Filosofía

Published on febrero 26th, 2010 | by EcoPolítica

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La globalización del ecologismo. Del ecocentrismo a la justicia ambiental

Por Joaquín Valdivielso

Artículo publicado en Medio Ambiente y Comportamiento Humano (2005), pp. 183-204

I. Introducción

La problemática ambiental continúa siendo aceptada de forma paradójica. Por un lado, y como la canícula que azotó Europa durante el verano del 2003 nos recordó, ya forma parte del «sentido común» del ciudadano occidental e incluso la legitimidad de cualquier discurso social pasa por reconocer la necesidad de tratar de hacerle frente. Por otro, sin embargo, no sólo la propia noción de crisis ecológica, sino con ella todo el proyecto político ecologista, vienen siendo cuestionados regularmente. El objeto de este trabajo es aclarar algunos malentendidos que hacen posible la coexistencia de dos formas aparentemente contradictorias de asimilar lo que, por equiparación con la llamada a la cuestión social durante los siglos XIX y XX, puede ser llamado la cuestión ecológica.

Veamos algún ejemplo de cada una de las tendencias. Desde finales de los años ochenta se viene dando una proliferación extraordinaria de campos de investigación en las ciencias sociales y en los estudios humanísticos en relación con la cuestión ambiental: economía ambiental, economía ecológica, sociología de los movimientos sociales, derecho de tercera generación, historia ecológica, psicología ambiental, geografía ecológica, etc. Los estudios políticos, en ese campo de fronteras borrosas formado por la teoría política, la ciencia política, la sociología política y la filosofía política, no se han quedado a la zaga, y han venido a ordenar un complejo nocional tremendamente creativo en que el ecologismo se ha hecho con un espacio propio. Esto ha tenido lugar ya apropiándose de términos clásicos (contrato natural, ecocentrismo, ética de la tierra, derechos ambientales, organización biodegradable, racismo ambiental, dieta ética, bioética, ciudadanía ecológica, justicia ambiental, partidos verdes; seguridad, diplomacia o gobernanza ambiental; segunda contradicción del capital, biopolítica, etc.), ya gracias a la aparición de un nuevo léxico (entropía, sostenibilidad, desarrollo sostenible, producción limpia, etc.). El éxito ha sido tal que incluso se han generado simbiosis conceptuales fuera del marco del ecologismo pero utilizando términos provenientes del mismo (sostenibilidad social, entropía social, desarrollo sostenido, producción integrada, etc.), cuyo contenido queda sin duda desvirtuado. En definitiva, lo ecológico tiene su silla en la academia de nuestro conocimiento.

Ahora bien, por otro lado, no deja de suscitarse un abanico multiforme de distintos tipos de criticismo y revisionismo dirigido a desactivar el núcleo motivacional ecologista. A menudo se ha alimentado de ideas extravagantes, como la de aquel Berry que hace ya treinta años imaginaba la colonización de otros planetas a tener lugar con la entrada del siglo XXI [1]. Otras veces, no obstante, la detracción del ecologismo utiliza argumentos más difíciles de rebatir. De ambas fuentes, con distintos grados de solvencia, bebe una última andanada de críticas abierta hace dos años con la publicación en inglés de El ambientalista escéptico de Bjørn Lomborg [2]. Se reaviva así un debate ya clásico que se creía cerrado desde finales de los años ochenta. Aquí, en nuestro contexto, Manuel Arias ha utilizado en parte la posición de Lomborg para identificar una serie de premisas que, a su juicio, obligan a replantearse la solidez del pensar ecológicamente comprometido [3]. En primer lugar, y siempre según la visión de Arias, el ecologismo se ha fundado desde su génesis en una concepción acrítica, estetizante y metafísica de la naturaleza, por la que ésta es provista de un valor intrínseco de acuerdo a una visión romántica antimoderna, construida a un tiempo desde las ciencias naturales, la ecología profunda y el ecocentrismo. De aquí, en segundo término, el ecologista deduce los imperativos de protección y de no intervención en la naturaleza incluso por métodos autoritarios, acometiendo necesariamente una transformación global de la sociedad y una inversión de los valores dominantes que dé prioridad a la sustentabilidad y la imitación de los sistemas naturales por encima de cualesquiera otros valores, incluida la democracia. Tercero, y como segunda consecuencia, la teoría política del ecologismo carece a autonomía, se muestra hermética, rígida, insensible precisamente a lo contingente y lo convencional, a lo político. En último lugar, cabe concluir también que, dado el estancamiento ideológico de la izquierda y la fuerza del asalto pragmático de los partidos verdes a las instituciones, estas ideas han sido asumidas también acríticamente por la izquierda.

La alternativa propuesta por Arias se desmarca del maximalismo utopista y concluye que la crisis ecológica es una noción política e ideológica estratégica; que la corrección reflexiva de la sociedad es suficiente para hacer frente a los problemas ambientales, sin “una transformación global de la sociedad y una inversión de los valores dominantes”; y, finalmente, que el ecologismo debe modernizarse a través del debate real más allá de las nociones de crisis ecológica y del ecologismo fundacional.

La interpretación de Arias o Lomborg cuenta con importantes antecedentes en las discusiones teóricas que rodean al ecologismo político desde su nacimiento. En cualquier caso, y hasta donde establece una vinculación tan fuerte entre el soporte normativo del ecologismo político y las concepciones morales y científicas que lo informan, merece ser tenida en cuenta para sopesar no ya su consistencia política sino sobre todo la consistencia de la propia teoría del ecologismo. Sin embargo, cabe plantearse también críticamente hasta qué punto esta visión es un reflejo real tanto del ecologismo teórico como del práctico, y si es que lo fue en algún momento y en algún lugar, hasta dónde aún es así.

II. Aparición de la Teoría del Ecologismo

A pesar de la existencia de numerosos precedentes, puede decirse que es a principios de los años ochenta cuando el ecologismo comienza a tener una teoría moral propia —con ideas como la de Environmental Ethics que irán institucionalizándose al poco— e incluso una teoría social propia —con la aparición de la teoría de los nuevos movimientos sociales.

Sin embargo, no es hasta una década después cuando puede hablarse de una filosofía o teoría política desarrollada del ecologismo. Numerosos autores fueron abriendo una vía que identificaba ya al ecologismo —a menudo bajo otros nombres— como un actor propio, enarbolando una ideología política e incluso una cosmovisión diferenciada. Los principales retos que tuvo afrontar tal esfuerzo fueron del tipo: ¿Hay detrás del ecologismo una política o se trata simplemente de una nueva toma de conciencia? Si se trata de un movimiento político, ¿cuál es su origen histórico? ¿No estará destinado a morir de éxito, una vez que todos los discursos sociales y políticos (y buena parte de los económicos) tienden a aceptar lo verde? ¿Es de izquierdas o de derechas, o acaso la sentencia “ni a la izquierda ni a la derecha, sino adelante” no hizo más que anticipar la tesis del final de las ideologías, estando el ecologismo por tanto más allá de la historia social?

La obra clásica de Dobson, Pensamiento político verde, de 1991, ha sido sin duda un punto de inflexión y un referente inexcusable para cualquier trabajo posterior, identificando los fundamentos de una “teoría política verde” autónoma a la vez que resolviendo buena parte de las dudas a las que se enfrentaban otros teóricos políticos. Es importante notar que el esquema de Dobson refleja ya un ecologismo que poco tiene que ver con el descrito por Arias, pero no menos que es en pleno auge de la ofensiva neoliberal y del cuestionamiento de la posibilidad de ideologías transformadoras cuando Dobson —como otros— está defendiendo, por el contrario, que hay ideologías, que hay ideologías nuevas, y que el ecologismo está bien situado en la parrilla de salida para hacer frente a los problemas contemporáneos (una ideología para el siglo XXI es el subtítulo de la traducción española a la segunda edición del texto, de 1995) [4].

Dobson identifica una ideología política diferenciada (green political thought, ecologismo o ecología política) frente a una apropiación estratégica de lo ambiental en el seno de otras ideologías. El ecologismo cumple con las cuatro condiciones de las ideologías: en primer lugar proporciona una descripción analítica original de la sociedad, la sociedad moderna, industrial e insostenible bajo la crisis ecológica; en segundo lugar, una prescripción hacia un modelo de sociedad diferente, mejor, la sociedad sostenible; además, un programa de transición desde uno a otro; finalmente, todo ello orientado desde un valor fundamental original que informa los anteriores, una concepción propia de la naturaleza humana: el ser humano como miembro de una comunidad biótica y abiótica interdependiente, con el énfasis en el primer término de la definición aristotélica del animal, viviente político.

Entre las muchas virtudes del esquema de Dobson está la de solventar las dudas de la identidad política, la historicidad del movimiento y sobre todo su carácter emancipatorio. En primer lugar, permite distinguir el reformismo tipo Lomborg y el ecologismo: “El ambientalismo aboga por una aproximación administrativa a los problemas ambientales, convencido de que pueden ser resueltos sin cambios fundamentales en los actuales valores o modelos de producción y consumo, mientras que el ecologismo mantiene que una existencia sustentable y satisfactoria presupone cambios radicales en nuestra relación con el mundo natural no humano y en nuestra forma de vida social y política” [5].

Así, la institucionalización relativa y la generalización de ciertos discursos ambientales (como el desarrollo sostenible del Informe Bruntlandt, o el de la modernización ambiental) no implicarían la aparición de un nuevo contrato social-natural, sino más bien la respuesta estratégica —de acuerdo a los imperativos del sistema que precisamente el ecologista pretende superar— a la necesidad de incorporar a cualquier discurso político la dimensión ambiental como condición necesaria —no suficiente— de legitimidad. Esa es la tesis de Dryzek, la de la existencia de una coalición discursiva estratégica dentro de los límites del sistema, si bien puede querer debilitar el potencial transformador del discurso ecologista, de otro lado evidencia cómo este ha contribuido a definir los límites de la racionalidad política: ya no habrá narrativa política que se pretenda legítima si no incorpora siquiera retóricamente intereses de generaciones futuras y de respeto por al menos ciertas partes de la naturaleza no humana [6]. En cualquier caso, el núcleo de esta coincidencia ambientalista estaría en la idea de que la humanidad necesita una nueva relación con la naturaleza para lograr un futuro sostenible, sin entrar a cuestionar si los patrones convencionales de producción, distribución y consumo, si las ideas, instituciones y valores que los alimentan, impiden esa nueva relación, y generalmente viendo en ellas más la posible
solución que la fuente de problemas. No así el ecologismo.

En segundo lugar, permite establecer una cronología, situando alrededor del año 1972, publicación del Informe Meadows y su aviso de la crisis en ciernes, la aparición del ecologismo. Por primera vez, la definición de la crisis fue resultado de un análisis sistémico (no monofactorial) de alcance global. A partir de tal estudio (y de la proyección de las variables población, consumo de alimentos, producción industrial, de alimentos, y emisión de contaminación hacia un futuro apocalíptico), simultáneo casi a la llegada de las primeras fotos del planeta desde el espacio exterior, cambió la imagen del mundo. Se convirtió en Tierra: sistema finito, vulnerable, una rareza del universo conocido. Una rareza también en otro sentido: un sistema definido por la escasez; enfrentado a un subsistema que crece exponencialmente, llenando el sistema mayor: para unos la “tecnosfera” —como los propios Meadows o el conocido Barry Commoner—, para otros el sistema económico —donde incide la economía ecológica—, para otros la “sociosfera” —donde incide la economía política.

En cualquier caso, la noción de crisis se cimentó en gran medida sobre la idea de que la interdependencia de los problemas parciales (agotamiento de ciertos recursos, diversas formas de contaminación, alteración de los sistemas de soporte a la vida, etc.) en sistemas complejos plantea incertidumbre [7]. El optimismo tecnológico de un Lomborg o Arias descansa, por el contrario, en una visión lineal, previsible, monotónica del funcionamiento del entorno, cuando es precisamente la propia metáfora cartesiana del artilugio la que se pone en cuestión, para ser sustituida por la idea sistémica de red autopoiética [8] Desde este punto de vista ecointegrador, los tratamientos parciales, si no se invierte la tendencia al crecimiento en la transformación y consumo de la base material global, no son soluciones.

Es importante destacar que conviven, desde el principio, en la teoría del ecologismo, dos formas de definir la crisis. En primer lugar, por acumulación de efectos no intencionales de numerosas acciones dispersas, tipo “tragedia de los comunes” [9]. En segundo lugar, por desencadenamiento catastrófico de tecnologías biocidas tipo Chernóbyl, en gran medida según el modelo proporcionado por Ulrich Beck en su visión de la sociedad del riesgo [10]. La visión de la crisis como efecto avalancha ha permitido establecer un puente entre ambas visiones: un cambio marginal puede provocar transformaciones estructurales irreversibles. Es decir, la generación estructural de externalidades acumulativas produce saltos cualitativos una vez se sobrepasa cierto umbral crítico, que en gran medida se desconoce pero se presume.

Además, como efecto no menor de esto, puede hablarse de la incorporación de un imaginario espacial de tipo planetario pero desterritorializado —en el sentido tradicional de Estado o nación—: la Tierra como biosfera delimita la comunidad relevante [11]; así como la identificación de una “economía de la tierra”, de un origen de la riqueza previo a la incorporación del trabajo, y del que este depende [12]. Desde aquí —como tercera consecuencia del análisis de Dobson— se analiza y denuncia la sociedad industrial como aquella que en sus valores e imágenes dominantes, en su forma de producir y consumir sobrepasa los límites de la capacidad natural de carga, de absorción y de producción. El crecimiento económico as usual —una vez tenido en cuenta el largo plazo, los costos no monetarizados, y la existencia de otros seres vivos— deja, pues, mucho que desear a la hora de satisfacer necesidades, invirtiéndose el resultado de la interacción social hacia un juego de suma negativa. El paso más allá de esta sociedad industrial pasa por una política transformadora, en algunos aspectos novedosa, en otros deudora sobre todo de tradiciones anarquistas y socialistas, orientada por un valor social nuevo, la sostenibilidad (o sustentabilidad). De un lado dibuja un mapa de espacios para la transformación: parlamentarios (siempre bajo el peligro de la colonización en el acceso y la conservación del poder político institucional-liberal) pero especialmente no parlamentarios: desde los patrones de conducta individual en la vida diaria (el ámbito de la ecología doméstica o la simplicidad voluntaria), desde las comunas y la economía social y solidaria (sistemas locales de intercambio, de trueque y dinero local), desde la acción directa (en la denuncia, la desobediencia civil e incluso el ecotaje), pero también en los ámbitos institucionales (como nuevas iniciativas en la propia economía de mercado o en las ONGs).

De otro define unos principios generales para adecuar los proyectos político-institucionales a la realidad ecológica. Entre otros principios, destacan el de “prosumo” —o de acercamiento entre los puntos de consumo y de producción—; el de descentralización —no tomar ninguna decisión a un nivel superior si puede tomarse (incluyendo al máximo número de afectados) en uno inferior—; y, por supuesto, el principio de precaución o prevención. Y también un conjunto de prácticas que lo realizan —movilidad limitada, consumo responsable, agricultura ecológica, energía limpia, comercio justo, establecimiento de PIB ajustados, etc.— y de máximas o eslóganes —óptimo contra máximo, basta contra más, renuncia contra sacrificios— que orientan las reformas de las estructuras institucionales y los estilos de vida hacia opciones más sostenibles.

Dentro de este esquema de gran generalidad también ha tenido un peso importante la posible existencia de un sujeto transformador, al estilo de la clase proletaria para el marxismo. Antes que pensar en la clase media de los profesionales no mercantilizados en sociedades desarrolladas —típico votante verde—, Dobson pareció decantarse más por los excluidos de los beneficios materiales del sistema, de la ética de la acumulación: en el primer mundo algo como la “no clase de los no trabajadores” de Gorz, en el tercero algo como los movimientos de pobres a qué ya apuntaran autores como Marcuse [13]. En cualquier caso, la falta de una visión teleológica de la historia, la renuncia a una metanarrativa de raíz metafísica, marca una distancia destacable respecto a la figura del proletariado, haciendo de la reflexión del sujeto un ejercicio intelectual sin ambiciones científicas predictivas [14]. En consecuencia, el ecologismo queda, en relación con otras ideologías, situado en el lado transformador del espectro político [15]. Estaríamos ante un proyecto ilustrado (selectivo) emancipador, que reconoce límites naturales, y que pone en cuestión “toda una cosmovisión”, todo un “paradigma dominante” desde la Ilustración, formado por valores como el antropocentrismo, el cientificismo mecanicista, el racionalismo monológico, o la teleología de la historia como progreso a la vez material y moral. En este sentido es selectivo, ya que aunque aspira a superar creencias compartidas por proyectos liberales y marxistas, humanistas y autoritarios, se reserva la reivindicación de otros aspectos de la modernidad, como la defensa de los derechos humanos, la justicia y la igualdad. Es decir, la modernidad es revisada reflexivamente.

Para acabar con este punto, hay que referirse por fuerza a aquello que más alimenta el criticismo de Arias o Lomborg: la existencia de un valor fundante, una “verdad” fundamental, desde la que definir un ideal de Buena Vida y desde donde derivar la legitimidad del proyecto, en este caso el ecocentrismo. Aunque añadió ciertos principios que acompañarían tal valor, como el de igualdad y el de democracia participativa, Dobson como otros muchos situó como valor nuclear el respeto a los individuos autopoiéticos y a los conjuntos de seres vivos [16]. Así, la comunidad relevante englobaría también a comunidades y seres vivos no humanos y sobre todo a generaciones futuras no nacidas aún, a pesar de lo difícil que es traducir este tipo de vindicaciones a la arena política en que el ecologismo juega sus cartas.

Dobson respondió a esta cuestión señalando una cierta ruptura entre el estado de ser que propugna la ecofilosofía (defensora de una relación armónica, simbiótica entre todo ser vivo, de que hay en la naturaleza no humana o en partes significativas de ella valores intrínsecos e inexpresables en los discursos dominantes en la ética) y los problemas prácticos que plantea la denuncia del especieísmo abusivo del ser humano, o la defensa del igualitarismo biosférico, imposibles de estructurar en un código de conducta coherente: “[L]a política de la ecología no sigue las mismas reglas básicas que las formas radicales de su filosofía (…), las diferencias entre la filosofía de la ecología profunda y su manifestación política son síntomas del fracaso de la filosofía a la hora de hacerse práctica» [17].

Dobson plantea un valor con dos caras: en un lado un argumento antropocéntrico débil, por el que el valor de la naturaleza no se agota en lo instrumental, que sería el arma discursiva del ecologista en la arena política; por otro, en la creación de conciencia, la utilización de un imaginario ecocentrista radical. La respuesta de Dobson viene a distinguir así entre un ecocentrismo suavizado, que en el ámbito público no renuncia a la idea de un valor intrínseco pero subordinado a la prioridad de lo humano sobre el resto del mundo natural, y una ecología privada que, en general, parece caer en buena parte de los problemas que la filosofía crítica moderna planteó a la metafísica, y que Arias denuncia.

Han sido numerosísimos los debates que se han suscitado alrededor de estas ideas, sea en relación con el texto de Dobson o a la ya inmensa bibliografía en la cuestión. Uno de los debates más encendidos tiene que ver justamente con el corazón axiológico del constructo ideológico ecologista, con el criterio de validez asumido en el valor fundamental del ecocentrismo. Este problema, de prioridad normativa, puede ser planteado como la tensión resultante de asumir como valor moral fundante el carácter no instrumental de la naturaleza no humana, poniendo en un segundo plano otro tipo de valores en que tradicionalmente se ha dirimido la fuerza normativa de una ideología u otra. El peligro en este caso apunta a la posibilidad de que el hecho de privilegiar los resultados deseados —en este caso la sostenibilidad— sobre los procedimientos, podría permitir soluciones autoritarias, la sumisión de la democracia, la igualdad o los derechos individuales al ecocentrismo [18].

En el fondo esta posición, no hace más que reivindicar el criticismo moderno. Desde sus orígenes, la filosofía moderna se ha alimentado de éticas basadas en algún tipo de principio de universalización y se ha tendido a ver con recelo, incluso como una involución en el desarrollo moral e intelectual del hombre moderno, la apuesta por éticas precríticas. Algunas de ellas tienen un inmenso calado en el seno del ecologismo, como la de Hans Jonas, ejemplo de la condición subalterna de la democracia y del principio de universalización una vez que el criterio de validez se sitúa en una visión metafísica de la naturaleza [19]. En general, se podría decir que estaríamos frente a una vuelta a lo premoderno o quizás incluso hacia algún tipo de concepción posmoderna.

Esto nos lleva a una segunda cuestión, vinculada a la primera, no ya sobre la prioridad de un valor sobre otro sino sobre la posibilidad siquiera de fundar el valor en una concepción naturalista. Los límites del naturalismo se desvelan en la dificultad de delimitar dónde cabe situar esa naturaleza o si es que hay una naturaleza no humanizada, y si la hubiera a qué parte de ella nos estamos refiriendo, por qué motivos se destacan ciertos valores (como la interdependencia) y no otros (como la depredación), o más aún, por qué motivos deben seguirse ciertos principios del factum del mundo natural, por qué razones puede y debe orientar la práctica social. A menudo, los analistas han dado tanto peso a la llamada deep ecology (ecología profunda) o a las interminables discusiones en el seno de la environmental ethics (ética ambiental) que han reducido el ecologismo a poco más que eso [20]. Estas dudas de tipo ético no son las únicas, para la perspectiva filosófico-política las sombras también existen. Uno de los puntos de discrepancia tiene que ver con el supuesto universalismo del ecologismo.

Ha sido de hecho especialmente desde movimientos sociales ubicados en “el Sur” (que a menudo renuncian a la etiqueta ecologista o verde) desde donde se ha denunciado que el perfil del ecologista ilustrado que tiene un pie en el movimiento vecinal y otro en el partido verde, que se alimenta intelectual y materialmente en un medio urbano, carece en general de un estilo de vida universalizable en términos ecológicos. Para Martínez Alier, por ejemplo, estamos ante poco más que la visión de una clase media de países occidentales desplazada hacia valores posmateriales, pero que dista mucho no ya de representar intereses generales sino de expresar siquiera la necesidad material de campesinos en países pobres que luchan por su subsistencia, sin recurrir al imaginario dibujado por la teoría del ecologismo político [21].

Relacionada con esta cuestión está la del poder. Si bien es cierto que entre los eslóganes verdes destacan los que subrayan esa idea del beneficio general de la sostenibilidad, de ser ese el caso no habría tantas barreras sociales para lograrla. El propio Dobson, que se refiere a “los luchadores por la sostenibilidad”, no ayuda a explicitar contra qué o quién se lleva a cabo esa lucha: nos habla de “intereses poderosos”, “rivales”, “quienes tienen dinero que ganar en la gestión de la crisis”, “contratistas de obras”, “bancos nacionales”… pero realmente nos hace pensar que hay un gran vacío en la teoría del ecologismo como ideología a la hora de definir quién sea el sujeto del poder en la sociedad industrial.

Y finalmente, las dudas afectan al espacio de la transformación. La visión dominante en el ecologismo según la cual el partido verde sería la vertiente más reformista y realista de un movimiento amplio de raíz utópica arroja siempre la duda de qué esperanzas cabe tener de cambios llevados a cabo sin algún grado importante de poder gubernamental. Es decir, cuál es el sentido del radicalismo y si es una opción viable en el mundo del siglo XXI, o lo que es lo mismo, si cabe pensar en las ideologías políticas en términos parecidos a los que guiaron la reflexión sobre los idearios revolucionarios en el XIX, o cabe darles otro papel en un contexto nuevo, en una fase de la modernidad en que los marcos ideológicos presentan diferencias de fondo respecto a sus ancestros de un siglo atrás. Así, la posibilidad del radicalismo y la función de la ideología aparecen estrechamente ligadas.

Este corolario de problemas a qué hemos hecho referencia — normatividad, naturalismo, universalismo, radicalismo, teoría del poder, ideología—, cobra una nueva dimensión a la luz de los cambios acontecidos durante la década de los noventa, permitiendo a su vez contestar o cuando menos relativizar algunas de las dudas suscitadas por el enfoque crítico.

III. La práctica en la Teoría del Ecologismo

Las cosmovisiones, las doctrinas comprehensivas o las ideologías políticas se dan siempre encarnadas en sujetos concretos que son los que las van constituyendo. Es decir, están siempre en relación no sólo a la coherencia interna del conjunto de valores, principios e imágenes a los que se apela sino también a la práctica concreta en que esas ideas van siendo puestas en juego. A pesar de que cualquier análisis social parte de este tipo de premisas, esta idea ha sido a menudo olvidada en buena parte de las discusiones sobre la seriedad o no del ecologismo como ideología política, como ocurre en muchas otras discusiones en filosofía moral y política. No son pocas las ocasiones en que se cae en un exceso de constructivismo y la definición de un conjunto de ideas muy consistentes analíticamente se hace a costa de perder la dimensión dinámica, plural y cambiante de al menos parte de las ideas y los actores.

La forma concreta de esos cambios está en relación directa al tipo de sujeto al que nos refiramos y a la relación que se establece entre éste y el contexto en que su ideario es puesto en juego. La relación más o menos reflexiva y más o menos dinámica que pueda darse entre el sujeto y sus propias ideas tiene que ver con su práctica (y para el teórico, eso implica apoyarse en las ciencias sociales y en la filosofía social y política), por mucho que esta a veces desborde esquemas conceptuales especialmente atractivos por su coherencia y simplicidad. El sujeto de la ideología del ecologismo corre siempre el peligro de ser disuelto en el seno de identidades políticas extensas y difusas, del tipo de un movimiento más amplio moderado (ambientalista), y que bien puede identificarse con esa middle class de orientación posteconomicista a la que Martínez Alier descarta como sujeto de transformación. Sin embargo, puede identificarse un movimiento social ecologista que propugna cambios sociales y políticos radicales, por mucho que exista esa otra conciencia proteccionista más epitelial. Ese es identificable con relación a una identidad colectiva que construye, comparte y se rehace a partir de la praxis transformadora y performativa. En este caso se trata de una acción llevada a cabo más que nada fuera de las instituciones políticas liberales, sobre todo en forma de protesta; y en la existencia de una red de interacción entre los miembros que no es reductible a una organización formal, desde la cual se intenta desafiar a las formas dominantes de poder y definir nuevos derechos [22].

La fenomenología del ecologismo como actor social aporta información sustancial para repensar la forma de su ideología. Es un movimiento, o mejor dicho, un conjunto de movimientos segmentado, policefálico y reticular, formado por tipos distintos de colectivos e individuos en los que los actores concretos pueden y de hecho actúan simultáneamente sin que ninguno de ellos ejerza de líder o vanguardia revolucionaria. Según el esquema reciente de Doherty [23], podemos hablar de: 1) grupos de protesta contracultural y de acción directa, no violentos y enormemente creativos en su repertorio de acciones; 2) ONGs con distinto grado de radicalidad; 3) movimientos de base de tema único, del tipo de una movilización vecinal contra un proyecto concreto; y finalmente, 4) los partidos verdes. Creo que pueden añadirse: 5) las plataformas —que estructuran a menudo la acción social de tipos de actores diversos como los anteriores. El primer problema que plantea este abanico es el de su gran heterogeneidad, ya que algún elemento en común deberá existir que nos lleve a hablar de una identidad compartida. Más aún cuando las ONGs, pero más incluso los partidos se ven enfrentados siempre a las tensiones implícitas en la aceptación de la participación en contextos desradicalizados y el peligro de ser cooptados o de haber de asumir renuncias ideológicas fundamentales. La cuestión aquí de fondo es si hay una única ideología ecologista y si es excluyente, como sostiene Martínez Alier al pensar en el ecologismo de los pobres.

Históricamente el surgimiento del ecologismo ha venido siendo vinculado a, de un lado, la aparición del pensamiento crítico y del ethos antiautoritario asociado a la Nueva Izquierda y la contracultura de los años 60 y 70, de otro, al carácter político de la educación universitaria y las profesiones liberales ligadas al Estado de bienestar y los sectores desmercantilizados. Incluso buena parte de los intelectuales provenientes de entornos pobres o periféricos comparten en algún grado ese milieu alternativo. Ahora bien, como producto de la acción colectiva que evoluciona en respuesta a la acción, el abono práctico del ecologista tiene también que ver con las experiencias de la crisis ecológica y del proceso de aprendizaje de organización y activismo en respuesta a la misma. De acuerdo con Doherty, se trata de una combinación de tradiciones existentes y de creatividad reflexiva de la propia acción a través del aprendizaje colectivo. Así, la idea de reflexividad denota que la acción está ideológicamente estructurada, pero que se transforma con relación a la praxis [24].

Durante los últimos años se ha hecho evidente el carácter esencialmente reflexivo y autocrítico del ecologismo, como también su enorme creatividad a la hora de identificar y resistir frente a las relaciones de poder denunciadas e incluso a proponer agendas alternativas. Las razones de la reflexividad exigirían un análisis aparte pero probablemente tienen que ver con el hecho de que 1) opera en gran medida en los márgenes del sistema, exponiendo sus límites y desafiando el poder, alimentándose continuamente de prácticas y experimentos contra la colonización de los espacios autónomos de reproducción simbólica [25]; 2) con un alto grado de democracia interna en casi todas las dimensiones del movimiento (excepción hecha del déficit en democracia directa de las grandes ONGs como Greenpeace y en los partidos); y 3) finalmente, con el reto a que ha tenido que hacer frente el ecologismo durante los años noventa en su oposición a la globalización neoliberal. Me refiero a la necesidad que ello ha supuesto de elaborar discursos y agendas susceptibles de ser interpelados en la arena de la opinión pública global, llevando a la convergencia en programas y perfiles ideológicos de compromiso en que pudieran converger los distintos ecologismos, incluido en de los pobres. La generación política que se identifica con el ethos del ecologismo en este caso es la que participa en la movilización civil opuesta al neoliberalismo global especialmente desde el inicio simbólico en la agitación zapatista a mitad de década de los noventa [26]. Esta propuesta de análisis obliga a repensar muchas de las cuestiones planteadas antes.

Respecto a la cuestión de la normatividad, los cambios propugnados por el ecologista apuntan a un tiempo a un “nuevo tipo de sociedad, basada en una nueva relación con el mundo natural, una democracia más radical y mucha más igualdad social”. Así, son tres, y no uno sólo, los valores fundantes: democracia radical, igualitarismo, sostenibilidad [27].

Analíticamente, el hecho de poner a un mismo nivel conceptual tres valores distintos genera problemas, toda vez que, como ya hemos señalado, pueden entrar en contradicción. Sin embargo, ni este es un problema nuevo ni cabe esperar que los lenguajes naturales respondan con la coherencia interna de los lenguajes formales. Lo primero nos parece más relevante en nuestro caso, dado que de ser requisito la existencia de un único valor para poder hablar de una ideología con sentido, se nos haría imposible identificar ni una sola de las ideologías políticas modernas. El liberalismo, por ejemplo, ha ligado, desde Locke, los ideales de libertad, propiedad y nación a un mismo nivel, como el socialismo, desde Marx, ha valorado el trabajo o el internacionalismo tanto como la igualdad. Como otras ideologías, el ecologismo descansa en un conjunto de valores centrales, no en uno sólo.

Tal combinación de valores refuerza la idea de que el ecologismo está en la izquierda. Ahora bien, ¿también es así para movimientos locales que suelen carecer de ideología? ¿Cómo se resuelve el problema del universalismo, cómo se pasa de los movimientos de interés nimbies (¡no en mi patio!) a los niabies (en el patio de nadie) y los nopes (no en este planeta)? [28] La evidencia sociológica tiende a apuntar durante los últimos años a la idea de que la experiencia activista suele ir acompañada de una creciente desconfianza y desafección hacia los responsables políticos y su uso de la ciencia, lo que suele realimentar la oposición [29]. La elaboración filosófica apunta a la idea de que en contextos de interacción democrática deliberativa las propias condiciones del discurso universalizable y con sentido requerido por los interlocutores desplaza el lenguaje local hacia una gramática global [30]. La conexión entre democracia y universalismo no es por supuesto necesaria, pero hay motivos para pensar que generan una dinámica de expansión mutua antes que lo contrario. Dobson ya había señalado que la “política descentralizada es el equivalente ecológico del legislador de Rousseau: la fuente de transformación de la naturaleza humana” [31]. De ser así, el marco de validez lo daría la praxis democrática y no una visión determinada de la naturaleza no humana; para el ecologista, como para otros activistas, la creación de una esfera pública es un bien en sí mismo; la praxis política su sustrato normativo al menos tanto como el naturalismo. Y esta era la segunda cuestión.

La concepción de la naturaleza que se impone en los discursos ecologistas globales durante los últimos años no es la de “madre tierra” o Gaia, es la de ecosistema [32]. Discutir sobre si hay una crisis de la naturaleza, en términos como los de Jonas a que antes no referíamos, puede desviar la atención de lo que de hecho piden hoy los ecologistas, que no aspiran tanto a resolver lo insoluble —la distinción entre lo natural y lo cultural— como a reivindicar principios racionales de interacción con el entorno ambiental en tanto forma parte de ecosistemas gobernados por leyes geobiofísicas irreductibles a la mecánica del artefacto cartesiano. Desde este punto de vista, es difícil negar que haya una crisis ecológica. Es decir, las nociones de estabilidad o equilibrio tan utilizadas tienen que ver con la concepción dinámica que tiene la ecología no con una visión armónica romántica. El holismo no es en general organicismo ni misticismo, es sistemismo aplicado a las ciencias de la naturaleza, en especial de la vida y de la tierra. En los discursos del ecologismo global no se utiliza una imagen arcádica de la naturaleza, sino una biofísica susceptible de ser objeto de derecho de las comunidades que las habitan.

No obstante es cierto, como insiste en señalar Martínez Alier [33], que los conflictos ambientales son luchas por imponer lenguajes de valoración inconmensurables entre sí —el de lo sagrado, el dinero, la seguridad nacional, las amenazas ambientales, etc. Pero también lo es que discursivamente es el lenguaje de los derechos el que es apelado por el ecologismo global. El aprendizaje reflexivo entre actores tan heterogéneos implica una tendencia a converger en un lenguaje que pueda ser adoptado por todos ellos pero no menos ser atendido —al menos dialógicamente— por actores frente a los que se actúa, y la imagen idealizada de la naturaleza arcádica no lo hace posible.

Enfrentarse a una multinacional defendiendo el carácter sagrado del agua puede llevar a defensas del carácter sagrado del dinero, y así en espacios públicos globales es el lenguaje que cumple con los requisitos formales de mayor legitimidad y universalidad el que acaba siendo utilizado —lo que no evita su revisión permanente ni tensiones internas importantes. La mayor universalidad implica un compromiso sustancial para con la igualdad.
Basta hacer un repaso a los discursos ecologistas enarbolados en los principales foros globales los últimos años para deshacer algunas de las confusiones a veces destinadas a deslegitimar el proyecto de la sociedad sostenible. Veamos por ejemplo el texto Equidad en un mundo sostenible, defendido por las ONGs alternativas durante la cumbre de Johannesburgo de 2002: “¿Qué significa justicia y equidad en espacio ambiental finito? Por un lado, la justicia y la equidad exigen aumentar los derechos de los pobres sobre su hábitat, mientras que, por otro lado, deben reducir las demandas de los ricos sobre los recursos del planeta. El interés de las comunidades locales en mantener sus medios de subsistencia suele chocar con los intereses de las clases urbanas y de las empresas para expandir el consumo y las ganancias. Estos conflictos por recursos no disminuirán a menos que los ricos del planeta adopten patrones de producción y de consumo que generen recursos. (…) “No existirá equidad sin ecología (…), no habrá ecología sin equidad” [34].

Hasta dónde estas ideas sean representativas del ecologismo global es una cuestión a dilucidar empíricamente, sin embargo no faltan ejemplos de simbiosis entre los valores de la igualdad y la sostenibilidad que copan los discursos verdes desde hace ya lustros. Término gestado en EE.UU. para denunciar la correlación entre riesgos y etnia e ingreso, la idea de justicia ambiental ha venido alimentado no sólo el espectro de los discursos políticos [35] sino que ha dado pie a numerosos estudios y elaboraciones teóricas. Así, se han ido vinculando la distribución desigual de males ambientales (incluidos los riesgos) y el acceso de los recursos: la exclusión ambiental vinculada al ingreso; la calidad ambiental vinculada a la distribución del poder —a mayor desigualdad, menor compromiso con el futuro y menor capacidad de resolver problemas—; la sostenibilidad vinculada a desigualdad —las desigualdades de poder afectarán el tamaño del pastel de la contaminación, tanto como la forma en que es cortado” [36]—; o el de las responsabilidades ambientales vinculadas a procesos históricos, como la llamada Deuda ecológica [37]. El trabajo es enorme también en la elaboración de nuevos indicadores de bienestar y de calidad de vida que den un respaldo científico a la denuncia ecologista de que hemos entrado en un juego social de suma negativa [38]. Quizás el más exitoso de los trabajos de divulgación denunciando relaciones de poder ligadas a igualdad y sostenibilidad en el acceso de los recursos ambientales sea la idea de huella ecológica, y la denuncia de la relación directa entre carencias y excesos, entre pobreza y riqueza, en un planeta finito. Desde esta perspectiva, se da un déficit ecológico en ciertas zonas del planeta, cara oculta de la apropiación de capacidad de carga por la que el 25% de personas más ricas de la humanidad ocupa una huella tan grande como la superficie biológicamente productiva total del planeta [39]. Otro de los discursos de justicia ambiental, menos conocido, es incluso más impactante para el imaginario político. La relación entre modificación antropogénica del entorno y la desigualdad en el acceso a seguridad frente a los desastres naturales permite hablar de una distribución desigual de la resiliencia social, ampliándose la idea de relaciones de poder para hablar de desastres (naturales) construidos socialmente (y reivindicar el derecho a la seguridad climática, ambiental, de recursos, alimentaria, etc.) [40].

En conclusión, no hay duda de que el ecologismo no está más allá de la historia social. Es decir, la fórmula por la cual los impactos ambientales son función del tipo de tecnología, los niveles de población y consumo, ha quedado esencialmente desfasada por la propia creatividad del ecologismo, que ha puesto al poder como variable independiente de la crisis ecológica, refutando además la tesis de Beck de que en la sociedad del riesgo la distribución de los males es democrática [41]. La conexión funcional entre justicia social y sostenibilidad (con antecedentes lejanos en las teorías del intercambio desigual y de la dependencia) no sólo rompe con el esquema unitario en términos de valores del ecologismo como ideología sino que arroja luz sobre cuestiones como cuál sea el sujeto del poder y el posible universalismo de la ideología ecologista. En definitiva, la sostenibilidad no es un juego ganador-ganador sino que implica ganadores y perdedores. El poder en la sociedad industrial nos permite hablar de beneficiarios de la distribución desigual en un juego que ya no es de suma positiva: “clases consumistas”, empresas trasnacionales, clases medias urbanas, sectores acomodados de gran poder adquisitivo en países menos industrializados… “una minoría [que] quita recursos a una mayoría de la población” —en los términos de documento de Johannesburgo antes citado.

Esta capacidad de identificar nuevas relaciones de poder y de denunciarlas en términos modernos no naturalistas tiene que ver con la enorme creatividad de la cultura política surgida en los movimientos sociales por una globalización diferente. Sólo así se explica que Dobson, por ejemplo, se lamentara en 1991 de que “los verdes no han prestado atención al papel de la propaganda”, que no hubiesen dado alternativa al consumismo verde para mostrar la irresponsabilidad de ciertos patrones de conducta. La contrapropaganda (adbustering) y otras prácticas similares descritas por Naomi Klein en No Logo representan un cambio sustancial en ese campo, como el que se ha producido en el de acción política y el espacio idóneo para llevarla a cabo [42].

En definitiva, el incremento del activismo trasnacional lleva la elaboración discursiva a un nivel diferente, permite nuevas oportunidades de experiencia generacional y aprendizaje colectivo, permitiendo identificar una ideología ecologista global, que abarca también al ecologismo de los pobres.

IV. Conclusiones: los retos de la globalización

Si atendemos a la literatura especializada que más cercana se muestra al ecologismo como actor político, en sus discursos y en sus prácticas, no parece fácil justificar una deuda clara para con posiciones premodernas e irreflexivas, menos aún si nos fijamos en la configuración del ecologismo como agente político global. Es más, la evolución que sigue el ecologismo como otros movimientos sociales hacia la imbricación en redes y narrativas globales, nos muestra una tendencia sustancialmente autorreflexiva, dinámica y permeable que, precisamente por eso, ha de hacer frente a retos nuevos como participante activo en la sociedad civil global. Probablemente el ecologismo como teoría o ideología política pueda ser más adecuadamente revisado con mirada crítica poniendo la atención en los retos nuevos, si bien ver qué lugar ocupan los viejos puede arrojar luz también sobre esa evolución.

Y los retos nuevos no son despreciables. Por ejemplo, es evidente que en el seno de los actores transformadores contemporáneos no hay una sola ideología con un rol omniabarcante. Sí parece haber una identidad global emergente en la sociedad civil crítica, siendo el ecologismo una entre muchas otras ideologías que pueden suscitar adhesión en  movimientos de movimientos. Esto hace pensar que la función de las ideologías no es la que los idearios revolucionarios tuvieron en otros momentos de la modernidad.

Más inquietante para el ecologista deberían ser, en cualquier caso, los límites en que sus ideas se mueven dados los cambios recientes acontecidos en la política mundial. En su célebre viñeta, en este caso del día de la Tierra [43], Forges nos ofrecía un muro pintado con el eslogan “día del medio ambiente” en que la palabra medio había sido tachada y substituida por “miedo”. La época del terror hobbesiano en que la política institucional se aleja a marchas forzadas del paradigma alternativo de los nuevos movimientos sociales ha significado un retroceso significativo para los proyectos verdes a todos los niveles, destacando los retrocesos padecidos en los regímenes de gobernanza ambiental públicos y la pérdida de influencia en gobiernos tan importantes como el de Bélgica, Francia o Italia.

Quizás sea de este tipo la reflexión que la ideología verde enfrentará los próximos años.

Notas:

[1] A. Berry, Los próximos 10.000 años : el futuro del hombre en el universo, Madrid, Alianza, 1983.
[2] B. Lomborg, The Skeptical Environmentalist. Measuring de Real State of the World, Cambridge U.P., 2001 (Hay edición en castellano: El ecologista escéptico, Espasa, Madrid, 2003). La extensión y alcance de las tesis de Lomborg exige un tratamiento minucioso que desborda el objeto de este trabajo.
[3] M. Arias, «Retórica y verdad de la crisis ecológica», Revista de Libros, nº 65, 2002, pp.7-10; y “Nuevas formas para la vieja falacia: contra la cláusula naturalista de la política”, Sistema, 174, 2003.
[4] A. Dobson, Green Political Thought, London, Routledge, 2000 (tercera edición). Seguimos a Dobson para centrar la discusión, aunque hay otros textos de gran claridad y profundidad también recomendables, como R. Eckersley, Environmentalism and Political Theory, New York, State University of New York, 1992; o T. Hayward, Ecological Thought, Cambridge, Polity Press, 1994.
[5] Citamos de la edición en castellano: A. Dobson, Pensamiento político verde, Barcelona, Paidós, p. 22.
[6] J. Dryzek, The Politics of the Earth. Environmental Discourses, Oxford, Oxford University Press, 1997.
[7] S.O. Funtowicz y J. Ravetz, “Problemas ambientales, ciencia post-normal y comunidades de evaluadores extendidas”, en M. García et altri, Ciencia, tecnología y sociedad, Ariel, 1997.
[8] C. Mueller, “Economics, Entropy and the Long Term Future: Conceptual Foundations and the Perspective of the Economics of Survival”, Environmental Values, nº 10, 2001.
[9] G. Hardin, “The tragedy of the commons”, Science, 162, 1968. Para un comentario crítico; J. Valdivielso “La tragedia de la razón instrumental: los bienes comunes”, Taula, 33-34, 2000.
[10] U. Beck, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Barcelona, Paidós, 1998.
[11] A. Dobson, “Ecological citizenship: a Disruptive Influence?” en C. Pierson y S. Tormey (eds), Politics at the edge, London, MacMillan, 2000.
[12] Una imagen muy sugerente de esta idea en Henderson, H. et altri, “Indicators of No Real Meaning”, en P. Ekins (ed.), The Living Economy, New York, Routledge, 1986.
[13] La primera exposición de esta idea en A. Gorz, Adiós al proletariado, El Viejo Topo, 1982.
[14] A. Lipietz, “L’écologie est un post-socialism”, Le Monde des débats, nº 2, 1999, y “Political Ecology and the Future of Marxism”, Capitalism Nature Socialism, marzo, 2000.
[15] Fco. Fernández Buey y J. Riechmann, Redes que dan libertad. Introducción a los nuevos movimientos sociales, Barcelona, Paidós, 1995.
[16] A. Dobson, Pensamiento político verde, pp. 32 y 47.
[17] A. Dobson, Pensamiento político verde, pp. 82-3.
[18] Esta idea se encuentra por ejemplo en M. Wissemburg, Green Liberalism. The free and the green society, London, UCL, 1998; y L. Ferry, El nuevo orden ecológico. El árbol, el animal y el hombre, Barcelona, Tusquets, 1994.
[19] H. Jonas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Barcelona, Herder. Para una crítica, G. Hottois y M. Pinsart, M. (eds.), Hans Jonas. Nature et Responsabilité , Paris, Vrin, 1993.
[20] Un ejemplo en J. Barry, Rethinking Green Politics, London, Sage, 1999.
[21] J. Martínez Alier, “The environment as a luxury good or “too poor to be green”?”, Ecological Economics, 13, 1-10, 1995.
[22] Multitud de ejemplos en M. Paterson, Understanding Global Environmental Politics. Domination, Accumulation, Resistance, London, MacMillan, 2000.
[23] B. Doherty, Ideas and Actions in the Green Movement, London, Routledge, 2002.
[24] Seguimos la fenomenología social de P. Berger y T. Luckmann, La construcción social de la realidad, Barcelona, Herder, 1996. A una idea similar llega Doherty, Ideas and Actions in the Green Movement, p. 222.
[25] La presentación pionera de esta idea, todavía de cierto valor explicativo, en J. Habermas, J., “New Social Movements”, Telos, vol. 49, 1981.
[26] C. Rootes, “Environmental movements: From the Local to the Global”, Environmental Politics, vol. 8, 1999.
[27] La cita es de Doherty, quien utiliza, aunque no lo define, el término racionalidad ecológica en lugar del de sostenibilidad. En la obra de Dryzek este queda definido como “integridad de los sistemas naturales de soporte a la vida”, en The Politics of the Earth. Environmental Discourses, p. 101.
[28] Los acrónimos en inglés son: NOPE –Not On Planet Earth!-, NIABY –Not In Anybody’s Back Yard-, y NIMBY –Not In My Back Yard.
[29] B. Doherty, Ideas and Actions in the Green Movement, p. 211.
[30] Esta línea deriva de la teoría de la democracia deliberativa. Un puente entre la ética discursiva y la teoría social se encuentra en J. Cohen y A. Arato, Sociedad civil y teoría política. Ha sido J. Dryzek quien la ha llevado a la teoría del ecologismo; véase por ejemplo “Ecology and Discursive Democracy: Beyond Liberal Capitalism and the Administrative State”, en M. O’Connor (ed.), Is Capitalism Sustainable? Political Economy and the Politics of Ecology, New York, Guilford, 1994 (traducido en Ecología política, nª 16, 1998).
[31] Dobson, Pensamiento político verde, p. 153.
[32] Para ver esta noción C. Mueller, “Economics, Entropy and the Long Term Future”.
[33] J. Martínez Alier, Environmentalism of the poor, Cheltenham, Edward Elgar, 2002.
[34] W. Sachs (ed.), Fairness in a Fragile World, Berlin, Fundación Heinrich Böll, 2002, p. 6.
[35] Con términos como racismo ambiental, colonialismo ecológico, comunidad vulnerable, racismo institucional, desarrollo tipo Apartheid, PIBBY -place in blacks back yard!-, LULU -locally unwanted land use-, colonialismo radioactivo, Zonas sacrificadas, etc. Un glosario se encuentra en Martínez Alier, Environmentalism of the poor, pp. 258-60).
[36] Dos buenos ejemplos en C. Stephens et altri, Environmental justice. Rights and means to a healthy environment for all, ESCR, 2001, y en J. Boyce et altri, “Power distribution, the environment, and public health: A state -level analysis”, Ecological Economics, 29, 1999.
[37] Defendida por Acción campesina, en respuesta a la conocida deuda externa: “Deuda Ecológica es la deuda contraída por los países industrializados del Norte con los países del Tercer Mundo a causa del saqueo de los recursos naturales, los daños ambientales y la libre utilización de espacio ambiental para depositar desechos, tales como los gases de efecto invernadero, producidos por esos países industrializados”.Colectivo para la devolución de la deuda ecológica, en <http://www.rcade.org/comisiones/deudaecologica.htm>.
[38] Aunque ya hay algún paso dado en el Índice de Desarrollo Humano del Banco Mundial, o el ya clásico IBES de Daly y Cobb, se dan pasos mucho más sofisticados como el índice de estrés ambiental o el índice de Atkinson (S. Stymme y T. Jackson,
“Intra-generational equity and sustainable welare: a time series for analysis for the UK and Sweden”, Ecological Economics, 33, 2000)
[39] M. Wackernagel et altri, «Tracking the ecological overshoot of the human economy», Proceedings of the National Academy of Sciences, vol. 99. nº 14, 2002.
[40] “Una comunidad sostenible y resiliente se define como una sociedad que está estructuralmente organizada para minimizar los efectos de los desastres, y, al mismo tiempo, tener la habilidad de recuperarse rápidamente restaurando la vitalidad socioeconómica de la comunidad” (G. Tobin, “Sustainability and community resilience: the holy grail of hazards planning?”, Environmental Hazards, 1, 1999)
[41] U. Beck sostenía esta tesis en La sociedad del riesgo. La fórmula “impact = population + affluence + technology” se debe al matrimonio Erhlich, y se expresa generalmente como I=PAT.
[42] N. Klein, No logo, London, Harper Collins, 2001 (Hay edición castellana en Paidós,
2002)
[43] El País de 07/06/03.

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