Economía

Published on enero 14th, 2014 | by EcoPolítica

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Nosotros, los detritívoros

Por Manuel Casal Lodeiro

A partir de 1776 el uso de la máquina de vapor de Newcomen mejorada por James Watt llevó a una creciente dependencia de la energía fósil, la cual otorgó temporalmente a fracciones cada vez mayores de la población humana, poderes gigantescos. Con los desarrollos tecnológicos que vinieron después, el Homo colossus adquirió durante las siguientes nueve generaciones, la ilusión de no tener límites.

William R. Catton, Jr. (2009)

 I. El detritus que nos convirtió en colosos

Tras la Revolución Industrial los seres humanos nos convertimos en una especie detritívora, es decir, que se alimenta de detritus. Esta denominación procede de «Overshoot: The Ecological Basis of Revolutionary Change» del sociólogo estadounidense William Catton, nacido en 1926 y que lleva desde los años 70 del siglo pasado dedicado al estudio de la sociología medioambiental y de la ecología humana. Aquel libro marcó en 1980 un hito en la literatura de la ciencia ecológica con su pionera advertencia de que la humanidad estaba sobrepasando la capacidad de carga del planeta. La obra tuvo hace unos años (2009) una secuela titulada «Bottleneck: Humanity’s Impending Impasse», que constituye el lúcido testamento intelectual de Catton y en el que el profesor emérito de la Universidad Estatal de Washington ya no advierte: se limita a constatar que no se hizo nada desde aquel entonces para evitar o revertir la extralimitación y analiza en detalle cómo la arrogante desmesura (hybris) del Homo colossus2 nos lleva directos a un cuello de botella evolutivo que puede suponer la extinción de nuestra especie o, cuando menos, una drástica reducción en el número de seres humanos sobre la faz de la Tierra.

El detritus del que nos alimentamos no es otro que los tesoros energéticos fósiles (primero el carbón, después el petróleo y el gas natural) que nuestra especie aprendió a explotar y que han permitido que en un intervalo de tan solo doscientos años multiplicásemos por siete la población mundial, la cual se había mantenido hasta el siglo XIX siempre por debajo del millardo de personas.3 Esa cifra aparece por tanto como la capacidad máxima constatada que tiene el planeta para mantener a nuestra especie mediante los aportes constantes anuales de energía procedente del sol. La aportación extraordinaria que ha supuesto la energía fósil nos ha permitido, de manera temporal, ampliar enormemente nuestro nicho ecológico y sobrepasar esa cifra de manera espectacular aunque insostenible. Donde antes cabían apenas mil millones, de pronto —en términos históricos— cupimos siete mil millones. En 1920 aún éramos solamente dos mil millones, así que en el último siglo llegamos más que a triplicarnos.

Aunque también se habían producido saltos demográficos en épocas anteriores de la historia, la gráfica de la población humana desde el año 1800 es un ejemplo de libro de lo que es un crecimiento exponencial. Y si la superponemos con la gráfica del consumo total de energía —o también con la del consumo per cápita—, entenderemos cómo ha sido posible este crecimiento: la correlación entre ambas magnitudes es absoluta. Es decir, la energía consumida (más bien, consumible) es un factor determinante para los niveles de población. De hecho, podemos incluso calcular de dónde han salido tantos seres humanos en términos físico-químicos: las moléculas de nitrógeno contenidas en los cuerpos de los seres humanos que actualmente poblamos la Tierra —en forma de ADN y aminoácidos que forman los tejidos de nuestra masa muscular, por ejemplo— proceden en un 50%4 del gas natural, principalmente metano, convertido en fertilizantes nitrogenados por medio de la llamada reacción de Haber-Bosch, y estos, a su vez, en alimentos vegetales y animales por medio de la agricultura y ganadería industriales (Pfeiffer, 2006).

Ha sido esta disponibilidad, primero de carbón pero principalmente de metano y de petróleo —en cualquier caso: energía solar prehistórica almacenada en forma química a lo largo de millones de años—, la que nos ha permitido ampliar la capacidad del planeta para albergar humanos, rebasando ese supuesto límite natural o ecológico de los mil millones de personas. La llamada Revolución Verde bien podía haberse denominado más propiamente Revolución Negra, tanto por el color del petróleo que la hizo posible como por el futuro al cual nos estaba condenando como especie. En pocas décadas cientos de miles de tractores, cosechadoras y otra maquinaria agrícola se extendieron por el mundo, miles de toneladas de fertilizantes sintéticos fueron introducidos en tierras esquilmadas, millones de vehículos de trasporte, cientos de industrias de procesado y distribución alimentaria, cadenas de supermercados y centros comerciales se convirtieron en el mecanismo creado por nuestra civilización para explotar esa energía fósil y convertirla en alimento para más y más seres humanos.

Las mejoras en la calidad de vida que surgieron asociadas también a esta abundancia energética —como, por ejemplo, servicios de sanidad pública hipertecnificada, miles de productos farmacéuticos de síntesis, todo tipo de materiales de la industria petroquímica, etc.— hicieron posible no sólo que naciesen y se pudiesen alimentar cada vez más personas sino que sobreviviesen en mejores condiciones materiales y con una mayor esperanza de vida, sobre todo en los países pertenecientes al industrializado mundo rico. Por supuesto todo ello fue facilitado por un sistema económico y social orientado al beneficio privado a corto plazo y embarcado en un aparentemente imparable crecimiento económico, medido este cuantitativamente como el valor monetario del conjunto de bienes y servicios producidos para uso final antes de convertirse en residuos (el fetiche del PIB), producción que únicamente era posible gracias a esta descomunal energía y que eran consumidos por la creciente masa humana de trabajadores-consumidores.

II. La extinción del Homo colossus5

Trágica pero previsiblemente, esto no podía durar mucho y así nos lo intentaba explicar Catton ya en 1980, antes que él el matrimonio Meadows y Jorgen Randers —autores del informe «Limits to Growth» (1972)— y en las décadas que vinieron después, cada vez más científicos, filósofos y ecologistas6. El petróleo primero y después el gas natural, iban a llegar sin tardar mucho a su máximo nivel de extracción y a partir de ahí disminuiría su disponibilidad con lo que todo el sistema industrial montado en base a ellos, incluido el sistema agroalimentario, se derrumbaría. Es lo que hoy conocemos como peak oil, peak gas, peak coal… y muchos otros picos o más bien techos de extracción de recursos finitos energéticos y materiales.

La especie que deja de alimentarse7 de sus fuentes energéticas renovables —es decir, aquellas de las que dispone cada ciclo anual gracias al sol8 y a la base fotosintética de la cadena trófica— para pasar a alimentarse de un abundante y rico detritus no renovable, experimentará un crecimiento explosivo (exponencial) en su población. Pero al hacerlo, esa especie que se convierte en detritívora se está condenando a sí misma a sufrir un colapso demográfico en el momento en que el detritus llegue a un cierto punto de agotamiento, de igual modo que sucede con las poblaciones de insectos u otros seres vivos en el momento en que se convierten en una plaga y posteriormente, tras agotar el excedente de alimento, mueren masivamente. En mi opinión la mejor comparación del caso humano sería la de las levaduras en una botella de mosto, reproduciéndose imparables a base de consumir azúcar y excretar alcohol y CO2 hasta que perecen por falta de alimento y exceso de residuos en un entorno del que no pueden escapar: la botella. Para los humanos, el mundo es nuestra botella, los combustibles fósiles la fuente de azúcar no renovable que hemos encontrado y la contaminación producida por nuestra desorbitado consumo industrializado, los residuos que comprometen nuestra supervivencia convirtiendo en inhabitable nuestra biosfera (gases de efecto invernadero y otros contaminantes persistentes).

Lo que debemos afrontar, por tanto, es que si nuestra especie ha permitido que su población aumente hasta niveles insostenibles mediante el consumo irrefrenado del detritus energético fósil, va a sufrir antes o después el mismo final que cualquier otra especie con comportamiento de plaga: una drástica caída (colapso) en su población, una enorme mortandad, lo que en inglés denominan population crash o die-off. Entre los autores que han analizado esta situación no existe consenso acerca de cuál será el nivel hasta el cual caerá la población humana después de la desaparición de su temporal soporte energético fósil9, es decir, de cuántos Homo sapiens sobrevivirán a la segura extinción del Homo colossus/hydrocarbonum (Campbell, 2002). Lo que sí podemos es enumerar algunos factores que serán relevantes al respecto:

  1. Sin los fertilizantes sintéticos faltaría el nitrógeno para la mitad de los cuerpos humanos existentes: de ahí podemos derivar que cuando aquellos dejen de estar disponibles por falta de gas natural, no podrán existir más de 3.500 millones de habitantes por imposibilidad de reunir las moléculas de N necesarias10.
  2. La población humana preindustrial siempre se mantuvo por debajo de los mil millones: ese parece ser el techo natural de nuestra especie, o al menos el techo históricamente constatado. En el apartado siguiente se analizará esta cuestión.
  3. Los avances en el conocimiento científico en áreas como la medicina, la higiene, la biología, la química, la edafología, la ecología, e incluso en técnicas menos ortodoxas como la permacultura, asociadas al mayor conocimiento que se tiene acerca de la eficiencia y la sostenibilidad de los diversos sistemas agrícolas tradicionales a lo largo de la historia, podrían —en teoría— compensar en alguna medida la caída de la población y que dispusiésemos así de un límite poblacional ampliado, aunque esto requeriría también que fuésemos capaces de conservar colectivamente ese conocimiento y aplicarlo adecuadamente en un contexto de descenso energético acelerado y de colapso civilizacional.
  4. Desgraciadamente, la extralimitación (el overshoot del que nos advertía Catton) tiene consecuencias muy negativas sobre la base natural que sostiene a la población (el suelo fértil, la biodiversidad, el agua potable, el clima…), y durante varias décadas —como mínimo— después del colapso es posible que esta base de recursos no recupere el nivel que permitió al planeta soportar mil millones de humanos… O incluso puede que no se recupere nunca o quede dañado por siglos a causa de la contaminación persistente, la pérdida del suelo fértil, el cambio climático y otros factores destructivos de origen antropogénico. Es decir, lo que podríamos en principio compensar por medio de nuestro actual conocimiento científico —lo que sabemos hacer— puede que quede anulado por la vía de ese deterioro ambiental —que nos limita lo que podemos hacer—, herencia trágica del Antropoceno.
  5. El previsible colapso11 de la civilización industrial asociado a la caída en los recursos energéticos fósiles disponibles muy probablemente tendrá consecuencias que impacten directa y negativamente en el nivel demográfico: guerras por los últimos recursos (sean estos energía, materias primas, agua, tierra fértil…), conflictividad social, deterioro de las condiciones de vida, catástrofes industriales debido a la falta de mantenimiento y de materiales de repuesto con graves repercusiones ambientales y en la salud para millones de personas (baste recordar los trágicos episodios de Bhopal, Chernobil, Deep Horizon, Fukushima…), aumento de la contaminación en un vano intento de proseguir con un sistema inviable (p.ej. mediante la sustitución parcial del petróleo por el carbón en ciertos usos), pérdida de la capacidad de regulación y de control de los Estados sobre las actividades contaminantes y sobre la seguridad de las poblaciones, y un largo y tétrico etcétera.
III. El techo natural de la población humana

¿Podemos realmente considerar el límite constatado históricamente de los mil millones de habitantes como un techo natural de nuestra especie, es decir como una cifra imposible de superar en condiciones normales de disponibilidad energética? ¿Existen factores adicionales que hubieran podido determinar ese límite en la época prepetróleo y que pudiesen, al menos en teoría, ser modificados en la era pospetróleo?

Uno de esos factores podría ser la distribución de la población sobre la faz del planeta. Tal como me hace ver Xoán R. Doldán12, la distribución mundial de la población antes del comienzo del crecimiento exponencial no era en absoluto homogénea ni se correspondía con la distribución de recursos naturales. Así, p.ej. —señala Doldán— Europa estaba superpoblada con respecto a la mayor parte de América y de toda África. Este hecho histórico nos podría llevar a pensar que si en esos momentos se hubiese producido una distribución más ajustada a los recursos de cada territorio, la población europea habría sido menor y la de otros continentes mayor. De hecho, con la colonización de dichos continentes a manos de las potencias coloniales europeas hubo un movimiento en ese sentido desde zonas en las que la población superaba ya la máxima capacidad de carga local a otras donde aún no había sido alcanzado el límite (Campbell, 2002), complementada trágicamente dicha migración con el genocidio de millones de nativos en América, África, Asia y Oceanía.

Así mismo nos deberíamos fijar en que también entonces existía una gran desigualdad en el consumo de recursos per cápita según las áreas, mucho mayor en el área más densamente poblada en aquellos momentos: Europa. Hoy en día ese papel sin duda lo jugarían sociedades como la estadounidense cuyo consumo per cápita es varias veces superior a la media mundial13. Si pensamos en la variabilidad teórica de este factor podríamos especular con que dado otro consumo per cápita, quizás la población podría haber sido —también entonces— superior y que por tanto la población total en aquel momento histórico, o cualquier otro, no constituye un límite poblacional absoluto ni insuperable, incluso contando únicamente con la energía solar anual.

Por tanto —concluye Doldán en su comunicación personal—, aun siendo fundamental en el cálculo del techo ecológico de la especie la disposición de recursos naturales críticos, y el hecho de que los más escasos pueden resultar decisivos a la hora de fijar dicho límite general14, también existen factores socioeconómicos y geopolíticos que influyen en esa capacidad, como p.ej. las relaciones de poder dentro de un país y entre países, las clases sociales, el modo de producción dominante, la extracción del excedente, etc. No obstante soy de la opinión de que deberíamos calificar esos factores como factores secundarios, dado que serían determinados en última instancia por el factor primario de la disponibilidad de recursos, y en definitiva, de energía. Es decir, fue la disponibilidad de recursos y energía excedente desde la Revolución del Neolítico —la invención de la Agricultura— la que permitió la conformación de las clases sociales y las diferentes civilizaciones a lo largo de la historia, y fue la Revolución Industrial movida por la energía fósil la que permitió el despliegue del capitalismo (Campbell, 2002).

Por tanto, sí que es cierto que existen numerosos factores complejos de tipo social, económico, antropológico, etc. que influyen en el número total de la población humana en un momento histórico determinado y en el reparto del consumo entre los diferentes individuos que componen esas poblaciones, pero todos ellos muestran claras dependencias de un factor físico que podemos considerar invariable: la energía disponible anualmente en el planeta gracias a la radiación solar. Además, pese a la considerable variabilidad experimentada en todos aquellos factores a lo largo de los diez mil años desde el salto energético a la agricultura, en ningún momento se pudo superar la cifra de los mil millones de seres humanos. Entre dichos factores condicionados por la disponibilidad energética obviamente está la distribución geográfica, pues el desplazamiento de la población requiere energía y de hecho la colonización por conquista u ocupación así como cualquier gran traslado de población, requiere unos medios de transporte que en ausencia de petróleo limitarán grandemente la capacidad futura de reubicación de los seres humanos en los diversos puntos del planeta. Es decir, aunque en la actualidad fuese teóricamente posible y lográsemos que fuese políticamente aceptable por los países de destino, trasladar grandes poblaciones a determinados puntos infrapoblados del planeta —si es que existiesen— donde hubiese suficientes recursos para sostener a dichas poblaciones de inmigrantes o desplazados, con el objetivo de intentar sostener los niveles actuales de población mundial, ¿cómo se podría sostener más adelante ese mecanismo de la movilidad poblacional cuando los desplazamientos tuviesen que ser realizados como antaño, a pie, a caballo, o en barcos de vela? Resulta evidente que a falta de combustibles fósiles la capacidad de traslado y reubicación de las poblaciones se verá reducida a niveles preindustriales y por tanto no cabe esperar que tras millones de años disponiendo de dichas capacidades limitadas de movimiento masivo sin superar el millardo, los humanos podamos hacer algo diferente con los mismos medios y una dañada biosfera —no lo olvidemos— que tendrá una capacidad menor para mantenernos. Colin Campbell lo expresa con rotundidad (2002, 205): “El Nuevo Mundo proporcionó una válvula de escape para el viejo [mundo], pero ahora no hay a donde escapar ya que que el planeta en su conjunto no sólo alcanza su límite, sino que descubre que el límite mismo se está reduciendo a medida que se consume lo que queda de los combustibles fósiles que le proporcionan sus necesidades energéticas esenciales.”

En definitiva: ¿podemos afirmar que con otro reparto de población y otros sistemas sociales, políticos, económicos y culturales, la población humana preindustrial no hubiese sido capaz de aumentar hasta niveles superiores al millardo? En mi opinión no podemos afirmarlo tajantemente, pues no disponemos de pruebas que lo apoyen. ¿Podemos de ahí concluir que tras la desaparición del detritus fósil con el que ahora sostenemos siete mil millones de seres humanos, podremos mantener los mismos niveles demográficos? Claramente, no. Por tanto, entre los siete mil y los mil millones —quizás algo menos debido al deterioro de largo alcance producido por el hombre sobre la biosfera— está el rango de incertidumbre sobre la futura población humana. Algunos autores, teniendo en cuenta el efecto del declinar de los combustibles fósiles, dan diversas cifras: p.ej. Dale Allen Pfeiffer apunta a los dos mil millones como cifra sostenible y advierte de que en la década de 2010-2020 veremos “hambrunas como nunca antes ha experimentado la especie humana” (Pfeiffer, 2003); Paul Chefurka (2007) lo sitúa en los mil millones en base a la población histórica constatada en el momento en que se comenzó a explotar el petróleo, corregida a la baja para tener en cuenta la degradación de la capacidad de carga; Brian Fleay (citado en Youngquist, 1999) lo cifra en tres mil millones; David Pimentel (también citado en Youngquist 1999 y según cálculos publicados en Pimentel et al. 1994) lo sitúa en uno y tres mil millones; Richard Duncan (2005), en su interesante Teoría Olduvai, estima que tras una gran mortandad, la población se comenzará a estabilizar en torno a los dos mil millones en 2050. Colin Campbell estima (2002) que la población se reducirá muy rapidamente a partir de 2020 pero frenando en torno a 2080 para después irse estabilizando en una suave caída hasta niveles cercanos a los tres mil millones en torno a 220015. Zabel (2009), extrapolando la tendencia previa a la explotación de los combustibles fósiles, lo sitúa en mil millones: “Hipotéticamente, un mundo basado únicamente en la biomasa podría de una manera factible soportar un población de mil millones de personas.” Este mismo autor apunta a que la explotación del carbón podría permitir aumentar ese límite teórico hasta los 2.500 millones, indicando que otros 2.500 millones es la parte de la población actual que correspondería al soporte proporcionado por el petróleo y otros mil millones, al gas natural. Su interesante modelo predictivo arroja como conclusión —para el escenario más realista de agotamiento de los combustibles fósiles— que hay un gran riesgo de que la población mundial caiga un total de 3.200 millones de personas en los próximos 50 años, lo cual nos situaría en torno a 2060 por debajo de los cuatro mil millones.

A los factores históricos mencionados habría que añadir otro que añade un grado más de incertidumbre pues sin duda repercutirá en el máximo número de seres humanos que podrá sostener el planeta: el cambio climático. La cuestión mencionada de la distribución de la población por los diversos puntos de la geografía terrestre se verá sin duda profundamente afectada por el profundo —y ya en buena medida inevitable— cambio del clima provocado precisamente por nuestra especie. Así, veremos una modificación mayor o menor en el conjunto de tierras cultivables y en la hidrología, lo cual repercutirá en definitiva sobre la superficie total y la distribución de las tierras habitables por el ser humano. Veremos el avance de los desiertos, que eliminarán tierras fértiles, al tiempo que otras tierras hasta ahora inhóspitas debido al clima, se abrirán para el cultivo y la vida humana (estepas siberianas, p.ej.)16. Esto implicará una tendencia hacia amplísimos movimientos de población que se sumarán a los provocados por el aumento del nivel del mar y el progresivo colapso de la vida en los océanos debido a su acidificación y al agotamiento de los caladeros de pesca, que reducirán la capacidad de las zonas costeras para soportar sus actuales niveles de población. El efecto neto previsible, según apunta una abrumadora mayoría de informes al respecto17, será negativo en cuanto a la capacidad del planeta para albergar vida humana.

El cualquier caso, más allá de los demás factores mencionados, el aspecto que más nítida y directamente influye en el número máximo de seres humanos compatible con la capacidad de carga del planeta es sin duda el del consumo de recursos. Dado que la ecuación básica que relaciona población y consumo es:

n

ci C

i

(siendo n la población mundial, c el consumo de recursos que realiza cada individuo y C la capacidad de carga del planeta para esa especie, que aunque variable —especialmente a la baja, mediante los daños al ecosistema—, podemos considerar constante a efectos de un breve periodo histórico)

o, expresada en términos del consumo medio o per cápita:

n·c C

Es decir, dado que la capacidad de carga del ecosistema no limita directamente el número de individuos de una especie sino la suma máxima posible de los consumos que estos realizan durante un periodo dado, cabe obviamente reducir uno de los factores —el consumo— en lugar del otro —la población total— para mantenernos dentro de esa capacidad máxima (vid. p.ej. Pimentel et al., 1994). En este punto resulta muy útil el concepto de huella ecológica18. Según las cifras arrojadas por ese indicador, estamos desde la década de 1980 en una situación de overshoot ecológico19 y en el momento presente la huella ecológica de la especie humana es de 1,5 planetas. Es decir, con el consumo per cápita actual sólo parece sostenible una población que fuese 1/3 menor: estaríamos hablando por tanto de 4.666 millones de personas. No obstante cabe preguntarse, si la energía actual consumida por nuestra especie procede en un 80% del petróleo, cómo se podría reducir tan sólo en un 33% el consumo total de recursos. El componente carbónico de la huella ecológica (la huella de carbono20) supone el 54% de la huella total, y se ha multiplicado nada menos que por 11 desde 1961. Según la Global Footprint Network “reducir la huella de carbono de la humanidad es el paso más esencial que podemos dar para terminar con la extralimitación y vivir dentro de los medios que nos proporciona nuestro planeta.” Volver a los niveles de 1961 —si tal cosa fuese posible— supondría por tanto reducir la huella de carbono casi a cero y tener una huella ecológica de algo menos de 0,6 planetas: he ahí ese tercio de reducción de consumo del que hablábamos. Sin embargo, dado que al comienzo de aquella década la población mundial era de tres mil millones de personas, aunque la reducción en términos totales fuese de 1/3, nos tocaría ahora per cápita reducir un 77%, muy cerca de las cifras propuestas por algunos autores para lograr la sostenibilidad (Murphy 2008, 228) y muy similar también al nivel de dependencia total mundial con respecto a la energía fósil (80%21).

Así pues, resulta obvio que sería moralmente preferible reducir el consumo per cápita en lugar de sacrificar casi dos mil millones de seres humanos para que el resto pudiese seguir consumiendo, aunque sin duda hay quien pretenderá lo contrario (vid. p.ej. Riechmann 2009 o George 2001). En teoría, si en el momento actual redujésemos 1/3 el consumo per cápita en lugar de reducir la población, estaríamos también dentro de los límites. Obviamente la inercia demográfica convierte en inevitable que la población siga aún aumentando durante un tiempo, se tomen las medidas que se tomen, quizás hasta los 9 mil millones22, y por tanto la reducción debería ser mayor para dar cabida a ese aumento poblacional (en torno al 50% para permitir esos 9 millardos de personas). Esto, por supuesto, sin contar con el factor de agotamiento energético y simplemente agregando la energía con el resto de recursos. Resulta mucho más realista cuantificar la reducción necesaria del consumo en un 77-80%, como apuntaba antes, para tener en cuenta que en el futuro no contaremos con la energía fósil.

¿Cabe esperar, con la distribución actual del poder dentro de cada país y entre el conjunto de países, y teniendo en cuenta la trampa cultural en la que estamos metidos como especie, que se tomen las medidas necesarias para reducir aquí y ahora el consumo con el objetivo de mantener aquí y allí la población el día de mañana? ¿Cabe esperar dicha reducción23 al nivel necesario? Si hablamos de situarnos todos en la media de biocapacidad disponible por persona referida a los niveles actuales de población, implicaría reducir los consumos a poco más de la media de países como Jordania o El Salvador24. Si hablamos de niveles de población previsibles en torno a los 9 mil millones, estaríamos hablando de conformarnos con los niveles medios que se daban hace unos pocos años en Egipto, Argelia o Guinea. Estas drásticas reducciones se aproximan a las previstas por Richard Duncan (2009): estima que el nivel de vida en los EE.UU. —medido como consumo de energía per cápita— caerá en un 90% entre 2008 y 2030 y en el conjunto de países de la OCDE se reducirá un 86%. No existe ningún precedente en la historia humana del nivel de coordinación y generoso sacrificio que sería necesario para realizar semejante reducción de manera equilibrada y justa entre países; por contra, sobran los ejemplos históricos de mantenimiento del bienestar de unos a expensas de la explotación, deprivación, saqueo e incluso exterminio de otros. No tenemos base para esperar algo diferente en la situación actual, agravada por el desorbitado nivel poblacional alcanzado gracias a la energía fósil, y aunque lógicamente el consumo total —y también per cápita para la mayoría de la población— se tendrá por fuerza que reducir cuando esa energía deje de estar disponible, lo más previsible es que la reducción en la ecuación de la capacidad de carga venga, de manera muy importante, por el lado de la población. Una adecuada planificación para un reajuste controlado —con lo poco probable que eso parece y lo tarde que llegaría en cualquier caso— debería incidir, por supuesto, sobre ambos factores de la ecuación (Heinberg 2004, 137), sin olvidar que mientras la población no deje de aumentar, para una misma capacidad de carga en el planeta, los recursos disponibles per cápita no dejarán de disminuir. O, según el Dismal Theorem de Kenneth Boulding: «Si lo único que limita al final el crecimiento de las poblaciones es la miseria, entonces la población crecerá hasta que sea tan miserable que deje de crecer» (citado en Bartlett, 2004).

IV. ¿Cómo se producirá el colapso de la población?

Como vengo explicando, no podemos saber exactamente hasta qué cifra va a caer la población humana, pero podemos dar por descontada una caída importante dado que va a desaparecer el soporte extraordinario e irrepetible que le permitió elevarse durante un breve lapso histórico por encima de su aparente límite natural25. Tampoco sabemos el ritmo al que se producirá ese descenso, aunque las cifras manejadas por varios autores parecen indicar que se completará la caída en cualquier caso en menos de un siglo (p.ej. Campbell, 2002) y de manera importante en menos de cincuenta años (p.ej. Zabel, 2009). Lo que sí resulta más claro desde hace décadas (Gillman, 1981) son las vías por las que se producirá ese colapso poblacional, ya que contamos con experiencias históricas de otras civilizaciones humanas —así como de poblaciones animales— que colapsaron en el pasado; además, muchas de estas vías se relacionan con el quinto factor antes mencionado26. A continuación enumeraré las principales vías por medio de las cuales se producirá, en mi opinión, la reducción de la población humana tras el final de la Era del Petróleo:

  1. La falta de alimento será un obvio jinete de este apocalipsis autoinducido27, como ya apunté anteriormente, al dejar de ser viable la agroindustria intensiva actual fosildependiente, que básicamente consiste en “usar la tierra para convertir petróleo en alimento” (Pfeiffer, 2006). Los precios están jugando un papel innegable en la dificultad de acceso a los alimentos ya desde 2005, año en el cual comenzaron un ascenso exponencial28. No es casual que esa fecha coincida prácticamente con la fecha del alza de los precios del petróleo a niveles nunca antes vistos y del Cénit del Petróleo Convencional reconocido más tarde por la Agencia Internacional de la Energía (Doldán, 2013).
  2. La historia nos dice que las guerras por los recursos son un factor que nuestra violenta especie difícilmente va a evitar y que, de hecho, venimos experimentando en mayor o menor medida desde el comienzo de la Revolución Industrial, con dos grandes guerras mundiales e innumerables conflictos locales que demuestran tanto la prevalencia de la solución violenta como la relevancia del factor recursos como motivación bélica, bien sea explícita u oculta.
  3. El deterioro general de las condiciones de vida también implicará un aumento de muertes difícil de cuantificar a priori; los efectos de la contaminación serán sin duda decisivos en esa caída poblacional, por medio de una extensión de los cánceres, problemas hormonales, intoxicaciones y todo tipo de enfermedades de origen ambiental, así como por el deterioro de los servicios de saneamiento y agua potable —principalmente en las ciudades— así como de los servicios médicos. Como las levaduras en la botella de mosto, acabaremos ahogándonos en nuestros propios residuos tras el festín de azúcares (Catton en Doring 2008).
  4. El colapso de las ciudades —sobre todo de las más pobladas—, cuyo funcionamiento es totalmente dependiente del suministro permanente de alimentos y de energía desde el exterior, y donde ya vive más de la mitad de la población mundial29, supondrá una grave crisis demográfica con un éxodo probablemente caótico de buena parte de esos más de tres mil millones de personas. Este retorno al campo en busca de sustento y de trabajo durante las próximas décadas, no estará exento de conflictos de todo tipo, por muy paulatina que pudiésemos lograr que fuese, debido a la dimensión que previsiblemente tendrá. Algunos de esos conflitos pueden derivar en la muerte de una parte no despreciable de los ex-urbanitas, como ha sucedido en anteriores desplazamientos masivos y caóticos de la población en situaciones de crisis agudas (guerras, genocidios y deportaciones masivas).
  5. El aumento de las infecciones, epidemias, parasitosis, etc. —que ya se está produciendo en la actualidad por factores precolapso como pueden ser el cambio climático, la resistencia a los antibióticos o las mutaciones de los agentes infecciosos— será cada vez más difícil de atajar con los sistemas sanitarios en quiebra y se cobrará más vidas a cada año que pase, contribuyendo así también al descenso de la población.
  6. El cambio climático será una vía indirecta en la que nuestros residuos —en este caso los gases de efecto invernadero— deteriorarán la capacidad del planeta para soportar a nuestra especie: reducción de los territorios habitables, carencia de agua potable, incremento de la frecuencia y extensión de los incendios forestales unidos a fenómenos meteorológicos extremos, pérdida de biodiversidad, destrucción de ecosistemas, problemas para el cultivo de especies de valor agrícola… Todo eso sin contar con las posibles realimentaciones positivas que puedan acelerar el calentamiento global (p.ej. el derretimiento del permafrost ártico y la consecuente liberación masiva de metano a la atmósfera30) y derivar en un planeta inhabitable para los humanos y para muchas otras especies.
  7. Accidentes en instalaciones como presas hidroeléctricas o centrales nucleares31, debidos a fenómenos atmosféricos, movimientos sísmicos, tormentas geomagnéticas de origen solar o al simple deterioro por envejecimiento de las estructuras no compensado con un mantenimiento que cada vez será más costoso en términos económicos y energéticos. A esto podríamos añadir los accidentes en sistemas de trasporte masivo de viajeros: trenes, barcos, aviones… debidos también a un mantenimiento cada vez más costoso de realizar. Probablemente este último factor relativo al trasporte se compensaría parcialmente por unas menores densidad y frecuencia en los desplazamientos, inevitables tras el final de la Era del Petróleo.
  8. Deterioro general en las estructuras económicas y sociales, con millones de nuevas personas excluidas cada año, incapaces de adaptarse, atrapadas en modos y lugares de vida insostenibles, y que ya está llevando al aumento del índice de suicidios en cada vez más lugares (sirva como ejemplo Ordaz, 2012) y al deterioro general de la salud física y mental para casi todos.
  9. Descenso consciente de la natalidad ante las malas perspectivas económicas unido a la reducción involuntaria a causa de la contaminación química persistente, que está ya provocando un notorio descenso en la fertilidad32. No obstante podría verse esta tendencia compensada —en una medida difícil de prever— por el acceso cada vez más costoso a métodos anticonceptivos y por la posible tendencia a volver a las familias extensas y numerosas para compensar por un lado la carencia de soporte estatal (seguridad social, jubilación pagada…) y, por otro, la inaccesibilidad de las energías fósiles necesarias para el cultivo mecanizado de las tierras.

En cuanto a la relevancia de la reducción de los nacimientos en el previsto descenso poblacional, cabría advertir de que los efectos de posibles políticas de control de la natalidad no se producen hasta pasado un tiempo considerable, un tiempo del que no disponemos antes del colapso de la sociedad del petróleo33. Tal como podemos comprobar en los escenarios teóricos planteados por Meadows, Randers & Meadows (2006), dichas políticas deberían haberse puesto en marcha a nivel mundial hace décadas si queríamos que tuviesen un efecto sobre una situación que ya tenemos encima. Según cálculos facilitados por Xoán R. Doldán34 si la natalidad a nivel mundial cayese del veinte por mil actual al ocho por mil que se da p.ej. en el Japón actual, eso significaría un saldo neto de 1.400 millones de habitantes menos de aquí a 2050, considerando que la mortalidad permaneciese constante; es decir, una reducción del 20% respecto a la población actual. Por tanto si hablamos de reducciones totales mucho más importantes, como las apuntadas anteriormente por diversos autores —y necesariamente mucho más rápidas—, cabe esperar más bien que el descenso se produzca sobre todo por un aumento de la mortalidad y no por un descenso de la natalidad, sea este planificado o no. Como he intentado explicar existen factores que ya están en actuación y que no requieren más que de la inercia civilizatoria para producir aumentos importantes en la mortalidad, mientras que muy pocos actuarán en el lado de la natalidad a menos que se realice un giro brusco en cuanto a políticas de control de natalidad, que debería ser, además, concertado a nivel mundial para causar un impacto suficiente sobre los niveles demográficos totales, con la dificultad añadida que ese acuerdo internacional implicaría.

V. Obstáculos y caminos en busca de la supervivencia

Ante esta dramática perspectiva nuestro instinto de supervivencia y nuestro sentido ético nos exigen buscar una solución, una salida, algo que minimice esta masiva mortandad o que, al menos, evite la total extinción de nuestra especie. Sin embargo, resulta muy difícil vislumbrar con realismo algo parecido a una esperanza. En cualquier caso, lo primero e impostergable debería ser reconocer la situación en sus auténticos términos, lo cual resulta impensable sin luchar contra el gigantesco y múltiple engaño que nos mantiene bloqueados. Este mortal engaño penetra en nuestra percepción a varios niveles:

  1. Nivel político-económico.Los detentadores del poder intentan conservarlo a toda costa en este naufragio civilizatorio, y para ello necesitan mantener al resto de la población mirando hacia otro lado el máximo tiempo posible, mientras ellos se resitúan para la etapa poscapitalista-postindustrial y acaparan todos los recursos posibles para sí, a costa de los de abajo y a costa de otros países. Es en este marco político de fondo donde debemos interpretar el actual expolio de dinero y servicios públicos, el acaparamiento masivo de tierras a nivel mundial, los intentos por controlar el agua o las semillas, y todas las maniobras geopolíticas en torno a países exportadores de energía.
  2. Nivel semiótico-cultural.La cultura de masas creada desde los años 50 del siglo XX a partir de esa maquinaria monstruosa y ubicua llamada publicidad, e insertada en los cerebros de buena parte de los siete mil millones por medio de la televisión y otros medios de comunicación, nos promete continuidad y mejora permanente, promoviendo valores suicidas como el consumo irracional, el individualismo y la hiperespecialización35. Esa cultura se inserta en todo un marco de creencias irracionales ( infra) que hunde sus raíces en la época de la Ilustración y la sustitución que favoreció de la antigua religión teísta por la criptorreligión tecnocientífica36 como creencia hemegónica.
  3. Nivel psicológico-genético.Nuestra propia resistencia psicológica —en forma principalmente de disonancia cognitiva37— nos impide aceptar todo lo que choque con nuestro modelo mental de representación del mundo, todo lo que contradiga nuestras expectativas, que desmienta los relatos que desde niños nos insertaron en el cerebo desde el nivel semiótico-cultural y que nos han convencido del progreso continuo e irreversible, del crecimiento infinito, de la excepcionalidad de nuestra especie y de su separación y dominio del resto del mundo natural, del poder mágico de la ciencia y la tecnología, de la infinitud y perfecta sustituibilidad de los recursos, etc. Por si fuera poco, nuestra genética es el fruto de millones de años de lucha individual y colectiva contra peligros que son palpables e inmediatos (un depredador, una tribu invasora, un incendio, una inundación…) y por tanto estamos neuronalmente cableados para reaccionar muy bien ante este tipo de amenazas y adaptarnos a todo tipo de condiciones cambiantes pero sólo si las tenemos delante de las narices. Por desgracia esa adaptación evolutiva conlleva que una menor capacidad de reacción ante lo imprevisto, ante las amenazas invisibles, ante las condiciones que aún no han cambiado… La evolución no nos ha capacitado para anticiparnos, para prevenir y nuestros genes nos mantienen paralizandos diciéndonos: no pasa nada aún, no reacciones38.

Si no conseguimos librarnos de esos engaños (externos e internos, sociales y psicológicos) resulta ingenuo pensar en otro final de nuestra historia —el final de esta era que algunos han denominado Antropoceno—, diferente a una salida catastrófica. Catton es muy escéptico al respecto de las posibilidades que tenemos de evitar el cuello de botella evolutivo (Catton, 2009): para él no estamos ante un problema que pueda tener solución sino ante lo que denomina en inglés un predicament, palabra que él emplea en el sentido de una situación sin salida.

De todos modos, si tenemos que empezar esa necesaria liberación por algún punto debería ser, por lógica, atacando la base de todo este colosal error de nuestra especie: si queremos tener alguna oportunidad de evitar el destino de los detritívoros, no queda más remedio que dejar —con la máxima urgencia y con el máximo alcance— de comer petróleo (Pfeiffer, 2006). Esto no quiere decir únicamente pasar a consumir alimentos locales y producidos sin gasto de energía y fertilizantes fósiles39, sino —como apuntaba anteriormente— reducir drástica y masivamente nuestro consumo en todos los ámbitos, es decir, nuestra huella energética total a nivel planetario. Por supuesto la solución individual —cambiar hábitos de consumo o modos de vida— no aseguraría en absoluto la supervivencia: esta reducción debe ser realizada en conjunto por toda nuestra especie, de manera coordinada, organizada y redistribuyendo con justicia los recursos remanentes para igualar lo más posible los niveles materiales de vida de todos los seres humanos, con el objetivo de satisfacer las necesidades básicas del máximo número posible de personas a nivel mundial y de una manera justa40. Si no, sería simplemente dejar de consumir unos para que otros pudiesen consumir más o durante más tiempo, que tal vez es lo que algunos, instalados en posiciones de poder, están buscando subrepticiamente. Por supuesto hablamos de una política de Decrecimiento democráticamente gestionado contra una política omnicida dirigida por un capitalismo salvaje en caótica descomposición, un sistema —no lo olvidemos— nacido de la Revolución Industrial y que por tanto deja de ser viable tras el fin de la Era de la Energía Fósil (Campbell, 2002; Doldán, 2013). Por supuesto hablamos de una utopía, pero una utopía imprescindible si queremos evitar nuestra extinción como especie.

 VI. Un dilema final

No es pretensión de este texto describir en detalle las características de los cambios que serían necesarios para evitar los peores escenarios mostrados polos autores que he venido citando, pero sí me parece adecuado terminar aportando un par de apuntes al respecto. En primer lugar, resaltar que dichos cambios son de tales dimensiones y deberían llevarse a cabo en tan breve lapso de tiempo, superando además tantas taras y obstáculos a todos los niveles —de cada persona, de la especie y finalmente como sociedades y culturas—, que quien los pretenda describir con realismo y honestidad no puede sino advertir al mismo tiempo sobre las escasísimas probabilidades de que se produzcan (Catton 2009, entre otros). De hecho, no falta quien reclama que las personas que vamos adquiriendo una consciencia profunda del rumbo que lleva la sociedad humana y de las escasas posibilidades que tenemos de cambiarlo a tiempo para evitar la colisión, no perdamos nuestras escasas energías en dudosas estrategias de cambio desde arriba y las dediquemos, por contra —o al menos prioritariamente— a poner en marcha diversos tipos de refugios (p.ej. Kingsnorth, 2013) o botes salvavidas culturales (p.ej. Heinberg, 2004) para la supervivencia de al menos parte de la especie, junto con los saberes y los aspectos adecuados de nuestras culturas tradicionales que fuesen de ayuda a los supervivientes que pudiera haber después de este gran colapso, es decir, a los humanos que logren salir al otro extremo del cuello de botella evolutivo. Esto implicaría dar por descontado el colapso, es decir, considerar insalvable esta civilización y dedicarse, en una especie de triage civilizatorio, a salvaguardar o poner en marcha desde ahora los elementos —simbólicos y sociales— clave para la humanidad poscolapso: por ejemplo, instituciones inspiradas en la función que cumplieron, tras el colapso del Imperio Romano, los monasterios medievales como preservadores de la ciencia y de la cultura antiguas (Greer, 2008). Incluso hay autores y activistas que apuestan por dedicar un esfuerzo adicional a socavar aun más los cimientos tambaleantes de la civilización industrial de modo que su colapso se acelere, en la esperanza de que así el daño a la biosfera será minimizado y se partirá de una mejor base de recursos natural para construir un nuevo mundo (Jensen, 2006; Farnish, 2012).

Un segundo e importante aspecto que quisiera resaltar a modo de colofón hace referencia a cómo solucionamos históricamente los problemas en las sociedades humanas. Quien aún pudiera aferrarse a la idea de que podemos salir de esta trasformando (reformando) adecuadamente la sociedad mediante alguna milagrosa combinación de repentinas conversiones políticas y culturales, revoluciones económicas y milagros tecnológicos, debería tener muy en cuenta que el método que la especie humana siempre ha aplicado para resolver sus problemas civilizatorios ha sido mediante un aumento de la complejidad y por tanto, del consumo energético, pero que esa solución trágicamente falla cuando el problema es precisamente demasiada complejidad y un consumo energético asociado tan elevado que las fuentes energéticas de dicha sociedad dejan de resultar suficientes (Tainter, 1988). Puede que acabemos descubriendo, como advierte Tainter (1988, 213), que la salida más económica puede ser simplemente no solucionar los problemas, cuando el costo social de hacerles frente supera a los beneficios; es decir, asumir el propio colapso como salida.

En definitiva, estamos ante un gravísimo dilema, que algunos intentamos superar sin abandonar totalmente ninguna de las estrategias, procurando no poner todos los huevos en la misma cesta y combinando la lucha para el cambio que sería necesario a nivel social (macro, global) —siendo conscientes de lo improbable que resulta— al tiempo que promovemos proyectos de preservación científico-cultural41 y de anticipada supervivencia comunitaria (micro, local). Quizás la manera de resolver el dilema sea dotar a esos proyectos salvavidas de la revolucionaria capacidad de ser replicados rápidamente a nivel local, biorregional y mundial42 —o al menos sus principios— para así contribuir de una manera alternativa al cambio real, no intentando trasformar un sistema que, en primer lugar, no se deja —demasiadas resistencias y características inherentes que impiden el tipo de cambio necesario— y que, en segundo lugar, es demasiado complejo43, sino buscando impulsar —más bien creando— el cambio mediante la construcción de espacios funcionales para que la gente ocupe cuando sea expulsada de una civilización que se derrumba sobre sí misma (Wheeler, 2013; y Trainer, 2010, serían tan sólo un par de ejemplos de estas ideas), es decir: una red de microsociedades resilientes basadas en el equilibrio con la naturaleza, en un metabolismo socioeconómico de base solar, y en una nueva/antigua cultura de respeto a la Tierra y a las generaciones que la habitarán en el futuro.

Notas

[1] Una versión preliminar de este artículo apareció publicada en gallego en Praza.com el 28/07/2013.
[2] Otros autores utilizan denominaciones diferentes para esta nueva especie humana: p.ej. Campbell (2002) lo llama Homo hydrocarbonum.
[3] El momento en que se alcanzaron esos mil millones de seres humanos fue en torno a 1800 (Gillman, 1981).
[4] Fuente: BBC: Discovery – “Can Chemistry Save The World? – 2. Fixing the Nitrogen Fix”, citada en la Wikipedia https://en.wikipedia.org/wiki/Haber-Bosch (consultada el 03/08/2013).
[5] Este subtítulo es una simplificación: Catton en realidad nos dice que la extinción sería conjunta de las dos subespecies, tanto del Homo colossus como de la población que aún es Homo sapiens no colosal: “La carga impuesta por el Homo colossus disminuye las oportunidades de vida tanto para nuestros iguales como para el Homo sapiens (nc) no colosal” (Catton 2009, 201).
[6] El estudio «Limits to Growth» planteaba diferentes escenarios y ofrecía los resultados que una modelización informatizada del mundo —basada en la dinámica de sistemas y denominada World3— arrojaba para las principales variables en función de los parámetros que caracterizaban cada escenario, incluyendo diferentes opciones ético-políticas. El modelo fue actualizado y revisado dos veces posteriormente: en 1992 y en 2003. De las proyecciones originales incluso la más pesimista preveía que el nivel de vida material se mantenía al alza continuamente hasta 2015. Pero todas ellas pronosticaban el fin del crecimiento físico en algún momento del siglo XXI. Cuando realizaron la actualización de 1992 (publicada bajo el título «Beyond the Limits») constataron que la humanidad ya había rebasado la capacidad de carga del planeta. Los autores supervivientes se reconocían en 2004 “mucho más pesimistas con respecto al futuro del mundo que en 1972” (Meadows, Randers & Meadows 2006, 27). Afirmaban también entonces que “tendrá que pasar otro decenio [c. 2014] hasta que las consecuencias de la extralimitación sean claramente visibles y dos decenios [c. 2024] hasta que la extralimitación sea un hecho generalmente reconocido” (2006, 37). La Proyección 1 de World3 calculaba lo que sucedería si se seguía el business as usual, es decir, lo que de hecho ha sucedido: “entrados unos pocos decenios en el siglo XXI, el crecimiento de la economía se detiene y desciende de modo bastante abrupto. Esta inflexión de las tendencias de crecimiento del pasado viene causada principalmente por el rápido aumento de los costes de los recursos renovables. Este aumento de costes se abre camino a través de los diversos sectores económicos en forma de creciente escasez de fondos para invertir.” (2006, 279). Otras proyecciones partían de supuestos más o menos optimistas, que se habrían tenido que dar ya en 2002 (es decir, ahora ya resultan totalmente irreales): que existe el doble de recursos no renovables de los que se conocen, que se inventan tecnologías capaces de controlar la contaminación, que se logra aumentar la fertilidad de la tierra agrícola, que se aplican masivamente tecnologías más eficientes desde el punto de vista energético, que se actúa para proteger el suelo de la erosión, que todas las parejas del mundo deciden limitar el número de hijos, que se controla mundialmente la producción industrial per cápita… En la denominada Proyección 9 se ve cómo al estabilizarse la población humana (limitando el número de hijos) y la producción industrial, al tiempo que se aplican tecnologías que reducen la contaminación y que aumentan la eficiencia, y que se mejora el rendimiento agrícola, se logra evitar el colapso. Sin embargo advertían de que si en lugar de en 2002 se aplicaban esas drásticas y optimistas medidas con 20 años de retraso (2022), sería demasiado tarde para evitar el declive terminal: “El retraso de veinte años en poner rumbo a la sostenibilidad reduce las opciones de nuestro mundo simulado y lo sitúa en una trayectoria turbulenta en que está abocado al fracaso.” (2006, 395).
[7] No podemos olvidar que la comida es energía endosomática.
[8] El flujo de energía solar anual que recibe el planeta es el factor fundamental que determina, junto con la cantidad de suelo disponible y otros factores ecológicos, la cantidad máxima de alimento que se puede producir en este planeta, y por tanto el límite último para la cantidad de seres humanos que puede este soportar (Pfeiffer, 2006).
[9] Catton habla de capacidad de carga fantasma (Catton 1980, cap. 3).
[10] Cabría pensar, al menos en teoría, en el reciclaje de las propias moléculas de N contenidas en los cuerpos humanos después del fallecimiento de cada persona, pero ello implicaría ni más ni menos que un cambio cultural mundial con respecto a los modos y lugares de enterramiento, aparte de un descomunal reto técnico y administrativo.
[11] En este caso utilizo la palabra colapso en el sentido que le da Tainter (1988, 193): “pérdida repentina y pronunciada de un nivel establecido de complejidad sociopolítica”. En cuanto a la relación de los colapsos civilizacionales con los colapsos poblacionales, Tainter afirma (ibid) que, en los primeros, “el nivel de las poblaciones tiende a caer”. Es interesante observar al respecto de la valoración de lo que supone un colapso, más allá de las muertes y sufrimiento que puedan comportar, que Tainter (1988, 198) niega la visión de que deben ser necesariamente interpretados como una “catástrofe” o como una caída a una especie de “caos primigenio” sino más bien como “el retorno al estado normal de la humanidad en niveles más bajos de complejidad”. En cuanto al colapso de la civilización industrial como consecuencia más que probable del cénit de la energía fósil, no puedo abordarlo con el suficiente detalle en este artículo y me remito a la ya abundante literatura sobre el peak oil, comenzando por algunas de las referencias bibliográficas que incluyo en el presente texto.
[12] Comunicación personal (setiembre de 2013).
[13] Podemos comprobarlo en diversos indicadores, p.ej. en la huella ecológica: https://en.wikipedia.org/wiki/List_of_countries_by_ecological_footprint Aunque hay otros pequeños países que superan los niveles per cápita, no podemos olvidar que para comprender su impacto total hay que multiplicar ese consumo medio por la población de los EE.UU.: actualmente más de 300 millones de habitantes.
[14] Ley del Mínimo de Liebig.
[15] Pese a ser Campbell un destacado experto en la cuestión del Peak Oil considero sus previsiones optimistas en exceso debido a que acostumbra realizar sus previsiones a partir de una mera cuantificación de los niveles de extracción de petróleo sin tener en consideración la fundamental cuestión cualitativa de la Tasa de Retorno Energético (TRE) que aporta dicho petróleo en sus diferentes fases. Así, lo que el acostumbra denominar “la segunda mitad de la Era del Petróleo”, no es en realidad tal mitad sino un periodo de caída muy brusca debido a que el petróleo extraído a partir del cénit máximo de este recurso es de una calidad rápidamente decreciente y un costo energético y económico que aumenta igual de rápido (Casal, 2010); lo mismo puede asegurarse acerca del gas natural y del carbón. En consecuencia, las previsiones del geólogo británico acerca de los niveles previsibles de población en función de la energía total disponible para nuestra especie adolecen, en mi opinión, de dicho sesgo meramente cuantitativo de la energía.
[16] Vid. entrevista con Dennis Meadows en Asociación Touda, 2013.
[17] Remitimos a los lectores a la abundante bibliografía sobre las consecuencias del cambio climático, que omito aquí por ser una cuestión que sólo trato tangencialmente.
[18] http://www.footprintnetwork.org
[19] Es el mismo término empleado por Catton (1980) y que en castellano podríamos denominar desbordamiento, sobrecarga, extralimitación. Según la definición de la Global Footprint Network un overshoot sucede “cuando la demanda de la humanidad ejercida sobre la naturaleza excede la oferta de la biosfera, o su capacidad regenerativa. Tal extralimitación lleva a un agotamiento del capital natural que soporta la vida sobre la Tierra y a una acumulación de desechos. A nivel global, un déficit ecológico y una extralimitación son lo mismo, ya que no hay importación neta de recursos en el planeta. Se da una extralimitación local cuando se explota un ecosistema local más deprisa de lo que se puede renovar.”
[20] http://www.footprintnetwork.org/en/index.php/GFN/page/carbon_footprint/
[21] Según estadísticas de la Agencia Internacional de la Energía: http://www.iea.org/Sankey/index.html
[22] Predicción de la ONU para 2050, citada en Zabel (2009).
[23] Hablo de reducción a nivel global y per cápita, pero obviamente dado que hay países cuyo consumo está por debajo del que correspondería de media para la sostenibilidad, una reparto justo del consumo implicaría que mientras los países más derrochadores de recursos tendrían que reducir su consumo de manera muy importante, en otros muchos países cabría un aumento del consumo que permitiría mejorar el nivel de vida de sus poblaciones, medido no ya mediante el PIB per cápita sino mediante otros indicadores como el IDH, p.ej.
[24] https://en.wikipedia.org/wiki/List_of_countries_by_ecological_footprint
[25] A lo largo de este artículo he intentado exponer por qué considero segura esa drástica caída de la población, básicamente uniendo la correlación entre nivel de población y el consumo de combustibles fósiles, al concepto ecológico de plaga y consiguiente colapso poblacional. Numerosos autores han explicado que la extralimitación con respecto a la capacidad de carga del planeta derivará con seguridad en un colapso de la población, comenzando por el propio Catton (1980 y 2009), por los autores del Limits to Growth (2006), y otros que analizan el problema del peak oil y el colapso de la civilización: Albert Bartlett (en Doring 2008, p.ej.), Graham Zabel (2009), Paul Chefurka (2007), Richard Heinberg (2004), Joseph Tainter, etc. Es decir, sabemos con seguridad que hemos sobrepasado la capacidad de carga del planeta desde la década de 1980 (Meadows, Randers & Meadows, 2006), que es demasiado tarde para implementar las medidas necesarias (íbid y Hirsch, 2005) y que el cénit del petróleo impone el fin de la exhuberancia energética que permitió un crecimiento continuado a la economía mundial. Es decir, el soporte fósil de nuestra civilización se desmorona, cuantitativa y cualitativamente (tasa de retorno energético en irreversible caída) y la consecuencia obvia —ya lo modelicemos por ordenador o bien lo comparemos con otros colapsos históricos— es la caída en el número total de seres humanos. No tendría por q ué ser así obligadamente, si se implementasen medidas que permitiesen actuar sobre el otro factor de la ecuación población x consumo de recursos per cápita capacidad de carga, como he explicado en otro punto del artículo, pero esas medidas no han sido tomadas a tiempo y ahora, afirman todos estos autores, es demasiado tarde para evitar que la biosfera nos obligue a reducir el primero de los factores.
[26] Derrick Jensen, en una de las premisas de su obra Endgame (2006) —disponibles online en http://www.endgamethebook.org/Excerpts/1-Premises.htm— afirma lo siguiente: “Aunque está claro que algún día habrá muchos menos humanos que los que hay en la actualidad, existen muy diferentes modos en que esta reducción de la población se podría producir (o conseguir, según la pasividad o actividad con la que abordemos esta transformación). Algunos de estos modos estarían caracterizados por una extrema violencia y deprivación: un armagedón nuclear, por ejemplo, reduciría tanto la población como el consumo, aunque de una manera horrible; lo mismo podríamos decir de una continuación de la extralimitación, seguida por el colapso. Otros modos podrían estar caracterizados por una menor violencia. No obstante dados los actuales niveles de violencia ejercidos por esta cultura tanto contra los humanos como contra el mundo natural, no es posible hablar de reducciones de la población y el consumo que no impliquen violencia y deprivación, no por el hecho de que las reducciones por sí mismas requieran necesariamente violencia, sino porque la violencia y la deprivación se han convertido en la respuesta por omisión. (…) si no lo abordamos de una manera activa —si no hablamos acerca de nuestro grave problema y de lo que vamos a hacer para afrontarlo— la violencia será casi sin duda mucho más grave, [y] la privación más extrema.”
[27] El profesor Albert Bartlett afirma contundente (en Doring 2008): “Si no estabilizamos el crecimiento poblacional, la naturaleza lo hará y serán los Cuatro Jinetes del Apocalipsis: será la enfermedad, la guerra, el hambre…”. Dicho documental concluye con la siguiente reflexión del biólogo Jason Bradford: “(…) tendremos que readecuar la población a la capacidad de carga del planeta. La Tierra nos está diciendo: ‘Miren, deben elegir: lo arreglan ustedes o lo arreglo yo. Si lo arreglo yo no les gustará, porque voy a tirar todo por la borda’. Y ‘todo’ significa a la mayoría de nosotros.”
[28] Como se puede comprobar p.ej. en https://en.wikipedia.org/wiki/2007%E2%80%9308_world_food_price_crisis
[29] Este dato, al que con frecuencia se recurre, debe ser matizado dado que existen importantes diferencias en la definición de núcleo urbano según los países, según me advierte el profesor Doldán en amable comunicación personal (setiembre 2013): así, p.ej. hay países que consideran urbano un núcleo que sobrepase las cien viviendas y otros que sólo consideran urbanas a las capitales nacionales y de provincia. Según la OCDE un núcleo, para ser calificado de urbano, debe superar los 150 habitantes/km2. España califica como urbanas las localidades de más de diez mil habitantes. En ningún caso parecen tenerse en consideración las tierras cultivables que rodean o no a los núcleos llamados urbanos, factor de enorme relevancia a los efectos de las cuestiones aquí discutidas, con lo cual hay que tomar con suma precaución el dato del porcentaje mundial de población urbana.
[30] Es la denominada hipótesis del fusil de clatratos: https://es.wikipedia.org/wiki/Hip%C3%B3tesis_del_fusil_de_clatratos
[31] La liberación del material radiactivo contenido en un solo reactor nuclear accidentado podría suponer un desastre de proporciones planetarias (Germanos, 2013). A día de hoy existen casi 440 plantas de energía nuclear en todo el mundo (Fuente: https://www.euronuclear.org/info/encyclopedia/n/nuclear-power-plant-world-wide.htm).
[32] Sirva como referencia el estudio disponible en http://ehp.niehs.nih.gov/1205301/
[33] Las especulaciones acerca del tiempo que se podrá mantener una sociedad industrial de la extensión y complejidad de la actual tras alcanzarse el Peak Oil excede también las pretensiones de este artículo. Me limitaré a referenciar un análisis que realicé en 2010 (Casal, 2010) a partir de los datos de otros autores para concluir que podría quedarnos tan sólo entre 5 y 10 años para alcanzar niveles de energía neta absolutamente insuficientes para el mantenimiento de este tipo de civilización. Según Dennis Meadows (2012) en 2030 nos quedará sólo el 50% de la producción actual de petróleo, lo cual unido a la caída de la TRE supondrá en la práctica —según las previsiones referidas en mi análisis de 2010— aproximadamente el 15% de la actual energía neta procedente del petróleo.
[34]Comunicación personal (setiembre de 2013).
[35]Considero que no es necesario aquí insistir sobre el pernicioso y poderoso papel de la publicidad sobre la cultura de las sociedades capitalistas industrializadas, que ha sido tratado por numerosos autores en las últimas décadas. Sin embargo sí que me parece pertinente hacer algún apunte sobre la hiperespecialización. La ecología nos demuestra que esta característica va en contra de la resiliencia: aquellas especies más generalistas son las que tienen más probabilidades de sobrevivir a un colapso de su ecosistema, a expensas de una menor eficiencia a la hora de explotar sus recursos en un estado de no-colapso, justo al contrario que las especies muy especializadas en la explotación de nichos ecológicos concretos. Catton (2009, caps. 4 y 5) identifica el elevadísimo grado de especialización de los seres humanos en la sociedad industrial como un grave obstáculo no sólo para la supervivencia sino incluso para la solidaridad (2009, 46); en su obra Overshoot (1980) llegaba a hablar de una cuasi-especiación, es decir que estamos tan especializados que prácticamente constituimos especies diferentes los unos respecto de los otros. El grado de especialización al que nos ha llevado esta sociedad hipercompleja e hipertecnificada en nuestras ocupaciones profesionales provoca que seamos muy eficientes en una determinada actividad, pero que no sepamos prácticamente nada de las demás; de hecho hemos perdido esa capacidad de saber un poco de todo que tenían generaciones precedentes, y que sigue siendo característica de culturas tradicionales agrarias más atrasadas. El futuro, según diversos autores, pasa por una vuelta al generalismo en paralelo a la simplificación y relocalización de nuestras actividades económicas y sociales.
[36] El origen cultural del problema al que se enfrenta nuestra especie es tratado más en profundidad en una obra de próxima publicación y que tengo el honor de coordinar, titulada “Guía para o descenso enerxético”.
[37] Concepto de la psicología social acuñado en los años 50 por Leon Festinger y referido a la situación producida cuando una persona se enfrenta a un conocimiento que entra en conflicto con sus creencias.
[38] Dennis Meadows afirmaba en una reciente entrevista (Asoc. Touda, 2013): “En lo básico estamos programados exactamente igual que hace 10.000 años. Si uno de nuestros ancestros era atacado por un tigre, tampoco estaría preocupado por el futuro, sino por su supervivencia inmediata. Mi preocupación es que por razones genéticas no somos capaces de tratar cuestiones a largo plazo como el cambio climático. Mientras no aprendamos a hacer eso, no hay manera de resolver todos estos problemas. No hay nada que hacer. La gente siempre dice: “Tenemos que salvar el planeta”. No, no tenemos. El planeta se va a salvar solo de todos modos. Siempre lo ha hecho. A veces le llevó millones de años, pero al final se salvó. No tendríamos que preocuparnos por el planeta, sino por la especie humana.” El mismo concepto es repetido por otros autores como la profesora de psicología Elke Weber (en Doring 2008) y el propio W. Catton, quien también identifica expresamente esa misma incapacidad “de ver más allá del horizonte” como resultado de la evolución (Catton 2009, 214, p.ej.) y a lo cual añade como agravantes otras diversas taras fundamentales de nuestra cultura, analizadas en profundidad en sus obras citadas. Otros autores también señalan factores socioculturales o psicológicos agravantes, como nuestra incapacidad como especie para comprender intuitivamente la función exponencial —y por tanto el crecimiento exponencial combinación de la explotación de la energía fósil con la mecánica inherente al capitalismo en busca de la acumulación perpetua de ganancia—, como no se cansaba de repetir el recientemente fallecido Dr. Albert A. Bartlett, profesor emérito de Física en la Universidad de Colorado (Bartlett, 2002). Por si fueran pocos estos obstáculos, un problema como el Cénit del petróleo —cuya comprensión es básica para poder entender lo que está sucediendo y lo que va a suceder a partir de ahora en las sociedades industrializadas— es mantenido como un tabú social y político, impidiendo que la información fluya adecuadamente en el sistema y realimente correctamente y a tiempo los procesos de decisión social, lo cual supone un claro factor que contribuye al colapso de los sistemas complejos (Catton 2009, 121; Meadows, Randers & Meadows 2006, 31 y 259-268). Aunque este tipo de vital información lograse fluir, el cortoplacismo de nuestro sistema político es tal (Casal, 2013; Casal, 2012; Trainer 2010, cap. 6), promueve de tal manera el ocultar los datos desagradables (Heiberg 2004, 168 y ss.) y los alicientes son tan escasos para las políticas preventivas (Turiel, 2013), que lo más probable es que esa información no llegue a convertirse en conocimiento efectivo. A esto deberíamos añadir que la actual mundialización económica aleja las consecuencias de nuestros actos, con lo cual dejamos de percibirlas y por tanto no podemos incorporlas a nuestros mecanismos mentales de predicción y anticipación, que son limitados pero nos han funcionado durante cientos de miles de años. Sí, tenemos la capacidad de extrapolar los datos a nuestro alcance acerca de nuestro entorno inmediato, pero sólo para prever peligros a corto plazo (Catton, 2009): algo de la complejidad y lejanía de las evidencias como es el cambio climático o el agotamiento de los recursos fósiles, sobrepasa totalmente esa capacidad, sobre todo si los medios de comunicación de masas nos bombardean constantemente con mensajes que niegan implícita o explícitamente ese peligro y nos distraen con otras cuestiones de manera permanente, sin dejar apenas hueco en nuestra mente para la reflexión. Y aunque llegásemos a superar el punto ciego psicológico del que habla Elke Weber y a intuir, pese a todos estos obstáculos para su percepción, que puede existir algún riesgo de tal calibre en el futuro, nuestra arrogante fe en el progreso perpetuo y en la capacidad de la tecnología para solucionar cualquier problema entraría en acción y desactivaría la posibilidad de una respuesta preventiva o reactiva (Casal, 2013); y en cualquier caso preferiríamos, con toda probabilidad, mantener nuestro beneficio a corto plazo a sacrificarlo por un potencial beneficio en el futuro o por una amenaza que no es inmediata (Weber en Doring 2008). Paradójicamente esa fe se basa precisamente en nuestra capacidad de extrapolación: pensamos que la tendencia que constatamos durante toda nuestra vida será lo que nos espera en el futuro (Jason Bradford en Doring 2008). Es definitiva: la causa que nos mantiene bloqueados se trata de la confluencia de varios factores: en primer lugar, de incapacidades que llevamos en nuestros genes fruto de la evolución de nuestra especie; en segundo, de rasgos peligrosos del sistema de creencias dominante en nuestra cultura industrial; y, en tercer lugar, de los graves defectos de nuestro sistema socio-político-económico.
[39] Por ejemplo, la sustitución del aporte de nitrógeno a la agricultura —actualmente basado en el obtenido industrialmente del gas natural— debería pasar, además de por un reciclado lo más completo posible del conjunto de nutrientes producidos y consumidos en cada lugar, por un uso masivo de interplantaciones de leguminosas y otros vegetales fijadores de nitrógeno atmosférico, posiblemente de tipo arbóreo o arbustivo, siguiendo ciertas técnicas de la agricultura tradicional y propuestas más actuales de la permacultura. Queda fuera del alcance de este artículo calcular el resultado potencial de esta sustitución a escala planetaria del gas natural por las leguminosas como la principal fuente de nitrógeno de nuestra especie.
[40] En Sempere (2013) podemos encontrar una interesante propuesta en este sentido desde la izquierda más consciente del colapso. Otros de los autores citados a lo largo de este artículo también realizan propuestas de este tipo, en buena medida coincidentes.
[41] Quisiera recordar aquí lo vital que puede resultar la conservación de ciertos conocimientos para lograr compensar, aunque sea mínimamente, la pérdida de la capacidad de carga extra que nos dio el petróleo (vid. punto 3 del apartado La extinción del Homo colossus).
[42] Esta replicación de experiencias locales profundamente trasformadoras no es utópica: Carlos Calvo (2013) nos recuerda la experiencia histórica de las sociedades agrarias gallegas, verdaderos miniestados paralelos locales y autogestionarios, cuyo éxito se iba replicando aldea por aldea, pueblo por pueblo. Hoy día podemos percibir algo semejante en la base de las Transition Towns o de las denominadas cooperativas integrales, aunque probablemente en nuestras comunidades sería más eficaz partir de experiencias históricas locales, convenientemente adecuadas a la nueva etapa histórica.
[43] Tainter advierte (1988) de que los sistemas complejos no se autosimplifican sino que simplemente colapsan y son sustituidos por otros más simples; Campbell afirma (2002) que nuestro reto es ni más ni menos que ser la primera especie capaz de revertir su evolución reduciendo su grado de complejidad

Bibliografía

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2 Responses to Nosotros, los detritívoros

  1. Jesús Areso says:

    Llevo años preocupado por el futuro que ya se entrevé, por el colapso de nuestra civilización y todo el sufrimiento que traerá y por el cambio climático que además de acabar con el hombre podría acabar con gran parte de la vida en el planeta.
    Su articulo, que he devorado esta mañana, da una visión más sociológica y completa de lo que se nos avecina comparada con la perspectiva más técnica que yo tengo (siendo ingeniero). Muchas gracias.

    Creo que una posible salida de este «cuello de botella» podría ser la aparición de una tecnología capaz de recuperar habitats deteriorados e incluso de crear nuevos habitats. Se trataría de una «nueva agricultura» potencialmente capaz de regenerar las estepas y desiertos. Esta tecnología nos daría unas décadas de respiro. Este tiempo nos permitiría un declive de la población mundial no traumático, basado en el ya existente declive de la natalidad humana.

  2. Pingback: ¿Somos demasiados? Reflexiones sobre la cuestión demográfica – FUHEM

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