Política y Sociedad

Published on julio 11th, 2023 | by EcoPolítica

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Objetos de deseo político: el derecho a cosas radiantes y bellas; democratizar, desarrollar, descolonizar

Rui Tavares

Artículo publicado en inglés en el Green European Journal
Traducido por Guerrilla Translation y publicado en El Salto fruto de la colaboración entre el Green European Journal, El Salto, Guerrilla Translation y EcoPolítica

Emma Goldman no solo describe qué tipo de revolución no quiere; también describe el tipo de sociedad al que se debería aspirar. Y esto gira en torno a las cosas, sí, pero también en torno a la belleza y la liberación de un potencial.

En realidad, Emma Goldman nunca dijo “Si no puedo bailar no es mi revolución”, si bien es un lema fantástico y sin duda alguna podría haberlo dicho. Pero lo que sí dijo es mucho más interesante. 

Su historia empieza cuando llega a Nueva York en 1889 como una veinteañera que ha dejado atrás tres países, un padre autoritario y el fracaso de un matrimonio. Traía consigo unos pocos dólares en el bolsillo y un ideal en la mente: el anarquismo. Su atracción por el anarquismo había surgido a raíz del ejemplo de los “mártires de Chicago”, los militantes del movimiento obrero que habían sido ejecutados en 1886 tras ser acusados falsamente de haber lanzado una bomba durante una concentración a favor de la jornada de ocho horas.

Antes de emprender su viaje había enviado a Nueva York una máquina de coser. Esto es más que un simple detalle; era una herramienta para la autonomía material y la liberación personal. En aquel entonces, cuando las dos trayectorias más habituales para las mujeres eran convertirse en criada o casarse, saber utilizar una máquina de coser dotaba a una joven como Emma Goldman de la posibilidad de ganar lo justo para pagar el alquiler de una habitación en la Lower East Side de Manhattan y cubrir sus necesidades básicas. 

Poco después, Emma Goldman alquiló un lugar donde vivir: “He encontrado una habitación en Suffolk Street, cerca del café Sach’s. Es pequeña y medio oscura, pero costaba solo tres dólares al mes, así que me la he quedado”. Y así es como empezó la auténtica vida de Emma Goldman, esa que describe en su autobiografía de casi mil páginas, Viviendo mi vida, uno de los libros más fascinantes que existen sobre la trayectoria de la juventud a finales del siglo XIX y principios del XX y sus experimentos con el anarquismo, el socialismo, el feminismo, el amor libre y la libertad de expresión.  Esta obra de Emma Goldman, junto a su periódico (que acabaría renombrando Mother Earth (“Madre Tierra”), se convertirían en los precursores de lo que acabaría llamándose ecología política. 

Emma se introdujo pronto en los círculos de inmigrantes anarquistas, ayudando a producir periódicos y pronunciando discursos (al principio principalmente en yidis y más adelante en inglés). Además de todo esto, lo estaba pasando en grande; vivía con Alexander Berkman (al que siempre llamó Sasha) y con demás amigos, tanto hombres como mujeres, en un apartamento comunal, yendo al teatro, disfrutando de una vida bohemia. 

Y es entonces cuando ocurrió, tal y como cuenta en Viviendo mi vida: 

“En los bailes, [yo] era siempre una de las danzantes más incansables y alegres. Una noche un primo de Sasha, un chico joven, me llevó a un lado. Con un semblante grave, como si fuera a anunciar la muerte de un camarada amado, me susurró que el baile no era algo propio de un agitador. Desde luego no esa manera mía de bailar con tal abandono e impudicia. Mi frivolidad solo podía dañar la Causa.

Le respondí que se ocupara de sus asuntos. No creía que una Causa que luchara por un hermoso ideal, el anarquismo, y por la libertad y por liberarnos de las convenciones y los prejuicios, requiriese renunciar a la vida y la alegría. Insistí en que nuestra Causa no podía esperar de mí que me convirtiera en una monja, y que el movimiento no debería convertirse en un monasterio. Si esto es lo que era, entonces no lo quería. ‘Quiero libertad, el derecho a expresarme, el derecho universal a cosas radiantes y bellas’.”

Este fue el nacimiento de su frase más famosa, esa que nunca pronunció: “Si no puedo bailar no es mi revolución”.

Esta respuesta no es una reacción tardía de Emma Goldman al desarrollo del socialismo autoritario – Emma tuvo que escuchar atónita como Lenin y otros líderes bolcheviques le decían una y otra vez que “la libertad de expresión era una superstición burguesa”, a ella, que había sido encarcelada en numerosas ocasiones y finalmente deportada por ejercer precisamente esta libertad de expresión en los Estados Unidos -. El episodio que inspiró la famosa frase apócrifa sucedió más de veinte años antes de esto. Su respuesta fue más bien una reacción temprana a la tendencia de los hombres progresistas y revolucionarios a pontificar sobre el comportamiento de sus correligionarias, una propensión que condujo al nacimiento de una teoría política feminista propiamente dicha, diferenciada de la de los intelectuales progresistas hombres. 

Y, sobre todo, Emma Goldman no expresó su credo fundamental en un sentido puramente negativo (no es mi revolución). Más bien lo formula en un sentido positivo, como objetos de deseo político: “Quiero libertad, el derecho a expresarme, el derecho universal a cosas radiantes y bellas”.

Esta es quizás una de las razones por las cuales el libro de Emma Goldman no es considerado con la misma seriedad que los gruesos tomos sobre teoría política que escribieron sus coetáneos masculinos. En lugar de una argumentación seca y abstracta, Viviendo mi vida es un libro lleno de reflexiones sobre el teatro y la ópera, la literatura y la música, el amor y el desamor. 

Emma Goldman no solo describe qué tipo de revolución no quiere; también describe el tipo de sociedad al que se debería aspirar. Y esto gira en torno a las cosas, sí, pero también en torno a la belleza y la liberación de un potencial —de aquí su uso de esta palabra tan fascinante, “radiantes”—, es decir, en torno a objetos de deseo político.

Se puede considerar a Emma Goldman la última gran feminista antes del advenimiento del feminismo moderno. En este sentido, se une al destino de otras autoras del siglo XIX y XVIII como Flora Tristán, Eleonora de Fonseca Pimentel, Mary Wollstonecraft y Olympe de Gouges. Estas mujeres compartieron más que una valentía indomable ante la persecución que vivieron o su firmeza ante la desaprobación social y política, incluida la de sus compañeros revolucionarios. Ellas entendieron que una sociedad justa es más que una sociedad sin injusticias. Una sociedad justa debe ser una sociedad deseable, una sociedad en la que la gente pueda dar rienda suelta a su deseo y prosperar de manera colectiva deseable, en la que disfrutemos de lo que hemos conseguido juntas. La libertad no debería ser una noción abstracta; es un sentimiento y un instinto.  Es este deseo el que impulso el fin de la dictadura en mi país el 25 de abril de 1974, hace hoy 49 años.

Portugal, llevaba entonces 48 años de dictadura, 13 de los cuales envuelto en una guerra con tres de sus cinco colonias africanas, Angola, Mozambique y Guinea-Bissau, bregando para bloquear su independencia. La oposición llevaba años intentando hacer caer el régimen. Muchas personas estaban en prisión o habían huido hacia el exilio. Habían intentado llamar la atención del mundo sobre Portugal, pero habían fracasado en el intento.

En esa época los transmisores de telefotografías que usaban las grandes agencias de noticias tardaban unos diez minutos en escanear una foto en blanco y negro y enviarla a través del teléfono. Los periodistas de todo el mundo observaban que lo que estaba ocurriendo en Portugal era de lo más inesperado y esperanzador que uno pudiera imaginarse en aquellos años sumidos en la crisis del petróleo, la inflación y la guerra de Vietnam. Las imágenes que llegaban desde Lisboa eran las de una revolución un tanto inusual: jóvenes y pacíficos soldados sonriendo, niños pequeños sentados en las aceras saludando a los fotógrafos, y flores, muchas flores, sobre todo claveles rojos y blancos con los que las vendedoras ambulantes y los transeúntes llenaban los cañones de los rifles de los soldados.

La Revolución de los Claveles portuguesa fue la última gran revolución de la época dorada del fotoperiodismo —de la década del 1910 a la de 1970— y la primera de lo que la ciencia política ha bautizado como la “tercera ola de la democratización”, que empezó en el Sur de Europa a principios de los años setenta (Portugal, Grecia, España), se extendió por Latinoamérica y Asia a principios y mediados de los ochenta (Brasil, Argentina, Filipinas, Corea del Sur) y volvió a Europa a finales de los ochenta y principios de los noventa por el este y la unión Soviética.

Yo tenía dos años. No fui consciente del impacto global que tuvo la revolución de mi país, pero la revolución fue global en cuanto a lo que supuso para la infancia de mi generación. Crecimos en un país altamente politizado donde la gente se pasaba el día discutiendo sobre partidos y liderazgos. Nuestras ciudades estaban llenas de carteles y de posibilidades, y las elecciones eran celebradas como festividades sin una fecha fija en el calendario.

Ese 25 de abril de 1974 acabó con los diarios portugueses imprimiendo ediciones extras que afirmaban con osadía en sus portadas: “Este periódico no ha sido examinado por ninguna comisión de censura”. La gente había asaltado las sedes de la policía secreta. En los días que siguieron todos los prisioneros políticos fueron puestos en libertad. Para mi país, fue un día perfecto. Todavía lo sigue siendo.

Cuando era un niño la política trataba de las cosas buenas que estaban por venir. Durante un tiempo vivimos en el pueblecito de nuestros ancestros. El 25 de abril era el día en que los niños y las niñas del pueblo hacíamos carreras alrededor del pueblo; luego recibíamos nuestras medallas. En verano, el autobús municipal que pasaba por el pueblo paraba en una piscina con forma de alubia situada en una rica casa de campo que, según decía la gente, antes de la revolución había pertenecido al jefe de la policía secreta. Mi padre fundó junto a nuestros vecinos una cooperativa de pequeños propietarios agrícolas mediante la que compartían tractores y maquinaria. En días como estos la libertad adoptaba una casi realidad corpórea. Podías tocarla y sentir como te arropa.

Más adelante, a principios de la década de los ochenta, empezamos a recibir las visitas de la biblioteca móvil, una furgoneta con la parte trasera forrada de estanterías de libros. Cuando Portugal entró en la Comunidad Económica Europea nosotros nos subimos a nuestra propia furgoneta y atravesamos Europa para celebrar la boda de mi hermano en el otro lado del telón de acero (toda una historia, pero para otro día).

La revolución material de 1974 se construyó a partir de ideas que habían sido plantadas un año antes, en 1973, en el Congreso de la Oposición Democrática en la hermosa ciudad de Aveiro, situada en una laguna y atravesada por unos canales por donde circulan embarcaciones parecidas a las góndolas. Antes de que la policía pudiera reprimir a la oposición y disolver los debates pacíficos en los que estaba sumida, las ideas que se convirtieron en la base de la revolución consiguieron cristalizar en forma de un eslogan muy sencillo. Es lo que llamamos las “tres D”: democratizar, desenvolver, descolonizar; democratizar, desarrollar, descolonizar.

Las tres D nunca significaron lo mismo para todo el mundo. Los comunistas y los democristianos, la centroizquierda y la centroderecha; todos tenían su propia interpretación de lo que representaban, pero todos suscribían las tres D. Lo que una idea sencilla, que puede ser adoptada todo un conjunto de personas y desarrollada de manera particular por todos y cada uno de los individuos que lo forman, puede llegar a significar para un país es algo sencillamente transformador.

Todas las personas portuguesas de una cierta edad son productos de esta idea. Para mí y para mis hermanos las “tres D” significaron, sobre todo, educación. De niños, nuestros padres habían estudiado tres o cuatro años; todos nosotros obtuvimos títulos universitarios gracias a becas y a una matrícula prácticamente gratuita. Desde mi paso por la escuela primaria hasta mi doctorado en París, nunca tuve que pagar un solo céntimo para mi educación. Siempre me pagaron para estudiar.

A medida que el siglo XX llegaba a su fin y entrábamos en el XXI empecé a notar un cambio en el sentido de la política. Pasó a tener cada vez menos que ver con qué cosas buenas nuevas seríamos capaces de ofrecerle a la gente para centrarse cada vez más en quien podría contribuir menos: menos impuestos o menos recortes, austeridad estricta o su versión light.

No puedo evitar sentir que este retroceso es el origen de todos nuestros problemas. O bien encontramos la manera de avanzar hacia una nueva versión de las “tres D” —democratizar, desarrollar, descolonizar— que ofrezca a las persones mayores oportunidades para prosperar o cada vez más gente sucumbirá a la frustración y la desesperación que son el caldo de cultivo de los autoritarismos.

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