como estrategia de progreso. En este importante matiz radicaba la diferencia sustancial entre el proyecto liberal y el dinástico.

Durante los primeros años de la década de los años sesenta, la cuestión ibérica se resintió del crecimiento de una sólida corriente antiiberista en Portugal, que se manifestó en contra de cualquier proyecto de alianza dinástica. La referencia a la unión peninsular acaecida entre 1580 y 1640, al sometimiento que conllevó la anexión bajo el reinado de Felipe II [21], fue argumentada para justificar el acendrado nacionalismo. Los escritos portugueses ponen el acento en la tiranía castellana de la que a su juicio emanaban todos los males [22]. La Regeneraçao [23] portuguesa (Pronunciamiento de Saldaña 1851), tras medio siglo de revueltas [24], había dado a Portugal una etapa de estabilidad no correspondida a este lado de la frontera. La calma política propició un sistema de compromiso por medio de un gobierno altamente representativo y la alternancia en el poder.

Para Portugal, el modelo iberista tuvo en este periodo una justificación meramente pragmática: la de contribuir a la mejora económica y social de las estructuras del país. No existe en la mentalidad portuguesa una motivación ideológica que sí está presente sin embargo en los sectores liberales o federalista españoles. El interés por el proyecto de Unión Ibérica se había desviado hacia un repunte del sentimiento nacionalista que nacía de la fe popular en los cambios económicos y políticos que se estaban dando y que volcaba en Ultramar sus esperanzas de futuro. Una misma geografía proporcionaba el marco compartido a dos nacionalidades de raíz común aunque divergentes en su historia reciente. El nacionalismo portugués se había afianzado en torno a la construcción de un imperio africano auspiciado por Gran Bretaña, en cuyo origen descansaba la posibilidad de un desarrollo capitalista. En España en cambio, la idea imperial estaba en retirada. Ni siquiera Cuba era capaz de azuzar el nacionalismo. Carente de un proyecto internacional renovado que concentrase las energías nacionalistas, la idea de una convergencia peninsular se manifestaba en España con más intensidad que en Portugal. Los problemas internos, si bien graves, se agigantaban no obstante en la percepción, haciéndose depender todas las cuestiones externas de la resolución de las crisis domésticas. De ahí que para fortalecimiento de España se hiciera uso de la idea de unidad peninsular.

Con la revolución de 1868 se renovaron los ecos del proyecto iberista. La historia, de amores y recelos, entre las dos naciones, devenía en coyuntura cuando de geografía y cultura se trataba. El argumento del designio natural común de la balsa de piedra, alanzó su plenitud, en defensa de la Unión Ibérica, en el tiempo de la convulsión final del régimen isabelino [25]. Pero si el espíritu de la revolución en España dio rienda suelta al cambio en la totalidad de sus dimensiones, también sucedió que en Portugal [26] provocó el renacimiento de un intenso recelo en el que afloraron todos los demonios de un pasado compartido en la sumisión. Lo que para los españoles pudo ser la coyuntura que permitiera la realización de un destino histórico común, para los portugueses solo fue la afirmación del arrebato centralista castellano ante el que era preciso levantar la guardia y defenderse. En el mejor de los casos, todos se expresaron en ausencia de un plan de acción política que hiciera efectiva la Unión. La divagación en torno a un nuevo Estado integrador, en forma de una república federal o de una monarquía constitucional -piénsese en la candidatura de Don Fernando de Coburgo [27] entre 1868 y 1870-, puso de manifiesto -por encima de las ciertamente consolidadas maniobras de aproximación económica-, la debilidad política de la Unión Ibérica. La Asociación Hispano-Portuguesa de Salustiano Olózaga se encargó de ofrecer la Corona de España al ex rey de Portugal. Entre los oferentes surgen los nombres de Castelar, Pi y Margall, Núñez de Arce, Cánovas del Castillo y Juan Valera. Este último, gran lusitanista y embajador en Lisboa, había impulsado la creación de algunas publicaciones iberistas de suerte irregular, como la Revista Peninsular (Lisboa 1855-1856) y la Revista Ibérica (Madrid). Por su parte, el escritor portugués Antero de Quental, defensor del proyecto iberista durante buena parte de su vida, publicó Portugal frente a la Revolución de España (1868) [28], texto en el que se hacía defensa de la unión de los pueblos ibéricos y de la creación de una república federal peninsular, una democracia ibérica que acogiese por fin a un Portugal apartado históricamente de los demás pueblos españoles.

Ciertamente, para Portugal la idea de una unión dinástica peninsular -encarnada en la figura de Don Fernando, padre del rey Luis I- podía constituir una garantía de prevención contra la revuelta y la subsiguiente república, un reforzamiento internacional sin precedentes que, con el preceptivo consentimiento de Francia, incrementaría el grado de autonomía frente a Gran Bretaña que, tomando la delantera a cualquier iniciativo hispano-portuguesa, se apresuró a activar su diplomacia peninsular con el fin de abortar la Unión Ibérica. Las presiones sobre Prim y sobre Don Fernando explicitaron el firme veto a la realización de la unidad. Las circunstancias de la historia española -el breve experimento monárquico de Prim en la figura de Amadeo I de Saboya seguido de la proclamación de la I República- y la crisis internacional -la guerra europea [29]- quebraron el rumbo de un proyecto cuya naturaleza era antes que nada política. Con todo, se fueron estrechando los vínculos intelectuales y políticos entre Portugal y España: el pensamiento y la literatura portuguesa gozaban de gran predicamento entre los líderes españoles.

La dimensión histórica del proyecto republicano federalista español [30], se vio agigantada por el estallido de la guerra franco-prusiana de 1870. Las unificaciones nacionales de Italia y Alemania amparaban la idea de que en la Península Ibérica era factible la unión. Si hasta la década de los años ’70 monárquicos y liberales compartían la fe en el proyecto iberista, a partir de la monarquía de Amadeo de Saboya la idea se hizo exclusiva de los republicanos federalistas que reformularon el proyecto poniendo el énfasis en un concepto nuevo y genérico: la Latinidad. Fue este un movimiento integrador de índole teórica que se concibió por oposición a otros movimientos europeos, el pan-eslavismo o el celtismo por ejemplo, y que se organizó en torno a argumentos civilizatorios de índole cultural, lingüística e histórica. Pero en la década de los años setenta, la Latinidad perdió su dimensión exclusivamente cultural y se transformó en una línea de actuación de la política exterior en la que depositaban sus esperanzas aquellos que aspiraban a sacar a los pueblos peninsulares de su letargo internacional. Al pensar la Latinidad se perfilaba un ambicioso proyecto que, durante el último tramo del siglo, aspiraba a competir con los imperialismos clásicos -el británico y el francés- y con otros incipientes, como el alemán. Los referentes inmediatos se multiplicaban. Así, los Estados Unidos de América, surgidos de los rescoldos de una guerra civil, auguraban que el sacrificio de la unión se vería compensado por un futuro prometedor. Un autor español de la época, Fernando Garrido, escribirá acerca de Los Estados Unidos de Iberia. A la luz de un contexto internacional hostil a las naciones periféricas, el principio de Latinidad adquirió fuerza suficiente como para abrazar al Iberismo. La idea sostenía que era posible albergar a todas las naciones de la llamada civilización greco-latina [32].

Por lo que a España se refiere, las argumentaciones de naturaleza económica en pro de una federación fueron, en comparación con la dimensión política, que no pasó del plano teórico, de mayor peso. El republicanismo español hizo del Iberismo -la Federación Ibérica- una seña de identidad imprescindible. No obstante, los matices al respecto no dejan de tener su interés. Si bien no cabe duda acerca del talante idealista del federalismo peninsular [33], lo cierto es que la hostilidad de las principales potencias europeas hacia la Unión Ibérica es razonable solo para la firme vocación política de España con respecto a Portugal, lo cual no hace tampoco verosímil ningún tipo de intención imperialista en el contexto republicano español. La inestabilidad de los sucesivos gobiernos fue mala compañera del proyecto iberista y posiblemente la causa principal del incremento en el recelo portugués. Tampoco cabe duda de que la inestabilidad fue argumento de peso en las cancillerías de las grandes potencias en Lisboa y Madrid.

A partir de los años setenta y especialmente en la década siguiente, a la sombra de los éxitos de la Alemania bismarckiana, renacieron los proyectos que desarrollaban la vertiente económica del federalismo. Como muchas otras naciones, España no quedó al margen de las influencias germánicas [34]. Si el centralismo administrativo contemporáneo fue obra del moderantismo isabelino, la desaparición de éste de la escena histórica dio paso al regionalismo y al fortalecimiento de las tesis federales. Se desempolvó así el proyecto de unión aduanera intrapeninsular, pese a que tras dos décadas de frustrados acercamientos en materia comercial, el panorama se presentaba desolador. Que la frontera era algo más que un muro administrativo se constataba, a juicio de los observadores [35] en la distancia abismal con respecto a las infraestructuras, las normativas legales y los usos que regían el comercio entre ambos países. A mediados de la década de los años cincuenta, la Sociedad Económica Matritense proponía un plan de Unión Aduanera y encargaba a una Comisión el estudio de la resolución de dicho plan. Se imponía la normalización por medio de la supresión de restricciones fiscales para el fomento de la libertad de comercio. Este tipo de iniciativas causaba una mayor susceptibilidad en la opinión pública portuguesa que en la española, habida cuenta de que podían ser interpretadas como una forma de injerencia intolerable cuyo peligro radicaba en la facilidad con que podían dar paso a una unificación política. Al igual que siempre, los ingredientes esenciales en las relaciones intrapeninsulares eran la conformación de las imágenes mutuas y el peso de las mentalidades de unas sociedades cada vez más complejas.

FIN PARTE I

Enlace a Parte II

Notas

La imagen destacada corresponde a la bandera iberista diseñada por Sinibaldo de Mas en su obra La Iberia a mediados del siglo XIX.

[0] Montserrat Huguet es profesora titular del área de Historia Contemporánea de la UC3M.
[1] GANIVET, Ángel: Ideario español, Madrid, Biblioteca Nueva, 1932 [Idearium español, Granada, Viuda e hijos de Sabatell, 1987].
[2] CABERO, Valentín: Iberismo y cooperación. Pasado y futuro de la península ibérica, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2002.
[3] Una excelente síntesis puede leerse en TORRE, Hipolito de la.: “De la distancia real al encuentro indeciso: la relación peninsular en la edad contemporánea”, en Los 98 ibéricos y el mar, Tomo I, La Península Ibérica y sus Relaciones Internacionales. Actas, sociedad Estatal Lisboa 98, Madrid, 1998, pp. 125-154.
[4] JIMÉNEZ REDONDO, J.C.: «La relación política luso-española”, en TORRE, H. de la (coord): Portugal y España contemporáneos, Ayer, nº 37, 2000, pp. 271-286.
[5] MANIQUIS, R., MARTÍ, O., PÉREZ, J. (Eds.): La Revolución francesa y el mundo ibérico, Madrid, Turner, 1989.
[6] TAVARES RIBEIRO, Mª M.: “Los Estados liberales (1834-1839/1890-1898)”, en TORRE, Hipólito de la (Ed): Portugal y España contemporáneos, Ayer, nº 37, 2000, pp. 65-95. ANES ALVAREZ, R.: “El nuevo orden liberal 1834-1839/1890-1898)”, en TORRE, Hipólito de la (Ed): España y Portugal. Siglos XIX-XX. Vivencias históricas, Madrid, Síntesis, 1998, pp. 215-225.
[7] JOVER, José María: “La percepción española de los conflictos europeos”, en Revista de Occidente, nº 87, 1986, pp. 5-42.
[8] GIL NOVALES, Antonio.: “Revueltas y revoluciones en España (1766-1874)” en Revista de Historia das Ideias, vol 7, nº2, Coimbra, Faculdade de Letras, 1985, pp. 427-459.
[9] ROCAMORA, J. A.: El nacionalismo ibérico, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1994. TORRE, H. de la.: “Iberismo”, en BLAS, A. de.: Enciclopedia del nacionalismo, Madrid, Tecnos, 1997.
[10] CATROGA, Fernando.: “Nacionalismo e ecumenismo. A questão ibérica na segunda metade do S. XIX.”, Cultura, Historia e Filosofía, IV (1985), pp. 419-463.
[11] VERÍSSIMO, J.: Historia de Portugal, Editorial Verbo, 1989.
[12] MATTOSO, J.: A identidade nacional, Lisboa, Fundaçao Mário Soares/Gradiva, 1998. También, SANCHEZ CERVELLÓ, Juan.: “El nacionalsismo portugués”, en Los 98 ibéricos y el mar, Lisboa, Sociedad Estatal Expo 98, 1998, pp. 235-253.
[13] ALMEIDA GARRET: Portugal na balança de Europa, Lisboa, Livros Horizonte, s.d. 1830.
[14] Es interesante revisar el clásico BECKER, Jerónimo.: Historia de las Relaciones Exteriores de España durante el siglo XIX (Apuntes para una historia diplomática), Madrid, Jaime Rarés, 1924.
[15] TORRE, Hipólito de la: España y Portugal. Siglos IX-XX. Vivencias históricas, Madrid, Síntesis, 1998.
[16] MENÉNDEZ PIDAL, Marcelino.: Historia de España, vol. XXXIV, Madrid, Espasa Calpe, 1981.
[17] La argumentación económica en favor de la construcción ibérica tuvo un peso importante en las discusiones públicas de los años cincuenta y sesenta, especialmente en aquellas regiones fronterizas con Portugal que se verían beneficiadas por la modernización de los proyectos de comunicación peninsular. La presencia del debate en la publicística de la época ha sido analizada por PERALTA GARCÍA, B: “Romanticismo y nacionalismo en España: el Iberismo en la prensa salmantina” en ESTEBAN DE VEGA, Mariano. y MORALES MOYA, Antonio.: Los fines de siglo en España y Portugal. II Encuentro de Historia Comparada. Universidad de Jaen, 1999, pp. 32 a 44.
[18] GÓMEZ MENDOZA, A.: Ferrocarriles y cambio económico en España, 1855-1913, Madrid, Alianza, 1982.
[19] MOLINA, César Antonio: Sobre el iberismo y otros escritos de literatura portuguesa, Madrid, Akal, 1990, p. 116, recoge la referencia de un libro que al parecer suscitó cierta polémica en el momento de su edición: GULLÓN, Pío: La fusión ibérica, Madrid, Imprenta Gabriel Alhambra, 1861.
[20] SANCHEZ ALBORNOZ, Nicolás (comp): La modernización económica de España, 1830-1930, Madrid, Alianza, 1987. Mas específicamente, nos interesa el trabajo de GÓMEZ MENDOZA, A.: “Transportes y crecimiento económico (1830-1930)” en SANCHEZ ALBORNOZ, Nicolás. (Comp), op.cit.
[21] VALLADARES, R.: Portugal y la Monarquía Hispánica, 1580-1118, Madrid, Arcos Libros, S.L., 2000.
[22] VASCONCELLOS, J.A.C.: Os portugueses e a Ibéria, refutacão dos argumentos do partido ibérico con respeito a fusão das duas naçoes peninsulares, e exposição das desgraças e vexames que délla haviam de porvir a Portugal, Elvas, 1861; Vizconde TRANCOSO, Apuntamentos para a História da dominação castelhana en Portugal, Lisboa, Opúsculo anti-ibérico, 1870.
[23] SERRÃO, J.: Da “Regeneraçao” à República, Lisboa, Livros Horizonte, 1990.
[24] NOVRE VARGUES, I.: “Insurreiçao e revoleas em Portugal (1801-1851). Subsídios para uma cronología e bibliografía”, en Revista de História das Ideias, vol 7, Coimbra, Faculdade de Letras, 1985, pp. 505-572.
[25] Ver CABERO, Valentín. y PERALTA, B.: “La Unión Ibérica. Apuntes histórico-geográficos a mediados del siglo XIX”, en Relaciones España-Portugal, Boletín de la AGE, nº 25, pp. 17-38.
[26] Ver la lectura que hizo OLIVEIRA MARTINS, J.P.: Portugal Contemporáneo, Lisboa, Livraria Bertrand, 1883. T.II.
[27] Una interpretación clásica de la polémica en torno a la candidatura del ex regente D. Fernando puede verse en ALMEIDA, F. de.: Historia de Portugal, Coimbra, 1957. El planteamiento general del debate historiográfico puede seguirse en RUBIO, Javier.: “Las relaciones hispano-portuguesas en el último tercio del siglo XIX”, en ESTEBAN DE VEGA, Mariano. y MORALES MOYA, Antonio, op.cit. pp. 287-300. Rubio sostiene que no existen razones de peso para suponer que el gobierno que depuso a Isabel II pensase seriamente en la candidatura de Don Fernando. También, VÁZQUEZ CUESTA, P.: “A pantasma do iberismo no Portugal do século XIX”, en Homenaxe ó profesor Constantino García, Universidade de Santiago de Compostela, 1991.
[28] QUENTAL, Antero de: Portugal perante a Revoluçao de Hespanha. Consideraçoes sobre o futuro da política portugueza no ponto de vista da democracia iberica, Lisboa, Typographia portuguezam, 1868.
[29] RUBIO, Javier: España y la Guerra de 1870, Madrid, MAE, 1989.
[30] SECO SERRANO, Carlos.: “De la democracia republicana a la Guerra Civil”, en Historia General de España y de América, Madrid, Rialp, 1986.
[31] RIVAS, P.: “Utopie ibérique et idéologie d’un Fédéralisme Social Pan-Latin”, en Utopie et Socialisme au Portugal au XIX siécle. Actes du Colloque, Paris, Fondation Calouste Gulvenkian. Centre Culturel Portugais, 1982.
[32] GROMIER, M.A.: Fédération Ibérique des Peuples greco-latins, 1892.
[33] GOMEZ-FERRER, Guadalupe.: “El aislamiento internacional de la República en 1873”, Hispania, nº 154, Madrid, 1983, recoge la importancia que Castelar, primer ministro de Estado de la República (1873), confiere a que la opinión pública portuguesa y británica dejen de recelar de las intenciones pacifistas del gobierno español con respecto a Portugal. Este pacifismo ha sido también subrayado en el trabajo de JOVER, José María: La civilización española a mediados del siglo XIX, Madrid, Espasa Calpe, 1992, p. 304.
[34] SALOM COSTA, Joaquín.: España en la Europa de Bismarck, Madrid, CSIC, 1967, realiza un análisis de la política exterior de la Restauración en el marco del sistema de Estados europeo bajo la preponderancia Alemana.
[35] FERNÁNDEZ DE LOS RÍOS, A.: Mi misión en Portugal, París, E. Belhatte y Lisboa, Bertrand S.D. Texto del Despacho Diplomático enviado por el Embajador de España a Madrid (1869).

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