Cultura Ecológica

Published on noviembre 20th, 2013 | by EcoPolítica

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Reflexiones sobre el consumo. Crítica a la destrucción creativa

Por Rafael del Peral Pedrero [1]

I

Creo que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que todos, sin pensar demasiado, podemos traer a la mente algo que tengamos o hayamos tenido y no necesitemos. Puede ser algo que hayamos comprado y a las pocas horas pensemos ¿para qué demonios compraría esto? o algo que nos haya regalado algún pariente que no nos conozca demasiado. Esto esconde una idea que permanece en nuestro entorno y de puro obvio olvidamos que esconde una realidad peligrosa para nuestra propia existencia, una realidad social ineludible: actualmente vivimos en un mundo en el que consumimos de manera masiva, y ha llegado el momento de plantearse ciertas preguntas, como ¿por qué consumimos?, ¿quién se beneficia con mi consumo?, ¿a quién perjudica? a las cuales trataremos de responder en este artículo.

Las personas suelen tender a pensar que no tienen poder alguno en la esfera pública. Sin embargo, y más allá de las capacidades que nos otorga el poder político para participar en la “fiesta de la democracia” de manera puntual (y todavía habrá que dar las gracias), cada día compramos, consumimos, y movemos una cantidad de capital que, si bien quizá individualmente puede parecer nimia y, por tanto, exenta de grandes consecuencias, deberíamos tener en cuenta que todos realizamos un consumo individual que sumado al del resto hacen unas cantidades enormes de dinero, y que con nuestras acciones fomentamos unos ciclos que refuerzan el funcionamiento del sistema. A día de hoy, el consumo es el principal motor del capitalismo. En palabras de Banksy: “We can’t do anything to change the world until capitalism crumbles. In the meantime we should all go shopping to console ourselves”. (No podemos hacer nada para cambiar el mundo hasta que el capitalismo se venga abajo. Mientras tanto podríamos todos ir a comprar para consolarnos).

Podríamos decir que históricamente el capitalismo ha venido ligado al surgimiento del liberalismo. Como todo movimiento, se ha de situar en un contexto, y por tanto se ha de entender dentro de su marco de referencia, con sus elementos positivos, como el triunfo frente al absolutismo o la innovación tecnológica y sus negativos. Así, cuando el capitalismo trajo un éxodo rural tan masivo que, ligado al aumento de la esperanza de vida de las personas trajo el nacimiento del proletariado como mano de obra precaria surgieron las primeras críticas a dicho sistema de la mano del socialismo, el anarquismo y más tarde, el comunismo.

Marx nos trajo unas reflexiones altamente valiosas, especialmente acerca del funcionamiento del sistema de dominación de las élites (la supraestructura) a través del capital y las relaciones sociales de producción, es decir, la ley y las costumbres sociales que mantienen al trabajador sometido. En El Capital, se desarrolla la idea de que el capitalismo, al alcanzar los límites impuestos por la maquinaria (infraestructura) debe inutilizar parte de las fuerzas de producción, por ejemplo a través de una guerra, o modernizarse para dar lugar a un nuevo paradigma.

De esta manera, nos encontramos con que uno de los recursos necesarios para la supervivencia del capitalismo como modo de producción necesita de la actualización tecnológica. Esta idea es desarrollada por Joseph Schumpeter en Capitalismo, socialismo y democracia (1942). En él, Schumpeter alaba las cualidades del “emprendedor innovador”, aquel que abre nuevos mercados, que sueña con crear un imperio económico, aquel que, en definitiva, innova. Para él, la innovación es la “destrucción creativa” de los modelos antiguos para dar lugar a nuevos modelos de negocio.

Así, según Schumpeter se consideran cinco casos en los que se produce innovación, base del crecimiento sostenido: por la apertura de nuevos mercados, con la conquista de una nueva fuente de materias primas, a través de la creación de un nuevo monopolio o la destrucción de uno existente, mediante la introducción de un nuevo bien, o con la introducción de un nuevo método de producción o comercialización de bienes existentes. Estudiemos estos casos y tratemos de hacernos una idea general aplicándolos a la  realidad actual.

Dado que el capitalismo es un modelo que requiere de la continua expansión para su correcto funcionamiento (no olvidemos la máxima, “el dinero debe trabajar”), la apertura de nuevos mercados ha sido siempre uno de sus principios primordiales. Así, hoy en día, los empresarios establecen una alianza con el Estado mediante la cual se adopta un discurso neoliberal, apoyado por los grandes mecanismos internacionales, como el FMI, según el cual los países debían evitar toda interferencia en el libre mercado para así conseguir una economía autorregulada por la “mano invisible” de la economía, de la que tanto oiremos hablar a los alabadores de este sistema, mientras que en sus respectivas empresas establecen un fuerte proteccionismo y restricciones contra el comercio extranjero [2].

Curiosamente, tienden a olvidar que el considerado padre del liberalismo escocés Adam Smith tenía una concepción algo diferente de la aplicación que se ha hecho de sus ideas, de las cuales se han tendido a olvidar determinados planteamientos a favor de otros. Así, si bien tenemos aún hoy que escuchar aquellos planteamientos decimonónicos de que las tierras cultivadas son aquellas que trabajan y que toda tierra sin usar es improductiva y, por tanto, es de justicia que se le dé un uso, a pesar de que sabemos a ciencia cierta que los recursos del planeta son limitados. Estos planteamientos, que tan útiles fueron para la justificación ilustrada del colonialismo hoy en día no tienen sentido alguno; así, mientras se tiende a olvidar casualmente de aquella crítica del propio Adam Smith a «los inhumanos efectos que la división del trabajo conlleva» ya que convierte a los trabajadores en «tan estúpidos e ignorantes como sea posible para la criatura humana» y que era algo que debía impedirse «en toda sociedad mejorada y civilizada», creando una normativa estatal que debía estar «a favor de los trabajadores de manera justa y equitativa, y no a favor de los señores» [3].

Así, la lógica del capitalismo inicialmente estaba ligada a la ética protestante según la cual la continua revisión de la moralidad de nuestros actos permitió la moderación de la brutalidad de la dominación del trabajo y el capital. Perdida la moral, perdida toda capacidad de humanizar el capitalismo. Así, con el fin de abrir nuevos mercados se llega al extremo de fabricar guerras, como la de Irak, en la que encontramos que los intereses de los ministros de Bush y las grandes empresas iban de la mano, tanto durante el desarrollo de la invasión, en la cual compañías mercenarias y armamentísticas como Blackwater consiguieron aumentar sus beneficios en cifras tan asombrosas como un 600%, mientras gente como Dick Cheney (ministro de defensa en la 1ª Guerra de Irak y vicepresidente de EEUU durante la 2ª) se beneficiaba personalmente de ello, así como con la deficiente reconstrucción y reorganización del país, que tantos odios y descontento suscitó a la población civil [4].

De esta forma ligamos con la conquista de nuevas fuentes de materias primas. Creo que tan solo cabe nombrar la mayoría de las guerras libradas en África durante la década de los 90, o citar los diamantes de sangre de Sierra Leona, las guerras del coltán, que alimenta nuestros móviles para entender la falta de un verdadero beneficio para la sociedad de las ideas que el capitalismo impone. Por esta clase de asuntos debemos tener presente qué y cómo consumimos, pues en ocasiones los intereses egoístas de unos pocos frente a los de la mayoría social no se observan tan claramente como en el caso del estallido de una guerra para la explotación de recursos, sino que nos encontramos con casos como el de Uzbekistán, en el que el 45% de sus exportaciones son de algodón y los niños matriculados en la escuela son obligados por el Estado, controlado por la familia  Karimov a trabajar en las plantaciones [5], o a la destrucción de los ecosistemas sin ningún reparo con tal de obtener unos exiguos beneficios, bien sea la extracción de petróleo en zonas de alto riesgo de vertido, como hemos vivido recientemente en el Golfo de México, como la extracción de gas por fractura hidráulica (fracking) o el proyecto de megaminería aprobado por el gobierno gallego para extraer oro, que destruirá grandes parajes naturales y contaminará los ríos locales.

II

La voluntad por la protección del medio no parece estar presente cuando se confronta con los beneficios económicos. Así, por ejemplo, Rafael Correa renunció a la protección del parque de Yasuní como zona intangible frente a los intereses de las petroleras, dada la falta de iniciativa por parte de la comunidad internacional de compensar a Ecuador por no explotar el parque. Quizá habría que preguntarse más detenidamente qué merece la pena proteger, aún a pesar de la obtención de beneficios económicos e incluso replantearse qué es comercializable y qué no lo es. Vivir en un mundo en el que el mercado domina la economía, que a su vez domina a los mercados, y este a la sociedad, perjudicando seriamente el medio en el que se desarrolla todos estos procesos no parece la solución más inteligente.

Una vez se consolidó el neoliberalismo de Reagan y Thatcher en la década de los ‘80, y perdido el temor a la expansión del comunismo tras la caída de la URSS en 1991, se buscó continuar con la “liberalización” de la economía echando mano de la anteriormente conocida como “economía cenicienta”, aquellos sectores de cuya protección se encargó el Estado tanto por ser una serie de necesidades básicas como por requerir una gran cantidad de inversión en infraestructuras (las eléctricas o el ferrocarril) o una cobertura y unos medios tan amplios que no aportaban beneficio alguno, (la sanidad o la educación). Así, de la noche a la mañana, se produce en Europa lo impensable dos décadas antes: de nuevo en beneficio de las empresas y el sector privado, se realizan recortes públicos al Estado del Bienestar perjudicando la gestión y eficiencia de dicho sector, para así conseguir privatizar determinados secciones o cediendo por completo el monopolio (u oligopolio) del servicio a las empresas. Negocio redondo: la empresa “reduce costes”, despidiendo personal y empeorando aún más la calidad del servicio mientras que el Estado se ve obligado a subvencionar el mercado creado artificialmente, dado que no aporta ingresos suficientes para su mantenimiento y rentabilidad y porque es un sector imprescindible para el bienestar de la población. Un chantaje en toda regla en la que podríamos resumir esa “creación de nuevos monopolios”. Viva la destrucción creativa.

III

Así pues, nos quedaría por tratar la introducción de un nuevo bien o de nuevos métodos de producción o comercialización de bienes existentes. Dado que los anteriores métodos de destrucción creativa tienen unos límites más cuestionables de transgredir y requieren de un esfuerzo mayor, cabe pensar que la innovación tecnológica sería el único método para continuar con el crecimiento, pero aquí se plantea un problema. Además de la limitación que impone un crecimiento progresivamente más acelerado, lo que impide la introducción de nuevas tecnologías antes de quedar desactualizadas, hemos llegado a un punto en que los verdaderos avances tecnológicos existentes o son demasiado caros para su producción masiva -más en un tiempo de grave crisis en el que el consumo se ha reducido drásticamente- o su aplicación provocaría una pérdida de poder económico o requeriría de unos cambios sociales tan drásticos que harían variar en cualquier caso las relaciones de poder.

Algunos ejemplos que se me vienen a la mente podrían ser la producción descentralizada de energías a través de las tecnologías renovables, cuyo coste de instalación y producción (y por tanto, de compra) se ha visto drásticamente disminuido en los últimos años. Esto implicaría la reducción, en el caso español de los beneficios del poderoso lobby de las eléctricas, dado que pasaríamos de convertirnos en consumidores a productores autónomos también, horizontalizando el intercambio de energías y por tanto, en cierto modo, redistribuyendo los recursos energéticos. Nada más impensable para un empresario, que hará todo lo posible para que se legisle en contra de esta posibilidad, desincentivando el autoconsumo, cuyos resultados podemos observar con la reforma del sector realizada por el ministro Soria recientemente [6]. Otra opción que se me ocurre sería la automatización de la producción, lo que conllevaría una disminución del trabajo disponible y el consiguiente aumento del desempleo hasta niveles tan inaceptables que requerirían de la creación de medidas extraordinarias para asegurar el sustento mínimo de la población, requiriendo por ejemplo, la introducción de alguna especie de renta básica y por tanto, cambiando las relaciones de poder en lo referente al campo de lo laboral [7], o la introducción de las impresoras 3D, que combinadas con el copyleft pondrían a disposición de la ciudadanía de sus propias herramientas de producción [8].

Así pues, desincentivada la innovación tecnológica, tan solo nos queda que la mejora de la productividad, que como ya dijimos anteriormente, debía ser creciente para mantener el ritmo al que somete el capitalismo al planeta. Esto, dado que no se puede hacer mediante nuevos medios de producción, requeriría de la reducción de costes para poder ser competitivos a un nivel global, efecto de la deslocalización masiva de las fábricas en países del sureste asiático, otro resultado colateral de la búsqueda de la maximización del beneficio a través del establecimiento de sistemas infrahumanos de cadenas de montaje, cuya realidad expone realmente bien Naomi Klein en No Logo. De este modo, las empresas que permanecen en Occidente se ven obligadas a “chinificarse”, como habitualmente se ha dicho, por “exigencia del mercado” para ser competitivos, y así se fuerza a los países a cambiar la legislación en contra de los trabajadores.

IV

Dado que estas medidas se tornan con el tiempo insuficientes, dado que se continúa manteniendo esa ingente necesidad sistémica de crecer más y más rápido, las empresas se ven obligadas a introducir otra variable, de la que comenzamos hablando: el consumo. Bien puede ser a través de cambios en la forma de producir, como la introducción de la obsolescencia programada o a través de cambios en la sociedad, como el cambio de lo que se considera “de moda” cada temporada o peor aún, a través de la facilitación del crédito y la venta de productos financieros especulativos que tanto daño han hecho a la economía real, la pauta es clara: comprar, tirar, comprar [9].

Así, con el auge del conductismo y la etología de la mano de Watson y Skinner se comienzan a usar las claves de la manipulación social en el fomento del consumo: se bombardea constantemente a la población con anuncios y publicidad en todas partes, cuyos principios enuncia realmente bien Edward Bernays en Propaganda. El éxito social, el glamour, la sensualidad son algunas de las motivaciones por las que se influye sobre las personas, por las que se las induce a transformarse en meros objetos carentes de cualquier posibilidad de alcanzar la felicidad alejado de un hiperconsumo masivo en el que, como describió Lipovetsky [10] se tiende a crear individuos aislados de su entorno, que requieren de constantes estímulos en diversos campos, en los que la personalización en el consumo ha alcanzado cotas más allá de lo material y genera individuos apáticos, interesados en pequeños aspectos de determinadas ideas, pero jamás en una totalidad, desincentivando la participación en movimientos o asociaciones, en el que el alejamiento de la esfera pública es la norma y en el que lo único importante es la esfera personal y que dicha autonomía no se vea perturbada y en el que «Dado que se prolongan las esperas democráticas de justicia y bienestar, prosperan el desasosiego y el desengaño, la decepción y la angustia.».

No me malinterpretéis, esto no es una crítica al individualismo, es una crítica al individualismo inducido, a aquello que nos mueve a desconfiar del prójimo, al egoísmo, a despreocuparnos de los asuntos de la política y del mundo en que vivimos, cuando aún queda tanto por hacer no podemos permitirnos caer en la apatía o refugiarnos en el consumo, pues tan solo refuerzan los ciclos que nos han traído hasta aquí. Vivimos en la era del posmaterialismo, en el que el cambio cultural dado en las sociedades posindustriales trajo consigo la adición de los valores posmodernos, que han traído otras muchas cosas positivas, como la necesidad de la autorrealización, la libertad de expresión, el respeto al ajeno, la creatividad, etc. a los valores del modernismo, base de la pirámide de Maslow (supervivencia fisiológica y seguridad), así como un desprecio absoluto a la dominación de unos sobre otros en forma alguna, cosa que tan solo me merece respeto.

Así pues, debemos estar allí donde más podemos hacer para atacar a este sistema que esclaviza, provoca guerras, destruye el planeta y vuelve a los ricos cada día más ricos y a los pobres cada día más pobres. Nuestro deber no es sino comenzar por nuestra propia concienciación. Decía Gandhi que había que procurar «ser el cambio que quieras ver reflejado en el mundo», así, más allá de nuestro activismo, de nuestra implicación política, tenemos que tener claro algo: nuestro consumo es a día de hoy el pilar central de este sistema, con él legitimamos la explotación, la contaminación y el dominio sobre la política ejercida por el corporativismo empresarial y las multinacionales.

Hemos de cuidar qué, cuánto y cómo consumimos. Evidentemente, no todo radica en una austeridad personal, en ser un asceta, a nadie se le va a imponer unos límites más allá de su propia voluntad, no todos tendremos las mismas necesidades, pero antes de consumir, piensa, ¿no será mejor comprar en pequeños comercios locales a comprar en la cadena de hipermercados? ¿No será mejor tratar de boicotear a las empresas que comercien con la vida humana, que utilicen productos químicos dañinos para el medio o experimenten con animales?

V

Podemos encontrar ayuda, existen, allá donde vayamos gente predispuesta a actuar de manera consciente cuando consume. ATTAC o FACUA son ejemplos de asociaciones anticapitalistas o de defensa del consumidor respectivamente, cualquier movimiento ecologista que se precie de serlo sabe que la destrucción del planeta está inevitablemente ligada al funcionamiento del sistema de mercado. Una economía del bien común, la redistribución de la riqueza a nivel global, la necesidad de  las sociedades posindustriales de detener el ritmo impuesto de “crecimiento sostenido” y la inversión en infraestructuras de transporte público, el desarrollo de una nueva macroeconomía, el replanteamiento de las concepciones del trabajo… estas son algunas de las propuestas que han de tomar fuerza en nuestras bocas y consistencia en nuestras mentes [11].

Economistas de la talla de Tim Jackson afirman que  más allá de la obtención de una renta anual de 15.000$ el aumento de la felicidad a través del consumo se atenúa hasta niveles absurdos [12]. Hoy en día es curioso ver como la manera de medir la riqueza de una persona no es tanto de qué capital posee sino de cuánto tiempo libre puede disponer. Evidentemente, estos dos factores guardan una relación directa en la actualidad, lo que nos lleva a preguntarnos si el modelo de felicidad prediseñado realmente nos está llevando a la felicidad cuando nos obliga a trabajar más horas por menos dinero en un empleo que no nos satisface, tras unos estudios estandarizados para convertirnos en agentes productivos de un sistema que rechazamos. Reduzcamos la jornada laboral, busquemos cada cual nuestra propia felicidad. Esos son principios ecologistas.

Solo cabe preguntarse hasta cuándo estamos dispuestos a aguantar, si continuaremos resistiendo esta presión incontrolada sobre nuestras vidas o si estamos dispuestos a tomar las riendas del cambio.

Notas

[0] La imagen que ilustra el presente artículo es Sorry! The lifestyle you ordered is currently out of stock del artista Banksy. Su utilización no tiene ningún propósito comercial.
[1] El autor es estudiante de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid y co-coordinador del Área de Política y Sociedad de EcoPolítica.
[2] CHOMSKY, Noam. El miedo a la democracia. Biblioteca de Bolsillo, 2001.
[3] CHOMSKY, Noam. El beneficio es lo que cuenta, neoliberalismo y orden global. Biblioteca de Bolsillo, 2001.
[4] KLEIN, Naomi. La Doctrina del Shock: El Auge del Capitalismo del Desastre. Paidós.
[5] ACEMOGLU, Daron y ROBINSON, James. Por qué fracasan los países. Deusto ediciones, 2012.
[6] Desobediencia solar
[7] The New Economics Foundation y EcoPolítica. 21 horas. Una semana laboral más corta para prosperar en el siglo XXI. Barcelona: Icaria, 2012.
[8] RIFKIN, Jeremy. La Tercera Revolución Industrial. Paidós Ibérica, 2011.
[9] La Historia de las Cosas
[10] LIPOVETSKY, Gilles. La era del vacío: ensayos sobre el individualismocontemporáneo. Anagrama, 2003.
[11] MARCELLESI, Florent, BARRAGUÉ, Borja y GADREY, Jean et al. Adiós al crecimiento. Vivir bien en un mundo solidario y sostenible. España: El Viejo Topo, 2013.
[12] JACKSON, Tim. Prosperidad sin crecimiento: economía para un planeta finito. Icaria Editorial, 2011.

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