Opinión

Published on mayo 23rd, 2015 | by Javier Zamora García

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Nueva y novísima política: preguntas para una jornada electoral

Por Javier Zamora García [1]

Después de las elecciones andaluzas, el segundo asalto de este largo combate en las trincheras electorales está pronto de llegar a su fin. La alta volatilidad del voto y el terremoto de opciones políticas que atraviesa España auguran que la noche del  próximo día 24 traerá alegrías, decepciones, desengaños y celebraciones.  Por delante,  quedan las elecciones catalanas, y aún más lejos, las generales.  Parece prudente y sensato que en esta vorágine de campañas electorales nos detengamos unos minutos a recobrar el aliento y reflexionar.

I

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Una de las cosas que más podríamos destacar de este ciclo de comicios es la sorprendente frivolidad, superficialidad y en ocasiones falta de honestidad de los mensajes electorales que circulan por los medios de comunicación tradicionales y no tan tradicionales. En un contexto como el que vivimos, marcado por la gravedad y profundidad de una crisis que aún atravesamos, resulta sorprendente el contraste entre la amplia variedad y profundidad de análisis y propuestas venidos de la sociedad civil y el discurso de cartón que encontramos en muchos de los medios de comunicación.

No se trata ya, sencillamente, de que nadie ponga coto a la absurda práctica de las descalificaciones, los rumores falsos y los titulares a viva voz que son desmentidos con la boca pequeña al día siguiente.  El propio debate de ideas y la confrontación de proyectos políticos han sido jibarizados hasta el punto de quedar relegados a vídeos introductorios y  turnos de palabra de 3:50 minutos en los que se pretende desarrollar todo un programa. En el mejor de los escenarios,  éstos son acompañados por una batería de eslóganes infantilizantes que a menudo se resumen en pares de adjetivos como responsabe/irresponsable, radical/moderado, nuevo/viejo, ilusión/tranquilidad, oportuno/inoportuno, decencia/indecencia, …  En contraste con esta aparente necesidad de simplificación y  tiranía de la urgencia, sobra sin embargo tiempo para deleitarnos con la clase y el estilo de algunos, que demuestran  su inglés  cantando a Dean Martin o una versión traducida del Dónde vas con mantón de manila; y en otros casos, para dejarnos seducir por el atractivo y el carisma de otros, que  invitan a echar una pachanga a un chaval con síndrome de Down, llaman a Sálvame para confraternizar con el pueblo o se desnudan ante la ciudadanía en un cartel electoral.

Que la personificación y la banalización se hayan convertido en las reglas de la política en televisión (o quizá, las reglas de la política electoral a secas) lo ilustra bien que dos candidatas se presenten sin programa electoral.  De una manera que parecería casi ingenua a los ojos de muchos, Juan Torres protestaba de manera sintomática en la Sexta Noche contra esta situación mientras se discutía del borrador económico que presentaba para Podemos:

«Siento verdadera vergüenza del resumen que se ha hecho en la pantalla de nuestro documento. […] Lo que no se puede hacer en una hora como ésta en televisión es, cuando hay un documento que es público, poner en la pantalla frases que no aparecen en el documento. Lamento decirlo pero eso es confundir a los espectadores»

Cabría plantearse si semejante retrato de la comunicación política actual no significa que la lógica de los medios de comunicación ha venido de perlas para algunos, necesitados de convencer que si la política no interesa no es porque esté tecnificada y complejizada en exceso o sea sinónimo de corrupción para muchos, sino porque sus candidatos no entretienen lo suficiente,  o no son suficientemente carismáticos y atractivos. Será entonces que nos equivocamos cuando creíamos que para volver a unir a una ciudadanía indignada y a una clase política deshumanizada no bastaban unas sesiones de maquillaje. Será, sencillamente, que lo único que estaba desactualizado era el estilo, y que ahora el  terreno de lo político pasa  por aceptar las reglas del entretenimiento en caso de querer llegar a las instituciones.

Estas conductas, antaño restringidas a la televisión y superadas con el catártico desprecio a la caja tonta, parecen también ahora infectar aquel reino de libertad que parecía Internet, poblado por sabios y doctos ciudadanos capaces de realizar el sueño democrático desarrollando una nueva app.  Así, si la audiencia es la regla para conquistar a nuestras abuelas, parece que la viralidad es  el requisito que nuestra generación exige para poder hablar de política en un bar con sus amigos no-militantes: la ruptura de Pablo y Tanía se convierte en trending topic, y Ada Colau es cruelmente sometida a un autotune para demostrar que también sabe cantar.

La superficialidad con la que algunos de los tweets y publicaciones en Facebook discuten programas electorales o la valía de algunos candidatos en base a informaciones sacadas de contexto contrasta profundamente con el ambiente que se vivía hace un par de años (y aún se sigue viviendo) en las calles. Entonces, parecía que aquello que llamábamos política nos invitaba a aceptar que una organización podía tener un mal portavoz o incluso no tener ninguno. Por otro lado, nos forzaba a un constante aprendizaje con altas dosis de esfuerzo y buena fe  para   comprender qué significaban  esas palabras como deuda ilegítima o decrecimiento y en qué medida prometían una sociedad más justa o liberadora.  Pero sobre todo, nos ofrecía todas esas posibilidades sin renegar de nuestra dimensión afectiva. Hoy parece que incluso las nuevas fuerzas han decidido olvidar aquello, y olvidando que el fondo es forma, imprimen las caras de sus candidatos en las papeletas bajo los mantras (por lo demás, profundamente cargados de razón) de “conseguir mayorías” y “atraer las emociones de la gente”.  Como si no hubiera otra forma de emocionarnos, hoy más que nunca ha regresado el odioso divorcio entre razón y corazón, y parece que incluso el análisis de aquellos que pretenden transformar la realidad conduce igualmente a entender que la emoción solo tiene una forma: aquella que se manifiesta cuando el pensamiento está ausente.

Si los medios no son los únicos culpables, sino que somos nosotros mismos los que demandamos y producimos esta realidad a golpe de Tweet, ¿quién es entonces responsable de que en unos meses la nueva política haya pasado a consistir en tener candidatos más guapos, campechanos y/o formados que den la apariencia de menos corruptos, más capaces o respetables? ¿Cómo hemos pasado a que ser mejores ciudadanos se resuma en tener medios de comunicación más rápidos o nuevas tecnologías capaces de retwittear lo que antes se digería y filtraba antes de comunicarlo?

II

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Se arrastra por entre todos estos ejemplos de renovaciones truncadas un murmullo interrogante: si fracasamos ahora, ¿entonces para qué hemos pagado este precio?  La travesía del desierto que  comenzó por 2011 y que prometía asaltar los cielos recibió con la decepción de las elecciones andaluzas el primer bofetón de aire caliente. En los días que vivimos, las encuestas fabricadas por los periódicos nos invitan semana tras semana a seguir reduciendo nuestras expectativas.  Alguien decía hace poco que esto era lo que se escondía detrás de aquellas voces que pedían que el 15M, días después de su comienzo, se constituyera como partido político.  Desactivar el potencial transformador en los tiempos de Twitter ya no consiste en matar cabecillas, sino en obligarlos a convertirse primero en partidos, y después, en candidatos. En otras palabras, forzarlos a ser moldeados por los ritmos de los medios de comunicación, las formas de la política de audiencias y los esquemas de la lógica de partidos.

En estas circunstancias, es posible que sea necesario echar la vista atrás y releer el grito del No nos representan que se escuchaba en las plazas.  En esa relectura, quizá sea necesario que comprendamos que nunca nos van a representar, y que es necesario dejar de confiar en el representante que vendrá a sacarnos de esta crisis para reactivarnos a nosotros mismos como capaces.   La lucidez del 15M para gritar Sí se puede hay que conectarla con su  capacidad para detectar que el mecanismo de representación política se le ha quedado pequeño a nuestras sociedades, en las que cada vez conviven más personas y más diversas deseosas de expresar su parecer en los asuntos públicos. Así, si cada vez hay más concepciones sobre el trabajo o la cultura, sobre la salud o la educación, sobre la alimentación o el modelo de ciudad, no se puede esperar que un político (ni siquiera un programa) vaya  a representarlas a todas. Siempre sentiremos que hablan para otros.   No se trata de que la vieja política no nos representa, sino que ya nunca más vamos a poder ser representados,  porque solo se representa a aquel que está no puede hablar, al que está ausente.

Solo algunos de los partidos han comprendido esto,  y sus propias estructuras lo evidencian. Bajo la etiqueta del municipalismo se agrupan colectivos de personas provenientes de distintas ideologías, sensibilidades y circunstancias que sí han sabido comprender que la nueva política debe hacerse desbordando las estructuras de los partidos, y sobre todo, aportando un nuevo código basado en la escucha, la participación y la construcción colaborada. Sin embargo, las viejas categorías para mirar  la realidad y la escasa educación política de nuestra esfera pública nos fuerzan a querer traducirlos a aquello que no son, y por tanto,  corremos el riesgo de creer que una derrota electoral (incluso del municipalismo) significaría una derrota de las ideas que llevamos trabajando durante años.  Equivocados estamos si pensamos así, como lo estamos si pensamos que esa nueva forma de hacer las cosas que inauguramos hace 4 años puede ser entendida por todo un país en un tiempo tan corto. Si tan solo hemos logrado generar nuevas formas de hacer política a nivel del municipio (y de forma exitosa, en pocos de ellos) es porque se sigue cumpliendo el otro de los grandes lemas que sonaron en las plazas: Vamos despacio porque vamos lejos.

Quizá entonces, ante posibles lecturas derrotistas sobre la realidad política, no perdamos de vista aquellos antídotos que ya poseemos.   Contra la tiranía de la banalidad, seguimos siendo capaces de marcar la agenda pública con un vocabulario que sea capaz de encuadrar la realidad bajo diagnósticos que sean realmente transformadores. Contra la tiranía de la viralidad, no podemos perder de vista que la vitalidad y la ilusión del trabajo que nos han guiado estos años no se nutren de un torrente de imágenes y noticias, sino de la injusticia social que hemos vivido en nuestra cotidianidad y del deseo de conseguir una vida habitable para todos. Finalmente, contra la tiranía de la gestión y de la delegación en cargos electos, debemos insistir en seguir trabajando por empoderar a más personas haciéndolas comprender que somos nosotros los mejores defensores de nuestros intereses. Solo ilusionando  a las personas con la propia actividad política y no con aquel que la desempeña puede realizarse el ideal zapatista que recuperan algunos bajo el vocabulario las Juntas de Buen Gobierno: aquí el pueblo manda y el Gobierno obedece.

III

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No nos representan, porque vamos despacio para llegar lejos. Tal vez la mañana de después de las elecciones del 24 de mayo sea una buena oportunidad para ejercitar la tan olvidada virtud democrática de la memoria y recordar con calma estos dos lemas que nos dejó el 15M. Sin embargo, igual de importante es que sigamos hablando del mañana de verdad: la crisis que nos espera.

Si además de lo anterior, por algo se ha caracterizado la campaña electoral es porque el discurso político prácticamente en su totalidad ha parecido olvidarse de algunos análisis que hace años vinculaban la crisis económica con una crisis más profunda, conectada con el desastre ecológico y el necesario cambio profundo en nuestras sociedades.  Así,  el indeseable potencial uniformizante de los medios de comunicación ha desterrado de la agenda pública temas que hoy siguen siendo más importantes que nunca, y que deberían constituir los verdaderos miedos y preguntas ante los que nos enfrentemos.   En el hipotético caso de que acabe esta crisis, ¿cuánto tardará en aparecer otra? ¿Qué regiones del mundo tendrán que entrar (o  sumergirse aún más) en crisis para que salgamos nosotros? ¿Cuánto tiempo más soportará el planeta el desgaste del hiperconsumo y la hiperproducción?   Resulta así sorprendente cómo han desaparecido de los debates públicos temas como la crisis ecológica, la sensibilidad feminista y otros discursos alternativos que eran capaces de integrar los problemas sociales con los culturales, los medioambientales, las desigualdades entre continentes…

Si el murmullo que se escucha entre los muchos es el temor ante la derrota electoral, tristemente, parece intuirse que el motivo del mismo es que no volveremos al nivel de vida que teníamos antes.  La pregunta es, entonces, qué ha sido de la conciencia que vinculaba ese nivel de vida con burbujas financieras, hipotecas ecológicas o desigualdades internacionales que fuerzan a unos países a costear el nivel de vida de otros.   Si olvidamos que ya no hay regreso a  la dignidad que no pase por replantearnos con profundidad las lógicas que nos han conducido hasta aquí, de nada servirá el asalto a unas instituciones que cada vez poseen menos soberanía.  Frente a aquellos que desean poner un parche a la máquina, concederle una prórroga o reformar ligeramente su funcionamiento, es importante aprender a diferenciar lo urgente de lo importante, y concederle el tiempo requerido a generar aun mayor conciencia sobre la necesidad de una transformación radical en lógicas que solo generan desigualdad, sobreexceso material y destrucción de nuestros ecosistemas.  En ese sentido, tal vez la mañana del 25 o aquella que seguirá a las elecciones de noviembre sea un buen momento para despertar del frenesí de campaña electoral y reflexionar sobre la forma política que deseamos. Pero también lo será para reflexionar sobre el fondo, y plantearnos qué es lo que estamos haciendo mal no solo para no haber convencido a los que aún no habían escuchado esta Última llamada, sino  para que nosotros mismos la hayamos olvidado.

Notas

[1] El autor es licenciado en Derecho y Ciencias Políticas. Actualmente cursa un Máster en Pensamiento Social y Político en la Universidad de Sussex. Participa desde hace años en diversos movimientos sociales. Es miembro del Club de Lectura “Petra Kelly” y co-coordinador del Área de Cultura Ecológica de EcoPolítica.

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About the Author

Coordinador del Área de Cultura Ecológica de Ecopolítica junto a Fidel Insúa



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