Published on diciembre 16th, 2008 | by EcoPolítica
0La democracia como procedimiento y como régimen
Por Cornelius Castoriadis
Este texto publicado en Iniciativa Socialista, nº38, febrero 1996 recoge su intervención en el encuentro internacional «La estrategia democrática», Roma, febrero 1994, cuyas ponencias fueron recogidas en el libro La strategia democratica nella società che cambia, Ed. Datanews, Via S. Erasmo 15, 00184 Roma, mayo 1995.
El objeto de nuestra discusión traduce y expresa la crisis que actualmente atraviesa el movimiento democrático. La elección de semejante tema [la estrategia democrática] está condicionada, precisamente, por la aparición de una concepción de la «democracia» que la reduce a un simple conjunto de «procedimientos», rompiendo así con todo el pensamiento político precedente, que veía en la democracia un régimen político, indisociable de una concepción sustantiva de los fines de la institución política y de una visión sobre el tipo de ser humano que le corresponde. Se ve fácilmente que, independientemente de cuál sea el ropaje filosófico con el que se cubra, una concepción meramente procedimental de la «democracia» tiene su propio origen en la crisis de las significaciones imaginarias que se refieren a las finalidades de la vida colectiva, y pretende ocultar esta crisis disociando la «forma del régimen político» de cualquier discusión relativa a esas finalidades, o incluso llegando a suprimir la idea misma de éstas. El profundo vínculo que une esta concepción con lo que se ha llamado, más bien irrisoriamente, el individualismo contemporáneo, es algo manifiesto y volveré sobre ello. Pero conviene comenzar por el principio.
I
Discutir sobre la democracia significa discutir sobre la política. Ahora bien, la política no existe siempre y en cualquier lugar; la verdadera política es la resultante de una creación histórico-social rara y frágil. Lo que existe en toda sociedad es el político: la dimensión -explícita, implícita o quizá casi imperceptible- que tiene que ver con el poder, esto es, la instancia o las instancias instituidas, que pueden emitir mandatos con autoridad, y que, al menos, deben incluir siempre, de forma explícita, lo que denominamos un poder judicial y un poder de gobierno [1]. Pueden existir, ha habido y aquí se augura que habrá de nuevo, sociedades sin Estado, carentes de un aparato burocrático jerárquicamente organizado, separado de la sociedad y en posición de dominio respecto a ésta. El Estado es una creación histórica fechable y localizable: Mesopotamia, Este y Sudeste asiático, la Centroamérica precolombina. Una sociedad sin tal Estado es posible, concebible, augurable. Pero una sociedad sin instituciones explícitas de poder es un absurdo, en el que cayeron Marx y los anarquistas.
No hay ser humano extrasocial; no existe ni la realidad ni la ficción coherente de un «individuo» humano como sustancia asocial, extrasocial o presocial. No podemos concebir un individuo sin lenguaje, por ejemplo, y no existe lenguaje más que como creación e institución social. Esta creación y esta institución no pueden ser vistas, a menos de caer en el ridículo, como resultado de una cooperación consciente de «individuos», ni tampoco de una suma de redes «intersubjetivas»: para que haya intersubjetividad es necesario que haya sujetos humanos y la posibilidad de que se comuniquen. En otras palabras, debe haber seres humanos ya socializados y un lenguaje que no podrían producir ellos mismos como individuos (uno o muchos: «redes intersubjetivas»), sino que reciben necesariamente de su socialización. La misma consideración puede aplicarse a mil aspectos diversos de eso que se llama individuo. La «filosofía política» contemporánea -como también el núcleo de lo que pasa por ser ciencia económica- está fundada sobre esta ficción incoherente de un individuo-sustancia, bien definido en sus determinaciones esenciales, fuera o frente a toda sociedad: sobre este absurdo se apoyan necesariamente la idea de la democracia como simple «procedimiento» y el pseudo-«individualismo» contemporáneo. Pero fuera de la sociedad el ser humano no es ni bestia ni Dios (Aristóteles), pues simplemente no es, no puede existir, ni físicamente ni, sobre todo, psíquicamente. El hopeful and dreadful monster [monstruo prometedor y terrible] que es el neonato humano, radicalmente inadaptado para la vida, debe ser humanizado, y esta humanización es su socialización, trabajo social mediado e instrumentado por el ambiente inmediato del infans. El ser-sociedad de la sociedad son las instituciones y las significaciones imaginarias sociales que esas instituciones encarnan y hacen existir en la efectividad social. Estas significaciones son lo que da un sentido -sentido imaginario, en la acepción profunda del término, esto es, creación espontánea e inmotivada de la humanidad- a la vida, a la actividad, a las decisiones, a la muerte de los seres humanos, como también al mundo que crean y en el que los seres humanos deben vivir y morir. La polaridad no está entre individuo y sociedad -pues el individuo es un fragmento de la sociedad y al mismo tiempo una miniatura suya, o, mejor dicho, una especie de holograma del mundo social-, sino entre psique y sociedad. La psique debe ser, mejor o peor, domada, debe aceptar una «realidad» que le es heterogénea y extraña al principio, y, en cierto sentido, también hasta el final. Esta «realidad» y su aceptación son obra de la institución. Esto lo supieron los griegos; los modernos, en gran parte a causa del cristianismo, lo han ocultado.
La institución -y las significaciones imaginarias que ella expresa- no puede existi si no se conserva, si no se adapta para sobrevivir: la tautología darwiniana encuentra aquí un fecundo terreno de aplicación. Asimismo, se conserva gracias al poder, y este poder existe ante todo como infrapoder radical, siempre implícito. Se puede haber nacido en Italia en 1945, en Francia en 1930, el Estados Unidos en 1945, en Grecia en 1922. No lo hemos decidido, pero este hecho decide la parte esencial de cada existencia: nuestra propia lengua, nuestra propia religión, el 99% (en el mejor de los casos) del propio pensamiento, aquello por lo que se desea vivir o se acepta (o no se acepta) morir. Esto es mucho más, y cosa muy distinta, que el simple «estar en el mundo» que no se ha elegido (la Geworfenheit de Heidegger). Este mundo no es un mundo o el mundo tout court, es un mundo histórico social, formado por la institución, que contiene en modo indescriptible innumerables consecuencias de la historia precedente.
Desde su nacimiento, el sujeto humano queda cogido en un campo histórico-social, y es colocado simultáneamente bajo la influencia del imaginario colectivo instituyente, de la sociedad instituida y de la historia de la que dicha institución es su cumplimiento provisional. La sociedad no puede dejar de producir, en primer lugar, individuos sociales conformes a ella y que la producen a su vez. Incluso si se nace en una sociedad conflictiva, el terreno del conflicto, la puesta en juego y las opciones están predeterminadas; incluso si se va a llegar a ser filósofo, será esta historia de esta filosofía, y no otra, la que constituirá el punto de partida de la reflexión. Esto se encuentra mucho más acá, o más allá, de toda intención, voluntad, maniobra, conspiración, disposición de cualquier institución, ley, grupo o clase determinadas.
Al lado, o «por encima», de este infra-poder implícito, siempre ha habido y siempre habrá un poder explícito, instituido como tal, con sus dispositivos particulares, con su funcionamiento definido y con las sanciones legítimas que puede aplicar [2]. La necesidad de existencia de tal poder deriva al menos de cuatro factores:
- el mundo «pre-social» en cuanto tal amenaza siempre el sentido instaurado de la sociedad;
- la psique de cada ser humano no está ni puede estar nunca completamente socializada ni ser totalmente conforme a lo que las instituciones le exigen;
- la sociedad contiene siempre, en su institución y en sus significaciones imaginarias, un impulso hacia el porvenir, y el porvenir excluye una codificación (o una mecanización) preliminar y exhaustiva de las decisiones a tomar.
De ello deriva la necesidad de instancias explícitamente instituidas sobre la base de la posibilidad de tomar decisiones autorizadas sobre lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer, esto es, sobre la base de la posibilidad de legislar, «llevar a cabo», resolver los litigios y gobernar. Las primeras dos funciones pueden estar ocultas en la estructura consuetudinaria del sistema normativo (y lo han estado, en la mayor parte de las sociedades arcaicas), pero no puede decirse lo mismo de las dos últimas. Por último, y sobre todo, este poder explícito es el garante instituido del monopolio de las significaciones legítimas en la sociedad considerada.
Lo político es todo aquello que concierne a este poder explícito (los modos de acceso a él, el modo apropiado de gestionarlo, etc.).
Este tipo de institución cubre la casi totalidad de la historia humana. Así ocurre en las sociedades heterónomas: crean ciertamente sus propias instituciones y significaciones, pero ocultan esta autocreación, imputándola a un fuente extrasocial -los antepasados, los héroes, los dioses, Dios, las leyes de la historia o las leyes del mercado-, en todo caso una fuente exterior a la efectiva actividad de la colectividad efectivamente existente. En tales sociedades heterónomas, la institución de la sociedad tiene lugar en el cierre del sentido. Todas las preguntas formulables en la sociedad considerada pueden encontrar respuesta en las significaciones imaginarias, mientras que las que no pueden hacerlo son, más que prohibidas, imposibles mental y psíquicamente para los miembros de la sociedad.
Esta situación, por lo que sabemos, sólo ha sido rota dos veces en la historia: en la Grecia antigua y en Europa occidental. Y de esa ruptura somos herederos, es ella la que nos permite hablar como hablamos. La ruptura se expresa a través de la creación de la política y de la filosofía (de la reflexión). Política: puesta en cuestión de las instituciones establecidas. Filosofía: puesta en cuestión de los idola tribus, de las representaciones comúnmente aceptadas.
En estas sociedades, el cierre del sentido se rompe, o por lo menos tiende a romperse. Esa ruptura -y la actividad de interrogación incesante que la acompaña- implica el rechazo de una fuente de sentido diferente a la actividad viva de los seres humanos. Implica, por tanto, la repulsa de toda «autoridad» que no rinda cuenta y razón, y que no justifique la validez del derecho de sus enunciados. De ello se derivan de forma casi inmediata:
- la obligación de todos de dar cuenta y razón (logon didonai) de los propios actos y de las propias afirmaciones.
- la repulsa de las «diferencias» o «alteridades» (jerarquía) preliminares en las posiciones respectivas de los individuos y, consiguientemente, la puesta en cuestión de todo poder que dé lugar a ellas;
- la apertura de la pregunta sobre las buenas (o mejores) instituciones, en la medida en que dependen de la actividad consciente y explícita de la colectividad; y, por tanto, también la apertura de la pregunta sobre la justicia
Se nota fácilmente que estas consecuencias conducen a considerar la política como una tarea que afecta a todos los miembros de la colectividad respectiva, una tarea que presupone la igualdad de todos y trata de hacerla efectiva. Una tarea, pues, que también es de transformación de las instituciones en el sentido de la democracia. Podemos ahora definir la política como la actividad explícita y lúcida que concierne a la instauración de las instituciones deseables, y la democracia como el régimen de autoinstitución explícita y lúcida, tanto como es posible, de instituciones sociales que dependen de una actividad colectiva y explícita.
Casi no haría falta añadir que esta autoinstitución es un movimiento incontenible, que no pretende lograr una «sociedad perfecta» (expresión carente de sentido), sino una sociedad libre y justa, en la medida de la posible. A este movimiento le llamamos el proyecto de una sociedad autónoma y, llevado a su cumplimiento, debe establecer una sociedad democrática.
Surge una pregunta preliminar, ya planteada efectivamente en la historia: ¿por qué se quiere, por qué se debe querer, un régimen democrático? No lo discutiré aquí, limitándome a observar que esa pregunta implica ya que debemos (o deberíamos) vivir en un régimen en el que todas las preguntas pueden ser planteadas, y eso también es el régimen democrático.
Asimismo, es inmediato que semejante institución, en la que todas las preguntas pueden ser planteadas, donde ninguna posición ni status están determinados o garantizados de partida, define la democracia como régimen. Volveré sobre ello.
II
Se ha objetado que esta visión comporta una concepción sustantiva de la felicidad de los ciudadanos y que, por tanto, desemboca fatalmente en el totalitarismo (posición explícitamente expresada por Isaiah Berlin e implícita en las argumentaciones de Rawls o Habermas) [3].
Pero nada de lo dicho hasta ahora alude a la «felicidad» de los ciudadanos. Se pueden comprender las razones históricas de tales objeciones, desde el famoso «la felicidad es una idea nueva en Europa» de Saint Just hasta la monstruosa farsa de los regímenes estalinistas, que pretendían trabajar por -y realizar- la felicidad del pueblo («La vida se ha hecho mejor, compañeros. La vida se ha hecho más feliz», declaraba Stalin en el apogeo de la miseria y del terror en Rusia). Pero estas motivaciones no bastan para justificar la posición teórica, que parece una reacción casi epidérmica a una situación histórica de colosales dimensiones -la emersión del totalitarismo- que exigía un análisis mucho más profundo de la cuestión política. El objetivo de la política no es la felicidad, sino la libertad. La libertad efectiva (no me refiero aquí a la libertad «filosófica») es lo que llamo autonomía. La autonomía de la colectividad, que no puede realizarse más que a través de la autoinstitución y el autogobierno explícitos, es inconcebible sin la autonomía efectiva de los individuos que la componen. La sociedad concreta, que vive y funciona, no es otra cosa que los individuos concretos, efectivos, «reales».
Pero lo inverso es igualmente cierto: la autonomía de los individuos es inconcebible sin la autonomía de la colectividad. En realidad, ¿qué significa, cómo es posible, qué presupone la autonomía de los individuos? ¿Cómo se puede ser libre si se está colocado obligatoriamente bajo la ley social? Existe una primera condición: es necesario que se tenga la posibilidad efectiva de participar en la formación de la ley (de la institución). No se puede ser libre bajo una ley si no se puede decir que esa ley es propia, si no se ha tenido la posibilidad efectiva de participar en su formación y en su institución (incluso cuando las preferencias propias no han prevalecido). En vista de que la ley es necesariamente universal en su contenido y, en una democracia, es colectiva en su fuente (punto que, en teoría, no discuten los procedimentalistas), de ahí se deriva que la autonomía (la libertad) efectiva de todos, en una democracia, debe ser una preocupación fundamental de cada uno (el «olvido» de esta evidencia es una de las innumerables estafas del pseudo-«individualismo» contemporáneo), ya que la cualidad de la colectividad que adopta decisiones que nos afectan es algo que nos interesa de manera vital (en otro caso, nuestra propia libertad se convierte en algo políticamente irrelevante, estoica o ascética). Tengo un interés positivo fundamental (y también egoísta) en vivir en una sociedad más cercana a la del Simposio que a la del Padrino o a la de Dallas. La propia libertad, en su realización efectiva, es función de la libertad efectiva de los otros. Idea ésta que, ciertamente, es incomprensible para un cartesiano o para un kantiano.
No hay ninguna duda de que el despliegue y la realización de esta libertad presupone algunas disposiciones institucionales precisas, incluidas algunas disposiciones «formales» y «procedimentales»: los derechos individuales (Bill of Rights), las garantías judiciales (due process of law; nullum crimen, nulla poena sine lege), la separación de poderes, etc. Pero las libertades a las que dan resultado son estrechamente defensivas (negativas). Todas estas disposiciones presuponen -y se trata del postulado tácito casi general en lo que pasa por ser filosofía política moderna- que haya ahí delante un poder extraño a la colectividad, inamovible, inatacable, por esencia hostil y peligroso, cuya potencia se pretende limitar en la medida que sea posible. Reencontramos así la filosofía tácita de los comunes ingleses respecto al monarca, y la posición explícita de los textos fundadores de la Constitución americana. El hecho de que algunos siglos más tarde, los «pensadores políticos» de la modernidad se comporten psíquica e intelectualmente como «servidores sumisos y obedientes de vuestra Excelencia» –Eu. Excellenz untertaenig gehorsamster Diener [4]- sorprenderá solamente a quienes no hayan reflexionado nunca sobre la extraña relación entre la mayor parte de los intelectuales y los poderes establecidos [5].
Libertad bajo la ley -autonomía- significa participación en el posicionamiento de la ley. Es una tautología afirmar que esta participación sólo realiza la libertad cuando ella es igualmente posible para todos, no en la letra de la ley sino en la efectividad social. De eso se deriva inmediatamente lo absurdo de la oposición entre igualdad y libertad, repetida a lo largo de varios decenios. A menos que se las tome en acepciones totalmente engañosas, las dos nociones se implican recíprocamente [6]. La igual posibilidad efectiva de participación comporta el reconocimiento efectivo de las condiciones de todo orden para esta participación. Las implicaciones son manifiestamente inmensas y abarcan una parte considerable de la institución global de la sociedad; pero el punto de apoyo arquimédico es evidentemente la paideia [educación] en su sentido más profundo y duradero, sobre el que tornaré.
Por consiguiente, no es posible realizar una «democracia procedimental» que no sea un fraude, si no se interviene profundamente sobre la organización de la vida social.
III
La lengua griega antigua y la práctica política de los atenienses ofrecen una distinción preciosa -y, en mi opinión, de validez universal- entre tres esferas de la actividad humana, que, a su vez, la institución global de la sociedad debe separar y articular: el oikos, el agora y la ecclesia, que, traducidos libremente, serían la esfera privada, la esfera privada/pública y la esfera (formalmente y en sentido fuerte) pública, que correspondería con lo que más arriba he definido como poder explícito. Noto en passant que esta distinción fundamental se encuentra en los hechos y en el lenguaje, pero no fue explicitada en tales términos en la época clásica, ni tampoco por el pensador clásico de la democracia, Aristóteles, excepto parcialmente. Estas esferas no son netamente distintas (y precisamente articuladas) salvo en un régimen democrático. Bajo un régimen totalitario, por ejemplo, la esfera pública absorbe cualquier cosa, y, al mismo tiempo, en realidad no es pública en absoluto, pues constituye la propiedad del Aparato totalitario que detenta y ejercita el poder. Las monarquías absolutas tradicionales respetaban, en teoría, la independencia de la esfera privada, del oikos, y sólo intervenían moderadamente en la esfera privada/pública, el agora. Paradójicamente, las pseudo-«democracias» occidentales contemporáneas, de hecho, han transformado, en gran medida, la esfera pública en privada: las decisiones verdaderamente importantes se toman en secreto y tras los bastidores (del Gobierno, del Parlamento, de los Aparatos de los partidos). Se puede dar una definición de democracia tan buena como cualquier otra: la democracia es el régimen en el que la esfera pública se hace verdadera y efectivamente pública, pertenece a todos, está efectivamente abierta a la participación de todos.
El oikos, la casa-familia, la esfera privada, es el campo en el que, formalmente y como principio, el poder ni puede y ni debe intervenir, aunque, como es usual en este campo, eso ni puede y ni debe entenderse en sentido absoluto: la ley penal prohíbe atentar contra la vida o la integridad física de los miembros de la propia familia, la enseñanza de los niños se ha hecho obligatoria incluso bajo los gobiernos más conservadores, etc.
El agora, el mercado-lugar de reunión, es el campo en el que los individuos se encuentran libremente, discuten, contratan recíprocamente, publican y compran libros, etc. Tampoco aquí, formalmente y como principio, puede ni debe intervenir el poder, aunque tampoco puede entenderse eso en sentido absoluto. La ley impone el respeto de los contratos privados, prohíbe el trabajo de los niños, etc. En realidad, nunca acabaríamos de enumerar los puntos sobre los que el poder, también en los Estados más «liberales» (en el sentido del liberalismo capitalista), interviene en este campo (un ejemplo que se pondrá después: el Presupuesto), ni tampoco las disposiciones a través de las que lo hace.
La ecclesia, termino aquí utilizado metafóricamente [7], es el lugar del poder, el campo público/público. El poder incluye a los poderes, y éstos, a su vez, deben estar separados y articulados. Me remito a otros textos donde he tratado más ampliamente el tema [8] y me limitaré ahora a algunos puntos relevantes para la presente discusión.
Si se considera concretamente la actividad de las diferentes ramas del poder, está claro que no existe un campo en el que se puedan asumir y adoptar decisiones sin tomar en consideración apreciaciones sustanciales. Lo que vale tanto para la legislación como para el gobierno, para el «ejecutivo» como para el judicial.
De hecho, es imposible imaginar una ley -excepción hecha, particularmente, de las leyes de procedimiento- que no decida sobre cuestiones sustantivas. Ni la prohibición de homicidio queda excluida, como testimonian las múltiples restricciones, excepciones y cualificaciones de que está rodeada, siempre y en todas partes. Lo mismo puede decirse sobre la «aplicación» de estas leyes, tanto desde el judicial como desde el «ejecutivo» [9]. El juez no puede (y, en todo caso, no debe) ser nunca un Paragraphen/automat, porque se encuentra siempre con los «vacíos del derecho» (Rechtslucken), pero sobre todo porque siempre hay un problema de interpretación de la ley y, más profundamente, un problema de equidad [10]. Tanto la interpretación como la equidad son inconcebibles sin recurrir e invocar al «espíritu del legislador», y lo mismo ocurre con sus «intenciones» [11] y los valores sustantivos hacia los que se supone que este último mira. Las cosas se plantean de la misma forma respecto a la administración, en la medida que ésta última no podría «aplicar» las leyes y los decretos sin interpretarlos. Y lo mismo puede decirse, en el máximo grado posible, sobre el Gobierno. La función de gobierno es «arbitraria». Se desenvuelve en el marco de la ley y está vinculada a la ley (esto se refiere evidentemente a lo que se considera el caso de los regímenes «democráticos» occidentales), pero no aplica ni cumplimenta, por lo común, las leyes. La ley (en general, la Constitución) establece que el Gobierno debe presentar cada año un proyecto de presupuestos ante el Parlamento, y que éste (compartiendo en este caso una función de gobierno y no «legislativa») debe expresar su voto, con o sin enmiendas al texto original; lo que la ley no dice, y no podría nunca decir, es qué debe haber dentro de dicho Presupuesto. Es totalmente evidente que es imposible imaginar un Presupuesto que no esté imbuido de cabo a rabo, tanto para los ingresos como para los gastos, por decisiones sustantivas inspiradas en ciertos objetivos y en ciertos «valores» hacia cuya realización apunta. Más en general, todas las decisiones no banales de gobierno afectan y vinculan el futuro, en una oscuridad radical y radicalmente inevitable. Tienden a orientar la evolución de la sociedad, en la medida en que ésta depende de ellas, en una dirección que se prefiere a otra. ¿Cómo podrían acometerse tales decisiones sin apelar, aunque sea tácitamente, a opciones sustantivas?
Podría aducirse que bien podría darse que todas estas decisiones explícitas (particularmente las legislativas y de gobierno) sólo apuntasen a la conservación del estado de cosas existente, o a la preservación de la libertad de la sociedad (no «política») para hacer emerger de sí misma y desplegar las «formas de vida sustancial» que le son gratas. Pero este argumento contiene, aunque sea implícitamente, una aserción de valoración positiva de las formas y de los contenidos ya existentes de la vida social, ya sean herencia de tiempos inmemoriales, ya sean producto de la actividad contemporánea de la sociedad. Para poner un ejemplo familiar al lector de hoy, el «liberalismo» extremo remite a una afirmación de sustancia: aquello que «los mecanismos del mercado» o la «libre iniciativa económica», etc., producen, es «bueno» o «el menor mal posible», o bien dice que ningún juicio de valor sobre ello ser expresado (las dos afirmaciones, evidentemente contradictorias, han sido sostenidas simultánea o sucesivamente por F. von Hayek, por ejemplo). Afirmar que ningún juicio de valor puede ser expresado sobre aquello que la sociedad «espontáneamente» produce, impele hacia el nihilismo histórico total y termina afirmando, por ejemplo, que cualquier régimen (estalinista, nazi u otro) equivale a cualquier otro. Considerar que todo aquello que la tradición o, lo que es lo mismo, la sociedad, produce espontáneamente es bueno o el menor mal posible fuerza a tratar de demostrar, en cada caso y en cada ejemplo preciso, porque eso sería así y, por tanto, fuerza a entrar en una discusión sustantiva.
Ya que nadie en posesión de sus facultades mentales podría rechazar estas constataciones, la duplicidad del punto de vista procedimental se hace clara: no se trata de negar que las decisiones que implican cuestiones de sustancia deban ser tomadas, sea cual sea el tipo de régimen considerado, sino de afirmar que, en un régimen «democrático», solamente son relevantes la «forma» o el «procedimiento» para la toma de esas decisiones, es decir, que esta «forma» o este «procedimiento» por sí mismos caracterizan un régimen «democrático».
Con todo, admitamos que las cosas sean así. Pero todo «procedimiento» debe ser aplicado por seres humanos. Seres humanos que deben poder, deber y estar obligados a aplicar este procedimiento según su «espíritu». ¿Pero quiénes son estos seres humanos, de dónde vienen? Esta pregunta sólo se podría eludir desde la ilusión metafísica del individuo-sustancia, preformado en sus determinaciones esenciales, para el que su pertenencia a un ambiente histórico-social definido sería accidental, como lo sería el color de los ojos, postulando así la existencia efectiva (que se encuentra en la política efectiva, no en las ficciones «contrafactuales»), la existencia de átomos humanos -ya dotados no sólo de «derechos», etc., sino de una conciencia perfecta de las disposiciones del derecho (sin la que sería necesario legitimar una división del trabajo establecida de una vez por todas entre «simples ciudadanos» y jueces, administradores, legisladores, etc.)- que tenderían por sí mismos, ineludible e independientemente de toda formación, historia personal, etc., a comportarse como átomos jurídico-políticos. Esta ficción del homo juridicus es tan ridícula e inconsistente como la del homo oeconomicus, y ambas presuponen la misma metafísica antropológica.
Para el punto de vista procedimental, los seres humanos (o una parte suficiente de ellos) deberían ser puros entendimientos jurídicos. Pero los individuos efectivos son otra cosa muy distinta. Estamos obligados a tomarles como vienen, forjados ya por la sociedad, con su historia, sus pasiones, sus múltiples pertenencias particulares, tal y como han sido construidos en el proceso histórico-social y en la institución dada de la sociedad. Porque seríamos diversos, sería necesario que esta institución, en los aspectos sustanciales y sustantivos, fuese diversa. Incluso si suponemos una democracia caída del cielo, tan completa y perfecta como se quiera, esta democracia no podría durar más que algunos años a menos que produzca los individuos que le corresponden y que son, ante todo y sobre todo, capaces de hacerla funcionar y de reproducirla. No puede haber sociedad democrática sin paideia democrática.
La concepción procedimental, salvo caer en la incoherencia, está obligada a introducir subrepticiamente -o llevar hasta- al menos dos juicios de sustancia y de hecho:
- las instituciones efectivas, dadas, de la sociedad son, tal y como son, compatibles con el funcionamiento de procedimientos «verdaderamente» democráticos;
- los individuos, tal como son construidos por esta sociedad, pueden hacer funcionar los procedimientos establecidos en su «espíritu» y defenderlos.
Estos juicios tiene múltiples presuposiciones y comportan numerosas consecuencias. Mencionemos dos. La primera es que nos encontramos nuevamente con la cuestión fundamental de la equidad, no en el sentido sustantivo, sino ante todo en el sentido estrechamente lógico ya establecido por Platón y Aristóteles [12]. Hay siempre inadecuación entre la materia a juzgar y la forma misma de la ley, pues la primera es necesariamente concreta y específica y la segunda es abstracta y universal. Esta inadecuación no puede ser colmada más que con el trabajo creador del juez «que se pone en el puesto del legislador», lo que implica que tome en cuenta consideraciones sustantivas. Todo esto va mucho más allá del procedimentalismo.
La segunda es que, para que los individuos sean capaces de hacer funcionar los procedimientos democráticos según su «espíritu», es necesario que una parte importante del trabajo de la sociedad y de sus instituciones se dirija hacia la producción de individuos que se correspondan con esta definición, esto es, mujeres y hombres democráticos también en el sentido estrechamente procedimental del término. Pero entonces es preciso afrontar el dilema siguiente: o esta educación de los individuos es dogmática, autoritaria, heterónoma -y la pretensión democrática se convierte en el equivalente político de un ritual religioso-; o bien, los individuos que deben «aplicar el procedimiento» -votar, legislar, seguir las leyes, gobernar- han sido educados de manera crítica. En tal caso, es necesario que este espíritu crítico sea valorizado, en cuanto tal, por la institución de la sociedad, y entonces se abre la caja de Pandora de la puesta en cuestión de las instituciones existentes, y la democracia vuelve a ser movimiento de autoinstitución de la sociedad, esto es, un nuevo tipo de régimen en el sentido pleno del término.
Los periodistas y también algunos filósofos políticos que parecen ignorar totalmente las largas disputas de la «filosofía del derecho» de los dos últimos siglos, hablan constantemente del «Estado de derecho». Pero si el «Estado de derecho» (Rechtstaat) es una cosa distinta del «Estado de la ley» (Gesetzstaat) [13] no es sino porque aquel va más allá de la simple conformidad con «procedimientos», planteando la cuestión de la justicia e implicando incluso a las reglas jurídicas ya existentes. Pero la cuestión de la justicia es la cuestión de la política, de cuándo la institución de la sociedad ha dejado de ser sagrada o tradicional. Desde entonces, el «reino de la ley» no puede eludir la pregunta ¿qué ley, por qué esta ley y no otra? Ni siquiera la respuesta «formalmente democrática» -la ley es ley porque representa la decisión de mayoría (omitimos evidentemente el saber si realmente lo es)- impide la pregunta: ¿y por qué debe ser así? Si la justificación de la regla de la mayoría es estrechamente «procedimental» -por ejemplo, porque es necesario que toda discusión tenga término-, entonces cualquier regla podría tener la misma justificación: sortear la decisión, por ejemplo. La regla mayoritaria no puede ser justificada si no se admite el valor igual, en el campo de lo contingente y lo probable, de las doxai [opiniones] de individuos libres [14]. Pero si este igual valor no debe quedarse reducido a un «principio contrafactual», un engaño pseudo-trascendental, entonces es tarea permanente de la institución de la sociedad producir individuos de los que puede postularse razonablemente que sus opiniones tienen el mismo peso en el campo político. Una vez más, la cuestión de la paideia se revela ineliminable.
La idea de que el «derecho positivo» y sus procedimientos puedan separarse de los valores sustantivos es un espejismo. También lo es la idea de que un régimen democrático podría recibir de la historia, ready made [confeccionados], individuos democráticos que le harían funcionar. Tales individuos sólo pueden ser formados dentro, y a través, de una paideia democrática, que no brota como una planta sino que debe ser un objeto central de las preocupaciones políticas.
Los procedimientos democráticos constituyen una parte, ciertamente importante, pero sólo una parte, de un régimen democrático. Y deben ser verdaderamente democráticos, en su espíritu. En el primer régimen que se puede llamar, a pesar de todo, democrático, el régimen ateniense, fueron instituidos no como simples «medios», sino como momento de encarnación y de la facilitación de los procesos que lo realizaban. La rotación, el sorteo, la decisión tras la deliberación de todo el cuerpo político, las elecciones y los tribunales populares, no se basaban tanto sobre el postulado de la igual capacidad de todos para asumir las cargas públicas, sino más bien constituían las piezas de un proceso político educativo, de una paideia activa, que pretendía ejercitar y también desarrollar entre ellos todas las capacidades correspondientes, y, por tanto, hacer el postulado de la igualdad política tanto más posible por estar más próximo a la realidad efectiva.
IV
En verdad, las raíces de estas confusiones no son solamente «ideales», en el sentido de que no deben ser buscadas esencialmente o exclusivamente en «falsas ideas», en la misma medida en que no son solamente «materiales», en el sentido de que no deben entenderse como mera expresión, más o menos consciente, de intereses, pulsiones, posiciones sociales, etc. Se apoyan sobre el imaginario histórico-social de la edad «política» moderna, desde su prehistoria, pero ante todo sobre su carácter antinómico. Ahora no es posible dedicarse a hacer una dilucidación de esto, así que me limitaré al intento de seleccionar algunos puntos relevantes de la constelación de ideas en cuyo interior y a través de las cuales se ha expresado este imaginario en la esfera política. Comenzaré in media res. Es conocida la crítica habitual que el marxismo dirigía a los derechos y a las libertades «burguesas» (y que se remonta, sea lo que quiera que se diga, a Marx mismo): se tratarían de libertades y derechos simplemente «formales», establecidos más o menos en interés del capitalismo. Crítica incorrecta por muchas razones. Estos derechos y libertades no han nacido con el capitalismo ni han sido reconocidos por él. Reivindicados inicialmente por la protoburguesía de las comunas desde el siglo X, han sido arrancados, conquistados, impuestos a través de luchas seculares del pueblo (en las que no sólo han jugado un papel importante los estratos desfavorecidos, sino también la pequeña burguesía). Allá donde solamente han sido importados, han sido casi siempre débiles y frágiles (consideremos el caso de los países de América Latina o Japón). Además, estos derechos y libertades no se corresponden con el «espíritu» del capitalismo; este último exige más bien el one best way de Taylor o la «jaula de hierro» de Max Weber. Igualmente falsa es la idea de que representarían la premisa política de la concurrencia en el mercado económico, pues ésta es solamente un momento, ni espontáneo (Polanyi) ni permanente del capitalismo, cuya tendencia interna conduce al monopolio, al oligopolio o a las coaliciones entre capitalistas. Y tampoco constituyen una precondición para el desarrollo del capitalismo (consideremos de nuevo el ejemplo de Japón). Por fin, y sobre todo, estos derechos y libertades no son en absoluto «formales»: por el contrario, corresponden a rasgos de vital necesidad en todo régimen democrático. Sin embargo, son parciales y, como se ha dicho antes, esencialmente defensivos. También la cualificación de «negativos» (I. Berlin) es inadecuada. El derecho a reunirse, a manifestarse, a publicar un periódico o un libro no es «negativo»: su ejercicio constituye una componente de la vida social y política y puede tener y tiene necesariamente efectos importantes sobre ella. Otra cosa es que pueda ser obstaculizado por las condiciones efectivas o, como ocurre hoy en los países ricos, que pueda ser reducido a un papel más o menos fútil a causa del marchitamiento político general. Precisamente, una parte principal de la lucha por la democracia apunta hacia la instauración de las condiciones reales que permitan a todos el ejercicio efectivo de estos derechos. Recíprocamente, esta falaz denuncia del carácter «formal» de los derechos y libertades «burguesas» ha tenido resultados catastróficos, sirviendo de trampolín a la instauración del totalitarismo leninista y dando cobertura a su continuación a través del estalinismo.
Estas libertades y derechos no son, por tanto, «formales»: son parciales y, en la realidad social efectiva, esencialmente defensivos. Por la misma razón, no son «negativos». La expresión de I. Berlin pertenece al contexto y al patrimonio histórico al que he hecho referencia al principio. Corresponde a la actitud subyacente, cuasipermanente, de las sociedades y poblaciones europeas (no sólo de éstas, pero de ellas estamos hablando aquí) respecto al poder. Precisamente cuando se ha roto, al menos en parte, el imaginario milenario de la realeza del derecho divino (ratificado y reforzado por el cristianismo, «todo poder viene de Dios»), sigue subsistiendo con no menos intensidad la representación del poder como extraño a la sociedad, frente a ella y opuesto a ella. El poder son «ellos» (us and them, sigue diciéndose en inglés), nos es hostil como norma y se trata de contenerlo dentro de sus límites y de defendernos ante él. Solamente en las épocas revolucionarias, en la Nueva Inglaterra o en Francia, la frase we the people [nosotros, el pueblo] o el término Nación, adquieren un sentido político y se declara que la soberanía pertenece a la nación, frase que será rápidamente vaciada de su contenido a través de la «representación». En semejante contexto, se comprende que los derechos y libertades ha ser considerados como instrumentos de defensa contra un Estado omnipotente y esencialmente extraño.
I. Berlin opone a estas libertades «negativas», las únicas aceptables en su opinión, una idea de la libertad «positiva» emparentada con la concepción democrática antigua (griega) según la cual todos los ciudadanos deben tomar parte del poder. Esta idea, según ese autor, sería potencialmente autoritaria pues presupondría la imposición de una concepción positiva, y colectivamente (políticamente) determinada, del Bien común o del bien vivir. Muchas son las grietas en ese razonamiento. La libertad efectiva (mejor que «positiva») de todos mediante la participación en el poder no implica una concepción del Bien común más de lo que lo haga cualquier decisión legislativa, de gobierno o judicial, tomada por «representantes», ministros o jueces togados. Como ya se ha dicho, nunca puede ejercerse, por ejemplo, un sistema de derecho que sea completamente (o esencialmente) Wertfrei, neutro en cuanto a valores. El reconocimiento de una esfera libre de «actividad privada» -cualesquiera que sean sus límites- procede asimismo de la afirmación de un valor sustantivo y que pretende tener validez universal: es bueno para todos que los individuos se muevan libremente dentro de la esfera de la actividad privada reconocida y garantizada por la ley. La delimitación de estas esferas, el contenido de las eventuales sanciones en caso de ser transgredidas por otras, debe necesariamente recurrir a algo distinto que una concepción formal de la ley, como sería fácil demostrar a propósito de cualquier sistema de derecho positivo (para poner un ejemplo, es imposible establecer una graduación de la gravedad de los delitos y de las penas sin establecer un «parangón» entre el valor de la vida, de la libertad -la prisión-, el dinero, etc.)
Implícita en la argumentación de Berlin hay otra confusión: entre el Bien común y la felicidad. El fin de la política no es la felicidad, que solamente puede ser un asuntos privado [15], es la libertad y la autonomía individual y colectiva. Pero no puede ser solamente la autonomía, porque entonces se recaería de nuevo en el formalismo kantiano y bajo todas las legítimas críticas de las que ha sido objeto desde su origen. Como he dicho en otro lugar [16], queremos la libertad al mismo tiempo por sí misma y para hacer alguna cosa, para poder hacer cosas. Y bien, una inmensa parte de esas cosas no estamos en condiciones de hacerlas solos, o bien dependen fuertemente de la institución global de la sociedad, y, generalmente, las dos circunstancias se verifican simultáneamente. Eso implica necesariamente una concepción, aunque sea mínima, del Bien común.
Es cierto, como he recordado al comienzo del texto, que Berlin no ha creado esta confusión, limitándose a compartirla. Ella proviene de lejos, y es tanto más necesario disiparla. La distinción a restablecer es antigua (y su olvido por los teóricos modernos tiene aún menos excusa). Se trata de la distinción entre la felicidad, hecho estrictamente privado, y el Bien común (o la buena vida), impensable sin referirse al campo público y al campo público/público (el poder). Es la misma, en términos diferentes pero que enriquecen la discusión, que la distinción entre eudaimonia, la felicidad, que no es eph’hemin, no depende de nosotros, y el eu zein, el bien vivir, que, en gran parte, depende de nosotros, individual y colectivamente (ya que depende tanto de nuestros actos como de los que nos circundan, y, en un nivel a la vez más abstracto y más profundo, de las instituciones de la sociedad). Se pueden casar ambas distinciones, afirmando que la realización del bien común es la condición del buen vivir.
¿Pero qué determina o define el buen vivir? Quizá una las razones principales de la confusión que rodea la pregunta es que la filosofía ha pretendido poder dar esta determinación o definición. Esto ha ocurrido porque el papel de pensadores de la política ha sido jugado principalmente por filósofos, y éstos, por profesión, querrían determinar de una vez por todas una «felicidad» y un «bien común», y, si es posible, hacerles coincidir. En el marco del pensamiento heredado, esta determinación tenía que ser universal, válida para todo tiempo y lugar, y, al mismo tiempo, establecida de algún modo a priori. esta es la raíz del «error» de la mayor parte de los filósofos que han escrito sobre política, y del error simétrico de aquellos otros que, para evitar lo absurdo de las consecuencias de esta solución -Platon, por ejemplo, que legislaba sobre modos musicales permitidos y prohibidos para toda «buena» sociedad- se han reducido a rechazar la pregunta misma, abandonándola al libre arbitrio de cada uno. No puede haber filosofía que defina para todos qué es la felicidad, y menos aún que la quiera imponer a través de decisiones políticas. La felicidad pertenece a la esfera privada y privada/pública. No pertenece a la esfera pública/pública en cuanto tal. La democracia, como régimen de la libertad, excluye ciertamente que una «felicidad» pueda ser presentada, en sí misma o en sus «medios», como políticamente obligatoria. Se puede añadir: ninguna filosofía en ningún momento puede definir un «bien común» sustantivo, y ninguna política puede esperar para actuar a que la filosofía haya establecido semejante bien común [17].
Pero las preguntas que se plantean en la esfera pública/pública (a la legislación, al gobierno) no pueden siquiera ser discutidas sin una visión del bien común. El bien común es, al mismo tiempo, una condición de la felicidad individual y también atañe a las obras y trabajos que la sociedad -feliz o no- querría ver realizadas.
Esto no afecta sólo al régimen democrático. El análisis ontológico muestra que ninguna sociedad puede existir sin una definición, más o menos segura, de los valores sustantivos compartidos, de los bienes sociales comunes (los public goods de los economistas sólo son una parte de ellos). Estos valores representan una parte esencial de las significaciones imaginarias sociales establecidas. Definen el empuje de cada sociedad; suministran normas y criterios no formalmente instituidos (por ejemplo, los griegos distinguían entre dikaion y kalon); finalmente, sostienen el mandato institucional explícito. Un régimen político no puede ser totalmente agnóstico en cuanto a valores (o morales, o éticas). Por ejemplo, el derecho no puede hacer otra cosa que expresar una concepción común (o dominante, bien o mal aceptada) del «mínimo moral» implicado en la vida en sociedad.
Pero estos valores y esta moralidad son creación colectiva anónima y «espontánea». Pueden ser modificados bajo la influencia de una acción consciente y deliberada, pero es necesario que esta última incida sobre otros estratos del ser histórico-social, no solamente por los afectados por la acción política explícita. En todo caso, la cuestión del bien común pertenece al campo del hacer histórico-social, no al de la teoría. La concepción sustancial del bien común, en cualquier caso, es creación histórico-socíal, y, evidentemente, se encuentra tras todo derecho y todo procedimiento. Esto no conduce al simple «relativismo», cuando se vive en un régimen democrático en el que la interrogación queda abierta efectivamente y de forma permanente, lo que presupone la creación social de individuos capaces de interrogarse efectivamente. Aquí encontramos, al menos, una componente del bien común democrático, sustantivo y no relativo: la ciudad debe hacer todo lo posible para ayudar a los ciudadanos a llegar a ser efectivamente autónomos. Esa es, ante todo, una condición de su existencia en tanto que ciudad democrática: una ciudad está hecha de ciudadanos, y ciudadano es aquel que es «capaz de gobernar y de ser gobernando» (Aristóteles). Pero es también, como ya he dicho, una condición positiva del bien vivir de cada uno, dependiente de la «cualidad» de los otros. Y la realización de este objetivo -ayudar a los ciudadanos para que lleguen a ser autónomos, la paideia en la acepción más fuerte y profunda del término- es imposible sin decisiones políticas sustantivas, que, por otra parte, no pueden dejar de ser tomadas en cualquier tipo de régimen y en cualquier caso.
La democracia como régimen es, por tanto, al mismo tiempo, el régimen que intenta realizar, tanto como resulta posible, la autonomía individual y colectiva, y el bien común tal como es concebido por la colectividad considerada.
V
El ser humano singular reabsorbido en «su» colectividad, en la que, evidentemente, se encuentra por azar (el azar de su nacimiento en determinado lugar y determinado momento), por un lado, y por otro, este mismo ser separado de toda colectividad, contemplando la sociedad a distancia y procurando ilusoriamente considerarla al mismo tiempo como un artefacto y como un mal necesario, son dos consecuencias del mismo desconocimiento, que se pone de manifiesto en dos niveles:
- como desconocimiento de lo que son el ser humano y la sociedad, de lo mostrado por el análisis de la humanización del ser humano como socialización y la «encarnación»-materialización de lo social en el individuo;
- como desconocimiento de lo que es la política en cuanto creación ontológica en general -creación de un tipo de ser que se da explícitamente, aunque en parte, las leyes de su propia existencia y, al mismo tiempo, en cuanto proyecto de autonomía individual y colectiva.
La política democrática es, en los hechos, la actividad que intenta reducir, tanto como sea posible, el carácter contingente de nuestra existencia histórico-social en sus determinaciones sustantivas. Ni la política democrática en los hechos, ni la filosofía en la idea, pueden suprimir aquello que, desde el punto de vista del ser humano singular y de la humanidad en general, aparece como el azar radical (que Heidegger veía en parte, pero restringía extrañamente al ser humano singular, bajo el título de Geworfenheit, abandono o «estar-arrojado»), haciendo así que haya un forma de ser, que esto se manifieste como mundo, que dentro de este mundo haya una forma de vida, y en esta vida haya una especie humana, en esta especie una cierta formación histórico-social y en esta formación, en tal lugar y momento, florezca en un vientre entre millones, aparezca este pedazo de carne que berrea, y no otro. Pero ambas, política democrática y filosofía, praxis y pensamiento, pueden ayudarnos a limitar, o mejor a transformar, la parte enorme de contingencia que determina nuestra vida a través de la libre acción. Sería ilusorio afirmar que ellas ayudan a «asumir libremente» las circunstancias que no hemos escogido y que no podremos nunca escoger. El hecho mismo de que un filósofo pueda pensar y escribir que la libertad es la conciencia de la necesidad (independientemente de toda consideración sustantiva sobre el sentido de esa frase) está condicionado por una miríada no numerable de otros hechos contingentes. La simple conciencia de la mezcolanza infinita de contingencia y necesidad -de contingencia necesaria y de necesidad en último análisis contingente- que condiciona lo que somos, lo que hacemos, lo que pensamos, está bien alejada de ser libertad. Pero es condición de esta libertad, condición requerida para emprender lúcidamente las acciones que pueden conducirnos a la autonomía efectiva tanto en el plano individual como en el plano político.
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Notas
[1] Ver mi texto «Pouvoir,politique,autonomie» (1988),reeditado en Le monde morcelé-Les Carrefours du labyrinthe III, París, Le Seuil, 1990, pp.117-124.
[2] Sanciones legítimas respecto al derecho positivo, no en absoluto.
[3] Para Habermas, ver su último «ThreeModels of Democracy», en Costellations, Vol. I, nºl, abril 1994, pp.1-10.
[4] Términos de la dedicatoria de la Crítica de la razón pura, Koenigsberg, 29 marzo 1781, al Freiherr Van zedlitz, ministro de estado del rey de Prusia.
[5] Ver mi «Les intellectuels et l’histoire» (1987), reeditado en Le Monde morcelé, op.cit., pp.103-111.
[6] Ver mi texto (1981), reeditado en Domaines de l’homme-Les Carrefours du labyrinthe, París, Le Seuil, 1986, pp.307-324.
[7] Términos que empleo simbólicamente (y por abuso del lenguaje). La Asamblea ateniense no ejercitaba el poder judicial y no hacía más que supervisar al «ejecutivo» en el sentido que se da a tal término (administración).
[8] Ver mi «Fait et á faire», en Autonomie et auto-trasformation de la societé, la philosophie militante de Cornelius Castoriadis, Ginebra-París, Droz, 1989, en particular pp.500-513.
[9] Aquello que en el lenguaje filosófico y constitucionalista moderno se denomina «ejecutivo», se escinde en dos: poder (o funciones) de gobierno y poder (o funciones) administrativo. El «Gobierno», en cuanto gobierno, no «ejecuta» las leyes, esencialmente actúa (gobierna) en el cuadro de las leyes. La adninistración, en la medida en que no puede ser «mecanizada» enteramente, no pude tampoco escapar a las cuestiones de interpretación, como las evocadas en el texto.
[10] Ver mi análisis de las ideas de Aristóteles sobre ese tema, en «Valeur, égalité,justice, politique: de Marx á Aristote et d’Aristote á nous» (1975), reeditado en Les Carrefours du labyrinthe, París, Le Seuil, 1978, especialmente pp 274-306.
[11] No se trata evidentemente de las intenciones «históricamente establecidas», sino de la inserción necesaria -y problemática- de toda cláusula particular en el sistema jurídico en su conjunto, que evoluciona continuamente.
[12] Ver mi texto citado en la nota 10.
[13] Desde muchos siglos antes de la Revolución francesa, la Monarquía, absoluta o «ilustrada» realizaba en la mayor parte de los países de Europa Occidental un «Estado de ley». «Aquí hay jueces en Postdam», replicaba el molinero prusiano a Federico el Grande.
[14] Poco más o menos así lo justificaba Aristóteles en La Constitución de los atenienses, XLI.
[15] Ver «Racines subjetivas du projet révolutionnaire» en la primera parte (1964-65) de mi libro L’Institution imaginaire de la Societé, París, Le Seuil, 1975, pp.126-127.
[16] Ver mi texto «La polis grecque et la création de la démocratie» (1982), reeditado en Domaines de l’homme, op.cit., en particular pp.287-296.
[17] Ciertamente, sería difícil para un filósofo sostener que una sociedad en la que la filosofía es imposible valga, a sus ojos, tanto como otra en la que es practicada. Pero, a falta de una aclaración suplementaria (y larga) del contenido del término filosofía, esto no define políticamente un tipo de sociedad. Ha habido una, o, al menos, una cierta filosofía en la India y en China (por no hablar del Islam y de la Europa medieval). Pero de ahí no se deriva que una sociedad de castas o con un mandarinato equivalga políticamente a una sociedad democrática.