Published on marzo 4th, 2012 | by EcoPolítica
0Historia del movimiento de la «Décroissance»
Por Joan Martínez Alier [1]
Reseña del libro de Timothée Duverger: La Décroissance, une idée pour demain (Paris: Sang de la Terre, 2011)
En Francia, en vez del manido “desarrollo sostenible” se ha impuesto en la opinión pública, a pesar de todos los obstáculos, el debate sobre el “decrecimiento económico socialmente sostenible” (una expresión de Vincent Cheynet). Las revistas del movimiento, Silence, La Décroissance, se distribuyen en decenas de miles de ejemplares. Hasta el presidente de Francia no puede menos que hablar a veces del “decrecimiento” aunque sea para caricaturizar sus propuestas. Periodistas muy conocidos como Hervé Kempf y Nicolas Hulot discuten seriamente el decrecimiento en Le Monde y en la televisión.
Este libro hacía falta para entender cómo se ha desplegado el movimiento por el Decrecimiento en Francia desde el 2002. Su joven autor es militante del Partido Socialista y está acabando el doctorado en Historia en la Universidad de Burdeos. Clasifica y explica las distintas corrientes del Decrecimiento, apoya sus argumentos en evidencia escrita y en entrevistas, da una abundante bibliografía en un libro que se lee fácilmente y que narra la historia del movimiento con sus meandros, embrollos y malhumores (sin disimular los adjetivos que unos ecologistas lanzan contra otros, como “ecotartufos”). Al final consigue una síntesis muy comprensible.
Cualquier elogio del crecimiento cero o, peor aun, del decrecimiento, recibe inmediatamente insultos de los políticos. Duverger recuerda que ya en 1972 el presidente de la Comisión Europea, el sindicalista agrario social-demócrata holandés, Sicco Mansholt, se mostró favorable al “crecimiento bajo de cero”, habiendo leído el Informe de los Meadows al Club de Roma. André Gorz en 1972 (en debate con Sicco Mansholt en un coloquio de Le Nouvel Observateur) usó positivamente por primera vez la palabra décroissance pero el Partido Comunista francés, por boca de Georges Marchais, como también desde la derecha el ministro de economía Giscard d’Estaing y el comisario europeo y economista Raymond Barre, coincidieron en la condena de tales ideas. Giscard d’Estaing aseguró que el no era un objecteur de croissance, jugando con las palabras objecteur de conscience de los contrarios al servicio militar obligatorio. El chiste resultó fallido porque algunas corrientes del movimiento francés se auto-bautizaron orgullosamente hasta hoy como Objetores al Crecimiento.
Todo ese movimiento francés ha estado influido por el título de una selección de artículos de Georgescu-Roegen publicada como libro en 1979 como Demain la décroissance. Pero, además de la bioeconomía de Georgescu-Roegen o economía ecológica, el movimiento tiene otro origen: la crítica culturalista al “economicismo”, que proviene de antropólogos económicos (Marcel Mauss, Karl Polanyi, Marshall Sahlins) a través de Serge Latouche, crítico del concepto de “desarrollo”. Precisamente, el despegue del Decrecimiento se dio en 2002 en un congreso en Paris auspiciado por la UNESCO con el título Défaire le développement, refaire le monde. Ese congreso enlazó con pensadores de treinta años atrás, críticos de la tecnología y del desarrollo uniformizador y destructor de la naturaleza como François Partant y los gascones Jacques Ellul y Bernard Charbonneau en Francia, el austríaco Ivan Illich. El libro dedica dos o tres acertadas páginas a cada uno de ellos y también a Cornelius Castoriadis.
Otro origen cercano del movimiento son los Casseurs du Pub (que se oponen a la publicidad pro-consumista, similares a los AdBusters de Norteamérica) con Vincent Cheynet. Para una rama espiritualista, la personalidad de Pierre Rahbi y su campaña presidencial (fomentada por Vincent Cheynet), son importantes. Las diversas ramas del Decrecimiento conservan recuerdos electorales más antiguos, de la primera candidatura presidencial verde en Francia en 1974 con el agrónomo René Dumont.
Duverger construye su libro analizando los dos sentidos que tiene la palabra Decrecimiento, como “palabra bomba” y como “palabra edificio-en-construcción”. Esta distinción es de Paul Ariès. Al emplear esa “palabra bomba” destructora de la obsesion por el PIB, rompiendo el consenso de economistas, políticos, medios de información y hombres de negocios en favor del crecimiento económico, el movimiento se sitúa más allá de la posibilidad de ser domesticado y recuperado. Algunas corrientes de los Verdes (aunque no el ex ministro y diputado por París, Yves Cochet, intrépido decrecentista en la Asamblea Nacional) tratan de suavizar la cuestión al introducir el “decrecimiento selectivo”. Pero, en general, el Decrecimiento continua siendo un concepto radical, que inspira a activistas y que permanece en los márgenes de la política institucionalizada.
Precisamente, como mot-chantier, como edificio en construcción, el Decrecimiento inspira los movimientos de la simplicidad voluntaria (con orígenes en tradiciones gandhianas milenarias como en la idea de aparigraha, el no-atesoramiento, la no-posesión). El Decrecimiento inspira también experiencias territoriales exitosas como Città Slow en Italia o las transition towns in el Reino Unido y sus paralelos en Francia. Inspira la relocalización de las actividades económicas en las zonas rurales (con antecedentes en la década de 1970: Sauvons le Larzac contra el ejército francés) y finalmente inspira también movimientos político-electorales. En este tema de la política electoral aparecen personajes diversos de la izquierda francesa (desde socialistas a post-comunistas y diversos trotskistas) en su relaciones con los Verdes y los Decrecentistas. El autor consigue dar orden y cierta lógica a ese rico panorama de desencuentros, peleas y reconciliaciones.
Llama la atención la ausencia en el libro de Duverger de antecedentes como Kenneth Boulding y Herman Daly (cuya economía del steady-state de 1972 es ahora decrecentista), y el primer libro de René Passet, de 1979, L’économique et le vivant, un texto pionero de economía ecológica. Llama también la atención que la extinción de la biodiversidad, el aumento del efecto invernadero, el pico del petróleo, la crítica a la energía nuclear, la paradoja de Jevons o efecto rebote, el descenso del EROI, el aumento de la huella ecológica, la ausencia de desmaterialización de la economía, aparezcan ciertamente en el libro como argumentos poderosos en favor del Decrecimiento pero sin trazar en detalle su origen. Más bien se dice cuando llegaron esas ideas a Francia de segunda mano.
Sin embargo, en los últimos años el movimiento francés por el Decrecimiento tiene voluntad de difusión internacional, por el éxito de libros de Serge Latouche traducidos a muchos idiomas y a través de congresos de académicos y activistas en Paris en el 2008 y en Barcelona en el 2010 que dieron lugar a diversas publicaciones en inglés. Impulsor de esos congresos fue el joven ingeniero ambiental François Schneider, conocido por haber organizado en 2004-05 una lenta vuelta a Francia con un asno que acabó en Magny-Cours protestando contra las carreras de automóviles de la Fórmula 1. (Los próximos congresos internacionales sobre Decrecimiento tendrán lugar en mayo de 2012 en Montreal y en septiembre 2012 en Venecia).
Es interesante encontrar vinculaciones entre el Decrecentismo y corrientes de la revista Esprit. También lo es conocer los intentos de la derecha conservadora, ruralista, de Alain de Benoist, de presentarse como decrecentista. Hay seguramente más materia que explorar ahí, en la historia francesa. Hay corrientes europeas de extrema derecha (como la que Anna Bramwell representa en sus obras sobre el llamado ecologismo nazi) que elogian la vida rural, los bosques, el neo-paganismo, el anti-urbanismo. Pero aunque los nazis hablaran de Blut und Boden su práctica fue realmente de Blut und Autobahnen, industrialista y expoliadora de otros territorios.
Duverger trata también brevemente el tema demográfico. Aparece de nuevo Yves Cochet escandalizando a los bien pensantes al proclamar la “huelga del tercer infante” en oposición a la persistente propaganda natalista de demógrafos de izquierda como fue Alfred Sauvy. Pero Duverger no traza la línea existente entre Françoise d’Eaubonne en 1973, feminista radical, heredera de una larga tradición neomalthusiana reconstruida por Francis Ronsin (La grève des ventres, 1980), y el movimiento decrecentista que, por no indisponerse con los marxistas, se siente todavía incómodo ante la posible acusación de “malthusianista”.
Pese a estas observaciones menores, el balance final que uno puede hacer del libro de Duverger es realmente muy positivo. Está bien documentado y bien argumentado, descubre los hilos de un complicado tapiz de conexiones ocultas pasadas y actuales, y pone en relieve el éxito que el influyente movimiento por el Decrecimiento ha conseguido en sus varios niveles de actuación en Francia, tanto al desacreditar el crecimiento económico como al proponer alternativas.
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Notas
[1] El autor es uno de los padres fundadores de la economía ecológica en España, fundador de la revista Ecología Política y miembro del Comité Científico de EcoPolítica.