Filosofía

Published on diciembre 25th, 2007 | by EcoPolítica

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La ecología contra los mercaderes

Por Cornelius Castoriadis

Artículo publicado en Le nouvel observateur, marzo 1992
Traducción al castellano de Silvia Pasternac

Es reaccionaria la ecología? ¡No! Es subversiva, porque muestra el impacto catastrófico de la lógica capitalista sobre la vida de los seres humanos.

La idea de que la ecología sería reaccionaria reposa ya sea sobre una ignorancia garrafal de los datos de la cuestión, o bien sobre residuos de la ideología «progresista»: elevar el nivel de vida, y… ¡que sea lo que Dios quiera! Ciertamente, ninguna idea está, por sí misma, protegida contra las perversiones y las desviaciones. Sabemos que ciertos temas, que sólo en apariencia están ligados a la ecología (la tierra, el pueblo, etc.) han sido y siguen siendo utilizados por movimientos reaccionarios (nazismo o Pamiat y Rasputin en la Rusia de hoy). La invocación de este hecho por los antiecologistas me recuerda más bien las amalgamas estalinistas.

La ecología es subversiva pues cuestiona el imaginario capitalista que domina el planeta. Rechaza el motivo central de ése, según el cual nuestro destino es aumentar sin cesar la producción y el consumo. Muestra el impacto catastrófico de la lógica capitalista sobre el entorno natural y sobre la vida de los seres humanos. Esta lógica es absurda en sí misma y conduce a una imposibilidad física a escala planetaria, ya que desemboca en la destrucción de sus propias presuposiciones. No solamente esta la dilapidación irreversible del medio y de los recursos no renovables. Está también la destrucción antropormórfica de los seres humanos transformados en bestias productoras y consumidoras, en zapeadores [1] embrutecidos. Está la destrucción de sus medios de vida. Las ciudades, por ejemplo, maravillosa creación del final del Neolítico, son destruidas al mismo ritmo que la selva amazónica, dislocadas entre guetos, suburbios residenciales y barrios de oficinas muertas después de las 8 de la noche. No se trata entonces de una defensa bucólica de la «naturaleza sino de una lucha por salvaguardar al ser humano y a su hábitat. Es claro, a mis ojos, que esta savaguardar es incompatible con el mantenimiento del sistema existente, y que depende de una reconstrucción política de la sociedad, que haría de ésta una democracia en la realidad y no en las palabras. Por otro lado, es justamente sobre ese punto, en mi opinión, donde los movimientos ecológicos existentes desfallecen la mayoría de las veces.

Pero detrás de estas evidencias, surgen cuestiones más difíciles y más profundas. Lo que domina hoy es la autonomización de la tecno-ciencia. Ya no nos preguntamos si hay necesidades que deben ser satisfechas, sino si tal o cual logro científico o técnico es realizable. Si lo es, será realizado y se fabricará la «necesidad» correspondiente. Las consecuencias laterales o las repercusiones negativas raramente se toman en cuenta. Hay que detener eso también, y allí es donde las cuestiones difíciles comienzan. Todos queremos -en todo caso yo quiero~ el desarrollo del saber científico. Queremos entonces, por ejemplo, satélites de observación muy eficaces. Pero éstos implican la totalidad de la tecnociencia contemporánea. ¿Debemos entonces quererla también? No puede plantearse restringir la libertad de la investigación científica. Pero los límites entre el saber puro y sus aplicaciones, eventualmente letales, son extremadamente borrosas, si no es que inexistentes. El gran matemático inglés Hardy, que se había opuesto a las dos guerras mundiales, decía que se había dedicado a las matemáticas porque ellas jamás podrían servir para matar a un ser humano. Lo cual prueba que se puede ser un gran matemático y no saber razonar fuera de su terreno. La bomba atómica habría sido imposible sin la participación de muchos grandes matemáticos «puros»; y desde el momento en que el cálculo diferencia¡ fue inventado, ha sido usado para calcular las parábolas de tiro de los cañones.

¿Cómo trazar el límite? Por primera vez en una sociedad no religiosa debemos hacer frente a la pregunta:

¿Es necesario controlar la expansión del saber mismo? ¿Y cómo hacerlo sin desembocar en una dictadura sobre las mentes? Pienso que podemos plantear algunos principios simples:

1. No queremos una expansión ilimitada e irreflexiva de la producción, queremos una economía que sea un medio y no el fin de la vida humana;

2. Queremos una expansión libre del saber, pero ya no podemos pretender ignorar que esta expansión contiene en sí misma peligros que no pueden ser definidos con anticipación.

Para hacer frente a esto necesitamos lo que Aristóteles llamaba frónesis, la prudencia (siguiendo la mala traducción latina del término). La experiencia muestra que la tecno-burocracia actual (tanto económica como científica) es órganica y estructuralmente incapaz de poseer esta prudencia, pues sólo existe y es movida por el delirio de la expansión ilimitada. Necesitamos entonces una verdadera democracia, que instaure procesos de reflexión y de liberación lo más amplios que sea posible, donde participen los ciudadanos en su totalidad. Esto, a su vez, sólo es posible si estos ciudadanos disponen de una verdadera información, de una verdadera formación y de oportunidades para ejercer en la práctica su juicio. Una sociedad democrática es una sociedad autónoma, pero autónoma quiere decir también y principalmente autolimitada. No solamente frente a los posibles excesos políticos (porque la mayoría no respeta los derechos de las minorías, por ejemplo), sino también en las obras y en los actos de la colectividad. Estos límites, estas fronteras no pueden ser trazados con anticipación -por eso es necesaria lafrónesis, la prudencia. Las fronteras existen, y, cuando las hayamos franqueado, será, por definición, demasiado tarde -como los héroes de la tragedia antigua sólo se enteran de que están en el hybris en el exceso, cuando entran en la catástrofe. La sociedad contemporánea es fundamentalmente imprudente.

Notas

[1] En francés «Zappeur». Zappeur proviene del neologismo anglófono zapping, que significa ver televisión utilizando constantemente el comando de control remoto para cambiar de canal, es decir, sin poner atención a ningún programa en particular, divagar. No existe en castellano una palabra equivalente, por lo que se traducirá «zapeador» (n. de la t.).

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