Filosofía

Published on junio 30th, 2010 | by EcoPolítica

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Progreso, ¿qué progreso?

Por José Albelda [1]

A principios de 2010 se inauguró oficialmente el Burj Khalifa, más conocido como Burj Dubai, el edificio más alto de un mundo en el que la conquista de la escala física y la superación constante de los límites sigue siendo uno de los principales patrones de medida de poder, tanto técnico como económico. Según se comenta, el Burj Dubai, con sus 818 metros no sólo es el edificio más alto del planeta, sino el que ya no va a ser superado, o al menos esa es su vocación, ser el definitivo techo del mundo. Sobrepasando en trescientos decisivos metros a su competidor más inmediato, la torre Taipei 101 en Taiwan,  lleva camino de convertirse en el icono funerario de una economía sin visas de continuidad, un símbolo ya obsoleto de progreso en el contexto de la crisis ecológica y económica global. En el horizonte del final del petróleo barato y del crack financiero generalizado, los retos megalómanos basados en el dispendio económico y energético van perdiendo protagonismo como señalados símbolos de progreso, quizás por su obscena visibilidad, por más que la inercia siga siendo poderosa. Desde esta perspectiva, su nuevo récord de altura, como todos los grandes hitos vacíos de final de ciclo, acaba siendo un fracaso disfrazado de éxito, una hipérbole a destiempo que disuade cualquier  intento de competición.

Sin embargo, la clausura de un proyecto de desarrollo aparentemente inagotable no es algo nuevo. Recordemos el final del Concorde con su preciado sueño de aviación comercial supersónica. Durante muchos años el Concorde fue el abanderado del progreso en la industria aeronáutica, pero el coste de los vuelos –la razón económica, siempre la más poderosa- junto a la definitiva escenificación del fracaso técnico con la caída del Concorde de Air France cerca de París en agosto del año 2000, supuso  el fin, aparentemente definitivo, de un indiscutible símbolo de la superación de los límites como paradigma de progreso. Será precisamente este concepto, el límite, su aceptación o rechazo, el punto sobre el que pivotará el nuevo paradigma hacia una cultura de la sostenibilidad: el límite no debe entenderse necesariamente como un impedimento a vencer, sino también como una condición a la que adaptarse. Así, la idea de progreso de una civilización no tiene por qué basarse en trascender continuamente barreras en una infinita carrera contra las leyes de la física, sino más bien -desde la consciencia actual de una biosfera fágil y finita- afrontar el reto de perfeccionar lo más posible la adaptación a aquellos límites que resulta contraproducente traspasar.

Hemos hablado de dos ideas radicalmente distintas, progreso como superación y progreso como adaptación, con lo cual el primer paso va a ser cuestionar el significado unívoco que todavía ostenta, y recuperar para el concepto de progreso un campo semántico más amplio y versátil, acorde con la evolución de las sociedades y sus nuevos horizontes culturales. A partir de la revolución científica del siglo XVII y la industrial decimonónica, la idea de progreso se centró mucho más en el reto de desentrañar las claves del mundo físico y mejorar nuestra capacidad técnica para transformarlo, que en el desarrollo práctico de un humanismo ilustrado. Nos encontramos, pues, con una paulatina sofisticación de los procesos tecnocientíficos según las necesidades de las sociedades dominantes, buscando un crecimiento continuo de la economía, la producción y el comercio; todo ello desde un afán de linealidad que no contemplaba la noción de límite, por mucho que se supiera que el crecimiento no puede ser ilimitado en una biosfera con recursos finitos, donde reina la ley de la entropía y sólo permanecen estables los modelos ecosistémicos que tienden a lo circular. Así, el Índice de Desarrollo Humano como principal indicador de progreso frente al incremento del PIB o al crecimiento de la economía, no surge como idea capaz de enraizar con una cierta fuerza hasta el desencanto de la Modernidad, un desencanto en el que seguimos asentados. Tras el fracaso del proyecto moderno, las advertencias de Hiroshima, Chernóbil, Bhopal y en un escenario de cambio climático, la idea de progreso ya no puede considerarse un término incontestable y consensuado desde una única perspectiva semántica. Su promesa de crecimiento continuo es simplemente imposible en el marco del conocimiento científico de los límites de recuperación de los ecosistemas. A partir de aquí, la continuación con la misma retórica de progreso es un simple ejercicio de inercia irracional en el mejor de los casos, o de interesada ocultación y engaño cuyas consecuencias van a ser necesariamente negativas.

Pero el cuestionamiento del modelo de desarrollo que ha caracterizado a la Modernidad no surge únicamente de las promesas incumplidas o de señalados accidentes de sistema -que podrían tener siempre su corrección y ajuste interno-, ni siquiera del abandono de los grandes proyectos simbólicos por razones económicas y energéticas. La esencia del cambio decisivo tiene que ver con algo mucho más profundo y estructural: la necesidad de reenfocar los criterios de progreso hacia la emancipación humana y el reequilibrio de la biosfera como principales objetivos a lograr, entendiendo la economía y la técnica como medios, no como fines. Sustituir, pues, el concepto de progreso de las sociedades basado en el crecimiento de su economía, por otro modelo vinculado a la ética ecológica y a la equidad redistributiva, defendiendo la vida buena humana y de las demás especies a través de la preservación de la biosfera como nuestra casa común.

Escrito esto así, puede dar la sensación de que estamos hablando de objetivos utópicos como la paz perpétua o la bondad generalizada, deseos fáciles de enunciar pero imposibles de llevar a la práctica. Sin embargo, si bien es difícil modificar una cosmovisión tan sólida, no resulta inviable. De hecho, el planteamiento más correcto no sería tanto enunciar las numerosas dificultades del nuevo modelo, como argumentar la imposibilidad de continuar con el anterior. Puesto que la experiencia del capitalismo ha demostrado ser destructiva tanto para los ecosistemas como para los grupos humanos, incluso desde el más básico instinto de supervivencia, la única alternativa que nos queda es la consolidación de una cosmovisión que busque la sostenibilidad de las sociedades en el contexto común de la biosfera. En este nuevo marco de intenciones, los símbolos civilizatorios no tienen por qué basarse en la políticas del exceso sino más bien en las de la suficiencia. Toda una primicia en la historia de las civilizaciones, la recuperación del interés por lo humano y la escucha de las necesidades de la biosfera, objetivos que no han de verse sólo desde una perspectiva practica, sino también desde su contenido simbólico, pues el retorno a la escala humana representa la recuperación de la autoestima de una especie que debe aceptarse como limitada, frágil y fugaz. Este es uno de los principales retos de la nueva cosmovisión: abandonar los esforzados símbolos megalómanos que nos muestran como dueños de la naturaleza y del futuro, y centrarnos en crear un tejido cultural de equilibrio y sostenibilidad a través del cuidado y el respeto, desde la intuición del límite y la mejora de lo común. Un planteamiento que va ganando en credibilidad y contundencia hasta convertirse en el único modelo con expectativas de futuro. Así, desde la remota periferia de los discursos contraculturales, el argumento de un progreso basado en la ética ecológica comienza a desplazarse hacia una zona más cercana a los centros de opinión, con más volumen de voz, espoleado por la contrastada inviabilidad del crecimiento continuo de base capitalista. Pero para vencer inercias tan poderosas y bien asentadas no basta con demostrar su inevitable vocación catastrófica, se deben rebatir también los múltiples argumentos que custionan cualquier otra opción alternativa. Por ejempo, frente a la demagogia «del retorno a las cavernas» con la que se acusa al ecologismo, cabe precisar que una economía de base ecológica no supone atraso, más bien todo lo contrario, nos encontramos ante un gran reto tecnocientífico, una ambiciosa apuesta por el desarrollo de sistemas de alta eficiencia que nos permitan el máximo nivel de bienestar con el menor gasto de energía y materiales, buscando disminuir lo más posible la entropía y el impacto en el medio.

Por otra parte, la crítica al desarrollismo no tiene por qué concretarse neceariamente en una teoría antitética, en la línea de la defensa del decrecimiento, o al menos no sólo a través de ella. Sobre todo porque la raíz del problema no es en primera instancia la economía, sino la cosmovisión. El decrecimiento del consumo y de la huella ecológica de la especie humana deben ser consecuencia de un conjunto de estrategias encaminadas al logro de la vida buena y el reequilibrio de la biosfera, pero no el principal objetivo o la base de la argumentación teórica. Si para restaurar los ecosistemas y retornar a fuentes de energía renovable hay que decrecer en algunos aspectos de nuestra economía, habrá que hacerlo, a la vez que creceremos en otros sistemas de producción e intercambio que resulten más sostenibles. Pero no debemos confundir un valor instrumental con un objetivo finalístico, y más dado su evidente enunciado antitético. No creo que el camino más practicable sea una inversión de la inercia, sino la progresiva puesta en práctica de una compleja red de estrategias y cambios que deben apoyarse en un paradigma radicalmente distinto –y no necesariamente opuesto- al que ha liderado la aventura humana en los últimos siglos de la historia moderna. Siguiendo la argumentación de J. Riechmann en su Trilogía de la autocontención, estamos hablando de un cambio necesariamente revolucionario, y no de una progresión histórica entendida como una simple adaptación a las nuevas coyunturas pero manteniendo la misma matriz. Dicho esto, hay que insistir en que la dificultad de un cambio tan radical -revolucionario- en nuestra cosmovisión dominante no debe convertirse per se en un factor disuasorio. La historia de la humanidad se ha visto jalonada por numerosas revoluciones, entendidas como cambios bruscos en periodos de tiempo relativamente breves, que han modificado decisivamente el curso de las civilizaciones. Es más, cabe precisar que el concepto de revolución no es algo excepcional, sino uno de los modelos posibles de cambio en las sociedades humanas.

La sostenibilidad será una de las premisas básicas para la redefinición de la idea de progreso, pues no podemos considerar como positivo un sistema que resulte más insostenible que aquel al que sustituye o complementa. Por tanto, debe pasar a ser una condición sine qua non de cualquier implementación tecnoindustrial, pero también de muchos otros aspectos que configuran una cultura como el diseño de modelos urbanos, de transporte, de economía y de comercio. Sin embargo, desde el punto de vista de la ética ecológica -la ampliación de la ética humanitaria al conjunto de la biosfera-, la sostenibilidad física de los procesos culturales no se basta por sí misma, deberá complementarse con un conjunto de variables igualmente importantes y necesarias para fortalecer la estructura social y la calidad de vida individual. Así, no puede haber verdadero equilibrio ambiental sin equidad, ni puede haber vida buena en un medio físico deteriorado. Es por ello que debemos potenciar la matriz común de la biosfera como primer objeto de preservación, cuidando del medio y de todos los que lo habitan desde el comedimiento y el respeto. Proteger la vida, redistribuir la riqueza sustentable, evitar el dolor, preservar la belleza.

Así pues, las dos principales claves para la reorientación del concepto de progreso serían:

1.  Atender a la sostenibilidad de los procesos culturales como condición sine qua non para ser considerados como ejemplo de progreso positivo, ético y defendible.
2.  Atender al cuidado de la biosfera y su equilibrio ecosistémico no sólo desde un plano instrumental, sino como objetivo de respeto en el contexto de una ética ecológica de amplio espectro.

Si vinculamos el progreso moral, basado en una ética ampliada que acoja al conjunto de la biosfera, con el principio de sostenibilidad, habremos sintetizado un nuevo proyecto ilustrado para el s. XXI perfectamente creíble y con pleno sentido de la oportunidad, si bien muy difícil de llevar a cabo, como la gran mayoría de los proyectos emancipatorios de la humanidad en los siglos que llevamos de historia. Sobre estos presupuestos, podemos también reenfocar la aventura tecnocientífica contemporánea no como un telos de sofisticación y desarrollo imparable y autodirigido, sino como un medio instrumental para alcanzar los citados objetivos de vida buena y sostenibilidad en la biosfera. Pero a pesar de la solidez teórica de esta argumentación, la crítica a una tecnociencia finalista y a una economía desarrollista que caracterizan al capitalismo contemporáneo es todavía escasa, no por falta de razones, sino por una cuestión de inercia y de defensa a ultranza de intereses muy consolidados. Diríamos que el modelo actual no por inviable deja de ser obscenamente omnipresente, ocupando casi la totalidad del espacio en el imaginario colectivo.

Este sería, pues, el marco del conflicto, para no caer en el tentador engaño de que una buena fundamentación decanta, por sí misma, la puesta en práctica de un modelo más defendible. Pero si bien el razonamiento no es determinante, sí es una importante condición previa. Así, la redefinición del concepto de progreso a la luz de la experiencia de la Modernidad y de la crisis ecológica global sienta las bases para la reestructuración de la cosmovisión contemporánea, la revolucionaria modificación del sentido de la aventura humana, de sus objetivos y de sus símbolos. A partir de aquí toca construir toda una red de modelos que demandarán sus propios medios y sistemas, comenzando por la necesaria conquista de un espacio cultural donde comenzar a escenificar el nuevo paradigma. Este espacio, para tener una cierta entidad, debe ser fruto de la sinergia entre el pensamiento político y el económico, entre la filosofía y la sociología, así como de sus respectivas aplicaciones prácticas: el ecosocialismo y la economía ecológica, asentando las bases de una ética para la biosfera que nos ayude a progresar en la laboriosa y fascinante tarea de rediseñar una civilización que mire hacia la sostenibilidad.

Notas

[1] Profesor de la Universidad del País Vasco y antiguo integrante de la Junta Directiva de Greenpeace España.

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