Published on enero 3rd, 2018 | by EcoPolítica
0La lucha por el sentido democrático de la sostenibilidad: un análisis desde Castoriadis
Por Alberto Rosado del Nogal [1]
I. La política como lucha por el sentido
Si la política pudiera definirse como una lucha por el sentido, la sostenibilidad debe entrar en esa pugna como un actor más, dispuesto a dar la batalla por instaurar el suyo, entendiendo que sus valores no son universales o abocados a la universalización, sino que su implementación dependerá de la lucha discursiva -en sentido amplio- que se dé en el terreno político existente.
La primera pregunta sería la siguiente: ¿por qué lucha “por el sentido”? Si el ser humano aterriza en el mundo sin un orden preconfigurado de él, será el propio mundo –con sus actores– el que se lo proporcione. Que prevalezca una interpretación u otra (un sentido u otro) dependerá de las luchas previas que hayan encarnado diferentes poderes en diferentes dimensiones y que, de hecho, siguen en continúa lucha. El sentido sería un prisma gnoseológico que permite comprender la realidad de una determinada manera, aportándole juicios y valores ya establecidos. No obstante,
Esto no equivale a anular la distinción entre objeto de discurso y “hechos” externos a la voluntad –otra crítica habitual de la interpretación reduccionista de discurso–. Que todo objeto se constituya como objeto de discurso no tiene nada que ver con que haya un mundo exterior al pensamiento. No se niega la existencia de fenómenos externos a la voluntad, sino que se puedan constituir plenamente como tales en términos de significado fuera de una atribución de sentido. Para decirlo con Nietzsche: no hay hechos, sino interpretaciones [2].
Por ejemplo, el sentido de una huelga, más allá de las consecuencias legislativas que pudiera generar, se da en ese sentimiento común y fraterno del proletariado contra quienes –en su sentido, en su orden– degrada las condiciones dignas de su trabajo. No existe el hecho aislado, bien delimitado y con fines concretos de la huelga en sí misma. Existe el proceso de huelga que conlleva y genera emociones y “sentidos” que entran en lucha discursiva con sus oponentes. En palabras de Sorel:
Las huelgas han engendrado en el proletariado los más nobles sentimientos, los más hondos y los que más mueven; la huelga general los agrupa a todos en un conjunto y, al relacionarlos, a cada uno de ellos le confiere su máxima intensidad; al apelar a punzantes recuerdos de conflictos particulares, anima con intensa vida todos los detalles del conjunto presentado a la conciencia [3].
Así pues, el sentido siempre es otorgado y está en juego entre los diferentes “otorgadores”. Que un sentido se sobreponga a otro determinará las reglas bajo las cuales una comunidad convivirá. Atender al sentido en vez de a la forma será clave para entender cómo se disputa el poder y, sobre todo, qué relación tiene con la democracia.
II. ¿Tiene «sentido» verderizar la democracia?
La pregunta que subyace este texto, atendiendo al significado de “sentido” que se introduce –expuesto y descrito en las tesis de Bourdieu, Ranciere, Laclau o Mouffe– es si la democracia se puede verderizar, esto es, hacerla compatible con las tesis ecologistas [4]. Tal pregunta deriva de las propias raíces del pensamiento político verde, que planteaba sus postulados por encima del procedimiento político establecido –la democracia–, en vez de ser nacientes de ella. Si el ecologismo es la corriente política cuyos fines persiguen y deben alcanzar la sostenibilidad ambiental, tal objeto fricciona directamente con la democracia por el siguiente argumento: si el fin de la democracia no es otro que ejercer la voluntad de una mayoría social, ¿qué lugar cabe para una corriente cuyos fines no han sido consultados con esas mayorías, sino que vienen impuestos a priori? En un marco teórico, la conciliación entre democracia y ecologismo no tienen una relación directa pues “la consolidación del ecologismo como ideología se proyecta sobre un pensamiento donde lo político es suprimido por la previa ontologización de los valores y principios” [5]. Es decir: sin espacio para el acuerdo y con la imposición cientificista de los fines ecologistas, introducir el concepto democracia se vuelve teóricamente complejo. Es más, la paradoja se torna protagonista: el fin ecologista pretende politizar el medio ambiente para, contraria y finalmente, despolitizarlo. Se introduce como problema social y político para, acto después, legitimar, precisamente, su “superioridad” a la cuestión política.
El ecologismo fundacional (William Ophulus, Robert Heilbroner, Paul Ehrlich, Garrett Hardin, etc), repleto de tintes autoritarios, enfrentaba a la democracia, directamente, con sus resultados ambientales. Era clara la incapacidad de este sistema de gobierno para garantizar fines ambientalmente sostenibles. De hecho, las construcciones de los peores escenarios a nivel ambiental se han llevado a cabo en un periodo de la historia —segunda mitad del siglo XX— protagonizado por las transiciones o consolidaciones a la democracia de la mayoría de estados del globo, refutando cualquier tesis que afirme que la democracia es, per se, síntoma de sostenibilidad. Por otro lado, el debate político sobre la sostenibilidad ambiental es imposible —o innecesario— si su propio fin moral ya no es debatible: la protección del medio ambiente para nuestra propia supervivencia como especie. Esto implica la absoluta carencia de relación entre el ecologismo —así entendido— y cualquier sistema de gobierno, incluyendo la democracia, que no cite y busque, explícitamente, estos fines [6].
III. Castoriadis y la democracia como procedimiento
Para salir del enroque teórico que enfrenta –o, al menos, hace incompatible– la democracia con el ecologismo, se bucea en el capítulo titulado La democracia como procedimiento y como régimen del libro de Castoriadis El ascenso de la insignificancia.
En primer lugar, Castoriadis parte del concepto de ser humano como ser, necesariamente, social: “no hay ser humano extra-social; no lo hay ni como realidad, ni como ficción coherente de “individuo” humano como sustancia a-, extra- o pre- social” [7]. Como tal, el ser humano ha de convivir con “lo político”, que no es sino “la dimensión que tiene que ver con el poder, a saber la instancia (o las instancias) instituidas que pueden emitir exhortaciones sancionables y que deben de incluir siempre, explícitamente, al menos lo que llamamos un poder judicial y un poder gubernamental” [8]. La política, por tanto, entendida como la institucionalización del sentido, es el paso posterior a lo político, es decir, al cuestionamiento y pugna por el poder. Es así que la política, necesariamente, apela a todos los miembros de la colectividad, pues todos ellos son seres sociales –y no pueden ser otra cosa– que, de algún modo, participan del sistema político que fuere.
La democracia sería el sistema político que se auto-instituye desde su propia institucionalidad. En otras palabras: una vez llegado el consenso sobre el régimen más justo y libre posible, la propia democracia debe encargarse de 1) asegurar su propia supervivencia mediante su reproducción toda vez que 2) como sistema libre y justo debe dejar espacio a ser repensada y criticada.
¿Por qué queremos, por qué debería quererse un régimen democrático? (…) Me limitaré a observar que formular esta pregunta implica ya que debemos (o deberíamos) vivir en un régimen en que todas las preguntas puedan hacerse –y el régimen democrático es eso mismo [9].
¿Criticada por quién? Precisamente por esos individuos que no son inertes a las dinámicas sociales de la comunidad en la que nacieron. O lo que es lo mismo: no son inertes al sentido con el que crecieron y se educaron. Esto quiere decir que la democracia como mero procedimiento no puede darse, pues su propia reproducción implica la adquisición de ciertos valores (democráticos). Pensar en una democracia vacía de valores supone, prácticamente, su propia desaparición:
Supongamos incluso que una democracia, tan completa, perfecta, etcétera, como se quiera, nos caiga del cielo: esa democracia solo podrá durar unos cuantos años si no procrea individuos que le correspondan, y que sean, primero y ante todo, capaces de hacerla funcionar y de reproducirla. No puede haber sociedad democrática sin paideia democrática [10].
La libertad que persigue la democracia es inútil si no es usada “para algo”. Ahora bien, esa libertad, en “su realización efectiva, está en función de la libertad efectiva de los demás” [11]. En tanto en cuanto somos dentro de una sociedad, “la autonomía de los individuos es inconcebible e imposible sin la autonomía de la colectividad” [12]. En resumen: la democracia se asume, se sustenta y se reproduce gracias a sentidos comunes previos:
Ninguna sociedad puede existir sin una definición, más o menos segura, de valores sustantivos compartidos (…) Esos valores forman una parte esencial de las significaciones imaginarias sociales que se instituyen cada vez [13].
IV. Ahora sí: verderizar la democracia
Desde la óptica de Castoriadis, la democracia no podría entenderse solo como un mero procedimiento político a través del cual las mayorías dictan los porvenires de una sociedad pensada como un conjunto de individuos completamente aséptico –sin valores–. De este modo, la democracia sí implicaría la existencia de unos valores preconfigurados que sustentan el propio sistema político. Estos valores no tienen –ni pueden– ser fijos, sino que serán, a través de la propia cultura democrática, ratificados o reformados, pero que, sin lugar a dudas, deben ser suficientemente libres y justos para que puedan sobrevivir dentro de ese sistema.
¿Dónde queda el pensamiento político verde? Precisamente se sitúa en esos valores consustanciales a la democracia. No por formar parte de su procedimiento, sino de su régimen, situado en un momento y tiempo determinado. En tanto en cuanto el siglo XXI, desde la democracia, tiene unas demandas y necesidades sociales relacionadas con el ecologismo, será la propia cultura democrática la que mantenga esos contenidos verdes en el sentido político o, al menos, en la lucha por él. No se trata de creer que la sostenibilidad ambiental entró en la democracia solo porque una mayoría así lo quiso, sino porque el propio sentido democrático de una sociedad dada debía emergerlo para ser debatido, incorporado y fijado. El “sentido” verde existe, de hecho, por haber sido democratizado y no tanto por la imposición de la mayoría o de una minoría ilegítimamente en el poder. Es más: la supervivencia de las demandas verdes depende, exclusivamente, de que su protagonismo provenga de la pugna por el sentido –que se dé en la batalla política– y no por su aterrizaje forzoso desde las posiciones autoritarias o por el peso de la mayoría.
La democracia, por tanto, no solo se puede verderizar, sino que es una consecuencia “natural” de su propia existencia.
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Notas
[0] La imagen destacada en el artículo se encuentra bajo Licencia Creative Commons en Pixabay.
[1] Alberto Rosado del Nogal es doctorando en Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid.
[2] Franzé (2015), pág. 153.
[3] Sorel (1976), pág. 186.
[4] No se diferencia, para los objetivos de la reflexión, entre ecologismo y ambientalismo.
[5] Arias Maldonado (2008), pág. 16.
[6] Ibíd., pág. 123.
[7] Castoriadis (1998), pág. 23
[8] Ibíd.
[9] Ibíd., pág. 25.
[10] Ibíd., págs. 27-28.
[11] Ibíd., pág. 25.
[12] Ibíd.
[13] Ibíd., pág. 30.
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Bibliografía
Arias Maldonado, Manuel (2008): Sueño y mentira del ecologismo, Madrid: Siglo XXI.
Castoriadis, Cornelius (1998): La democracia como procedimiento y como régimen, en El ascenso de la insignificancia. Madrid: Cátedra.
Franzé, Javier (2015): La primacía de lo político: crítica de la hegemonía como administración, en Isabel Wences (ed.), Tomando en serio la Teoría Política, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
Laclau, Ernesto (2005): La Razón Populista. Buenos Aires: FCE.
Mouffe, C. (1999): El retorno de lo político, Barcelona: Paidós.
Rancière, Jacques (1996): El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires: Nueva Visión.
Sorel, Georges (1976) [1908]: Reflexiones sobre la violencia, Madrid: Alianza.