Published on enero 15th, 2013 | by EcoPolítica
0Transición energética: últimas posibilidades para Europa
Por Alain Lipietz
Artículo publicado en Alternatives Économiques, nº 95
Traducido al castellano para EcoPolítica por Elisa Santafe
Durante mucho tiempo, la Unión Europea (UE) estuvo a la cabeza en la lucha por un medio ambiente sano y por la justicia ecológica. Primero fue líder en el plano interior: la normativa medioambiental europea siempre fue superior a la de la mayor parte de sus países miembros. Después fue líder mundial: desde la Conferencia de Río de Janeiro de 1992, las propuestas voluntaristas de la UE en las negociaciones internacionales han hecho posible arrancar compromisos que afectan a la mayor parte del mundo en el ámbito medioambiental, ya se trate del clima o de la biodiversidad.
Ese tiempo parece pasado. Arrastrada por la ola liberal, como el resto del planeta, la Unión está atascada desde el Tratado de Niza por métodos de toma de decisiones que conceden un derecho de veto a los países «rezagados». La UE ha reducido progresivamente su ambición en el peor momento: la crisis que afecta al mundo desde 2007-08 tiene, claramente, una raíz doble.
Como consecuencia del neoliberalismo, la polarización de la renta mundial lleva consigo una crisis de la demanda efectiva mundial, como en los años 30 del siglo XX. Pero, y esto es novedoso, una crisis ecológica cierra el camino al «New Deal» de Roosevelt por una sencilla modificación del reparto del valor añadido mundial. Una crisis en la relación entre la sociedad y sus recursos naturales por el lado de la alimentación (y, por consiguiente, de la sanidad) y por el de la energía (y, en consecuencia, del clima y del riesgo nuclear). Esta doble crisis fue la desencadenante de la crisis del capitalismo: la crisis de las «subprime». Los asalariados pobres de Estados Unidos, viendo crecer el precio de los alimentos y del carburante para sus vehículos, tuvieron que elegir y renunciaron a devolver los créditos sobre sus viviendas hipotecadas, ocasionando la quiebra de sus prestamistas y de todo el sistema bancario mundial atragantado con sus títulos «podridos». Y, después, esa crisis impide una «recuperación» basada en el consumo masivo de bienes materiales. Europa no puede ya escapar al «New Deal» verde. Más aún: le interesa totalmente.
I. La erosión de la hegemonía europea en el terreno medioambiental
La normativa ecológica es casi contemporánea a la construcción de la UE. En sí mismo es una ventaja: la Unión se reforzaba hasta ahora mientras reforzaba la defensa del medio ambiente. Las reglas específicas de toma de decisiones en la UE acentuaban esa ventaja. Las decisiones de la Unión se someten a una codecisión entre el Parlamento (que representa a los ciudadanos europeos) y el Consejo (que representa a los gobiernos nacionales). El Parlamento es muy sensible al progreso de la preocupación por la ecología en la población, pero los Estados miembros defienden los intereses de sus principales agentes económicos. En el terreno social esta doble decisión lleva, en general, al bloqueo: la norma europea se alinea con la del país menos avanzado socialmente. Por el contrario, en el ámbito medioambiental se puede encontrar otro equilibro asignando a todos los Estados un objetivo-reto, superior a la normativa del país más avanzado.
De hecho eso es lo que ha pasado hasta la pasada década. Aunque se pueda criticar la debilidad de los resultados logrados, no se puede negar que esos objetivos son, con frecuencia, los más avanzados del mundo en el terreno medioambiental, como el reglamento REACH sobre los productos químicos, el rechazo a la ternera tratada con hormonas y a los transgénicos, etc.
Pero en 2004 la situación empezó a cambiar con la adhesión masiva de los países de Europa del este y con la adopción del Tratado de Niza, que tenía en cuenta sus exigencias. Estos nuevos países adheridos eran reticentes a aceptar las directivas de la Comisión de Bruselas después de haber sufrido durante décadas las del COMECON, el organismo de planificación económica del imperio soviético. El Tratado de Niza les concedía casi un derecho de veto en todas las materias. El proyecto de Tratado constitucional europeo (que en la mayor parte de los casos reforzaba regla de la mayoría) fue rechazado en 2005 por una alianza de los liberales y los nacionalistas. El Tratado de Lisboa, suscrito en 2007, restableció la regla de la toma de decisiones por mayoría, pero ya era demasiado tarde: la vía «intergubernamentalista» estaba fijada. Desde 2005 los gobiernos han retomado la costumbre de negociar entre ellos, buscando la unanimidad, sin preocuparse demasiado ni del interés general europeo ni de la evolución de la opinión pública reflejada en el seno del Parlamento Europeo.
De este modo, la crisis alimentaria mundial, que en Europa adopta la dimensión de una degradación de la calidad de los alimentos, con la explosión de enfermedades vinculadas (obesidad, cáncer, diabetes, etc.) y de una reducción de la esperanza de vida en el segmento de la población empobrecida por el liberalismo (incluso en Alemania), suscita en la opinión pública un llamamiento a una evolución que favorezca la agricultura ecológica y los circuitos de distribución cercanos. Sin embargo, es lo contrario de lo que se esboza en la negociación para la reforma de la Política Agraria Común (PAC) en 2014.
Más espectacular aún es la pérdida de liderazgo de Europa en el terreno de la transición energética: se trata de escapar a los riesgos vinculados a las energías fósiles (su rarefacción y el cambio climático) y a la energía nuclear (reavivados por el drama de Fukushima y la amenaza de proliferación de su uso militar). Las soluciones son conocidas y reconocidas por el Parlamento: austeridad, eficacia energética a través de la generalización de los transportes públicos y el aislamiento de los edificios y el recurso a energías renovables.
Sin embargo, desde 2008, en vísperas de la cumbre de Copenhague, el entonces presidente francés Nicolas Sarzoky y la canciller alemana Angela Merkel acordaron rebajar del 30% al 20% el objetivo propuesto por la UE en materia de reducción de emisiones de gas de efecto invernadero para 2020 en relación con su nivel de 1990. Naturalmente, tomaron como pretexto los intereses de Polonia, «que no podía asumir tal esfuerzo»… Resultado inevitable: las conferencias sobre el clima de Copenhague y las posteriores de Cancún y Durban han fracasado.
El planeta está ya sometido a los dictados de las dos superpotencias menos inclinadas a luchar contra el cambio climático: China y EEUU. Este bloqueo ha desmotivado a la población europea. Cuando la crisis económica se ha transformado en crisis de la deuda soberana, varios Estados, entre ellos Francia, han aprovechado para reducir el calado de sus inversiones en la transición energética.
No obstante, no todo está perdido. Al menos la UE ha conservado su objetivo de una bajada de las emisiones de efecto invernadero del 20% para 2020. Incluso ha conseguido ganarse el apoyo de Australia, pero juntos esos países no representan ni el 15% de las emisiones de gas de efecto invernadero de todo el mundo.
Sería sin embargo un grave error valerse del pretexto de la pasividad del resto del mundo para renunciar a la lucha contra el calentamiento climático. A la UE le interesa perseverar: eso es lo que demuestra un breve balance entre costes y ventajas.
II. El coste de «seguir como antes»
Anticipándose al muy esperado informe de los expertos mundiales en clima, el Banco Mundial hizo pública el 18 de noviembre de 2012 una terrible reprimenda. Al ritmo al que van las cosas – afirma – la temperatura media del planeta habrá aumentado cuatro grados en 2060 en relación con la primera mitad del siglo XX. El coste, que el informe Stern [1] ha había fijado, sería en términos monetarios del orden de una guerra mundial.
Es verdad que Europa estará en zona templada, pero cuanto más nos acercamos a los Polos, más importante será el cambio. Pero cuatro grados más de media a nivel mundial son ¡seis grados más en verano en la zona mediterránea!
En 2060, los jóvenes europeos que hoy tienen 20 años serán jóvenes jubilados dinámicos, pero en verano tendrán que refugiarse en cuevas, al fresco. Las decenas de miles de muertos por la ola de calor de 2003 podrían convertirse en norma. La sequía que ha arrasado las cosechas de Europa del Este en 2010 y 2012 será casi anual. La mayor parte de la producción alimentaria de calidad, como el vino francés, estará condenada. El caudal de los ríos habrá decrecido a la mitad y las centrales nucleares que con ellos se refrigeran tendrán que parar…
III. La ventaja de «salir el primero»
El cambio climático empieza a notarse y no va tardar en empujar a China y a EEUU hacia la transición energética. En la actualidad los países que han tomado la delantera (y era hasta ahora el caso de Europa) tendrán una ventaja competitiva decisiva. Otras potencias son conscientes de ello. Después de 30 años de desarrollo ultraproductivista, China mide el terrible coste ecológico de su imprudencia. Su reciente hegemonía en el terreno de la energía solar fotovoltaica suena como una advertencia: China se prepara para conquistar el liderazgo en las tecnologías de la transición energética.
Pero al margen de ese problema de competitividad, cualquier salida de la crisis del neoliberalismo llevará consigo un aspecto de «crecimiento de la demanda interna». Y como ya no podrá ser como la demanda de automóviles en tiempos de la multinacional Ford, la inversión en la transición energética se convertirá con seguridad en el primer motor de la recuperación de la actividad económica en Europa en las próximas décadas.
Recopilando los estudios de la Comisión Europea y de la Confederación Europea de Sindicatos, Pascal Canfin, que fue periodista de Alternatives économiques y después diputado europeo y ministro francés de Desarrollo, propuso en 2009 una evaluación de la ganancia en empleos europeos de la transición energética dirigida a una reducción del 30% de las emisiones de gas de efecto invernadero. El la cuantificaba en 11 millones de empleos en Europa para 2020 combinando el fomento de los transportes públicos, el aislamiento de los edificios y las nuevas fuentes de energías renovables [2]. Estudios posteriores cifran la ganancia potencial en 650.000 empleos sólo para Francia en 2020, pero con una reducción del 40% del gas de efecto invernadero.
IV. Una política dubitativa
La vía de un «New Deal» verde parecería pues trazada para Europa. Problema: las ventajas en términos de descontaminación y de empleos, que llegan más que varios años después de la inversión inicial. Ahora bien, las nuevas reglas, institucionalizadas por el Pacto de Estabilidad, prohíben a Europa y sus Estados miembros el recurso al endeudamiento. La transición energética es, no obstante, el equivalente económico a una reconstrucción después de una guerra. Debería ser financiada por el presupuesto comunitario y los préstamos del Banco Europeo de Inversiones, pero la derecha, en la actualidad mayoritaria en Europa, no escucha.
Ciertamente hay países que se lanzan resueltamente hacia esa transición. Dinamarca cuenta con renunciar a las energías fósiles como carburante antes de 2036. Alemania ha lanzado un ambicioso y costoso proyecto de abandono de la energía nuclear. Sin embargo, incluso el Parlamento Europeo duda en pronunciarse claramente contra la explotación del gas de esquisto, deseada decididamente por Polonia (una vez más).
La combustión de gas es un 30% menos contaminante que la del petróleo, pero más allá de los desastres locales, la explotación del gas de esquisto o gas pizarra deja escapar un 5% de metano… que es 40 veces más contaminante que el gas carbónico o convencional. Resulta que el gas de esquisto es más contaminante que el carbón. Aceptar esta opción sería renunciar a la transición energética y a la defensa del clima.
En materia de transición energética, como en otros temas, Europa está en la encrucijada.
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Notas
[1] Ver el resumen en castellano: http://www.oei.es/decada/informestern.htm
[2] CANFIIN, Pascal. Le contrat Écologique pour l’Europe. Les Petits Matins, 2009.