Published on marzo 16th, 2015 | by EcoPolítica
0El Iberismo: un proyecto de espacio público peninsular. Parte II
Por Montserrat Huguet [0]
Artículo publicado en la revista Alcores, nº 4, 2007, p. 243-275.
Publicado con el consentimiento expreso de la autora y de la revista.
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III. Dos balsas a la deriva
En la década de los años ochenta, la hegemonía atlántica comenzó a hacerse más patente si cabe que en las décadas precedentes. El desarrollo material de las regiones que flanqueaban el Atlántico, su potencia militar y sus capacidades comerciales se extendían a escala planetaria. Marginadas y sometidas a los efectos de su debilidad material [36], las naciones ibéricas se sometieron más que nunca a los dictados de Francia y Gran Bretaña, de quienes pasaron a depender en lo político, en lo económico y en lo cultural. Con toda su grandeza, resultaba obvia la decadencia comparativa de la Francia de la III República con respecto a Gran Bretaña. Dada la influencia gala en España, asuntos cómo la derrota en Sedán (1870) a manos prusianas y la crisis subsiguiente alentaron un pesimismo cultural que trascendió a los Pirineos. Era lógico que España y Portugal participaran del señalado pesimismo latino. El sentimiento de fracaso, la conciencia de crisis de la raza latina, embargó el pensamiento y la escritura de autores como Antero de Quental quien en 1871, al preguntarse acerca de las causas de la prolongada e imparable decadencia de los pueblos peninsulares en los ámbitos de la política, en las actividades económicas, las ciencias y hasta en las costumbres, llamó la atención sobre la deficiente moral de los pueblos que había inspirado el pensamiento conservador de Trento [37].
Pero no todo iba a ser culpa del otro. La crisis colonial que sufren España y Portugal desde el primer cuarto del siglo XIX impuso a la monarquía en ambos Estados una situación de zozobra y debilidad que decantó en la sabida crisis finisecular [38]. Así pues, en la década de los años ochenta, con anterioridad a los problemas postcoloniales que atenazaron a Portugal (1890) y a España (1898), la desconfianza y la desazón fueron las notas de la expresión intelectual común [39]. La Generación del ’70 en Portugal —Antero de Quental, Eça de Queiroz, Oliveira Martins, Guerra Junqueiro, Ramalho Ortigao— era el grupo desencantado ante la posibilidad de un cambio para Portugal: a su modo, cada cual defendía la refundación social de una Patria Nova. Fue la generación de Os vencidos da vida. Trasmitieron a sus propias existencias el desaliento que les rodeaba. Razones de diversa índole poblaban el universo de desencanto sentido en la obra de estos autores [40]. En ningún caso se vislumbraba salida para una raza latina que está en desarmonía con las formas de pujanza de otras razas [41]. La generación de Os vencidos da vida creía que la modernización de Portugal exigía la reforma en profundidad de los aspectos políticos y morales de la nación. Pero su limitada capacidad de acción fue lo que terminó por conducir a estos autores a la desesperación personal, al suicidio a algunos de ellos. En el pensamiento de Oliveira Martins —véase su Historia de la Civilizaçao Ibérica (1879) [42], dedicada a su amigo el escritor y diplomático español Juan Valera con quien mantuvo extensa correspondencia [43]— España es la denominación de conjunto que reciben los pueblos peninsulares; y la unidad, una constante que, si bien espinosa en su efectividad política, recala en el pensamiento común. A medio camino entre el republicanismo, el utopismo y el radicalismo, la Generación del 70 adoptó como tema de reflexión el del porvenir de los pueblos ibéricos en el mundo, en el contexto ciertamente de las sabidas dificultades de adaptación a la época. Pero el argumento de Nación, fundamentado en orígenes históricos que se remontan al inicio de los tiempos, resulta pobre cuando de lo que se trata es de dar salida a un estado de frustración tan marcado. La realización de las Conferencias Democráticas del Casino Lisbonense a partir de 1871 fue un hito de las élites culturales portuguesas en su empeño de europeización. La práctica de la crítica interna ganó en el intento.
En la percepción peninsular, ambas naciones observan el penoso destino. Los argumentos de la literatura de Clarín (La Regenta, 1885), Galdós (Miau, 1888) o Eça de Queiroz (Os Maias, 1888) expresan la desesperanza anticipada de los 90 y 98. En Oliveira Martins está presente, como hemos dicho, el alegato al vínculo de los pueblos peninsulares. Algunos años más tarde (1892), inmersa Portugal en su crisis colonial, Oliveira se referirá a su visión del particular destino común peninsular:
«Cuando se observa, señores, el contorno de la Península hispana delineando un cuadrado casi perfecto, y en ese cuadrado la zona portuguesa que bordea, aunque incompletamente, la faz occidental, desde luego se comprende cómo los pueblos de la España, separados en varios reinos, que al fin vinieron a fijarse en dos, representan en el mundo uno solo e igual pensamiento, una sola soberanía de acción» [44].
El final del siglo XIX añadió, al hilo de las pérdidas comunes, una conciencia de frustración compartida, acompañada de un decaimiento nacional que, no obstante a ser común, se muestra de forma específico en cada país. En 1890, la retirada portuguesa de los territorios al sur del río Zambeze y en 1898 el Desastre —con mayúsculas— español, propiciaron dos procesos regeneradores de dimensión y efecto desigual. Llama la atención el descompás en que se movieron las dos historias peninsulares. Si bien en ambos Estados regía la institución monárquica, la Restauración española proporcionaba al país una estabilidad interna de la que carecía Portugal. Aquí la Monarquía se había debilitado a causa de la crisis colonial de África. Recuérdese que el proyecto británico de consolidar un eje de poder en el territorio que discurriese entre El Cairo y Ciudad del Cabo colisionó con la idea portuguesa de unir Angola y Mozambique. El Ultimátum británico al Gobierno portugués en enero de 1890 [45] se interpretó como una humillación que se tradujo en una fuerte anglofobia y en el pleno descrédito de la Monarquía. Este sentimiento quedaría reafirmado en una segunda crisis (1898), tras la firma de la Convención anglogermánica que preveía un posible reparto de los territorios coloniales portugueses entre Gran Bretaña y Alemania. No obstante los similares efectos sobre las sociedades peninsulares, el contencioso que el Ultimátum de 1890 abrió entre Inglaterra y Portugal [46] tuvo para la historia portuguesa menor peso que el Desastre para España. Y ello porque Gran Bretaña y su aliada venían beneficiándose del mutuo acuerdo. Bien es cierto que la discrepancia abierta por las aspiraciones coloniales británicas en África a raíz de la Conferencia de Berlín enfriaba las relaciones que sin embargo el sentido práctico aconsejaba a los portugueses mantener. La diplomacia anglo-lusa activó el Tratado de 1891, mediante el cual, a cambio de mantener derechos estratégicos y económicos en la región, Gran Bretaña apoyaba el inicio de una nueva etapa de la presencia portuguesa en África [47].
El caso de la modernización de las naciones peninsulares en el último tramo del siglo XX ha fomentado el excepcionalismo con que se venía evaluando su devenir en razón de la crisis finisecular. No es nueva la imagen de una España atrasada y singular en el contexto europeo. Esta visión aparece en Feijoo y en Jovellanos, más tarde en la literatura romántica de Larra, por no olvidar los tópicos que sobre España escriben autores extranjeros del rango de Voltaire, Merimée o Irving. Nada parece indicar sin embargo que el retraso de España haya tenido una naturaleza distinta al del resto de las naciones europeas de la época [48]. La interpretación historiográfica a partir de la normalización peninsular en las últimas décadas del siglo XX [49] así lo indica. De ella se deduce que los problemas de los portugueses y de los españoles han sido semejantes a los que han tenido las demás naciones de una Europa plural. Portugal y España habrían sido naciones periféricas (border nations) que, al igual que Gran Bretaña, habrían formado parte de la historia europea con la creación de un imperio, el americano, que fue en realidad la expresión más certera del carácter extrovertido de los europeos. El progresivo acercamiento a Europa [50] en el inicio del siglo XX fue, no tanto obra de la exclusión o negación americana, como de la incorporación al moderno sistema de cooperación que la inestabilidad generalizada exigía. Al cerrarse el ciclo ultramarino las coordenadas internacionales de España se localizaron en Europa y el Mediterráneo y su atención, en el flanco meridional de la Península. África se presenta como el instrumento que sirve a la conexión continental.
En 1891 en Portugal, tras un año turbulento de manifestaciones populares contra la Monarquía y contra los británicos, los republicanos intentaron tomar el poder por medio de un golpe de fuerza en Oporto. El iberismo monárquico encontró en esta coyuntura histórica —el distanciamiento portugués de Gran Bretaña y los comunes intereses con España por mantener en orden la Península Ibérica— una nueva oportunidad para tender lazos. La corte portuguesa intentó atraerse el apoyo de la monarquía española [51]. Pero fue la necesidad imperiosa suscitada en un momento de debilidad y no una voluntad libremente expresada la que apeló al vínculo ibérico, de modo que cualquier expectativa fue nula desde un principio. No costaba mucho ver que en el ánimo de los monárquicos portugueses primaba el enfriamiento de su tradicional iberismo a fin de marcar las diferencias con los republicanos que, desde la oposición, tampoco se volcó en el reto de la Unión Ibérica. Los republicanos, tras la fallida experiencia española, habían perdido el interés por revitalizar al federalismo peninsular [52].
La derrota de España frente a los Estados Unidos fue obra de un enfrentamiento asimétrico. Norteamérica se afirmaba como potencia económica mientras España luchaba por conservar los últimos jirones de su mítico imperio ultramarino [53]. La derrota naval [54] tuvo importancia porque fue una derrota integral, dentro de un ajuste hegemónico a escala mundial [55]. Las crisis coloniales situaron a España y a Portugal en un lugar oscuro dentro del concierto mundial, evocación del Concierto Europeo de 1815. Ahora, a finales de siglo, las naciones peninsulares pasaron a engrosar el anónimo grupo de las naciones moribundas, de dying nations. Las pequeñas potencias de principios del siglo XX eran vulnerables defensivamente hablando, dependientes en lo económico y supeditadas a los intereses de las grandes en lo político. Sin apoyo exterior, carecían de los medios para subsistir en tanto Estados.
La Restauración —aún careciendo de alternativa política— perdió con el Desastre su legitimidad en tanto expresión del Estado Liberal [56]. A pesar de lo cual la quiebra de 1898 puso en evidencia que a lo largo de las décadas precedentes el país había conseguido el ansiado estatuto de Estado-nación. De no haber existido tal conformación nacional difícilmente podría haberse entendido el efecto devastador de la pérdida colonial sobre el conjunto de la nación. Durante las dos décadas previas al 98 el funcionamiento estable y ordenado de las instituciones indicaban que las algaradas militares, tan habituales en la vida política, bien podían considerarse parte definitiva del pasado [57]. Ahora las lágrimas vertidas por la Patria derrotada brotaban en todos los grupos políticos y sectores de la sociedad. Quizá se indicase que, incluso sin el Desastre, la oligarquía, los liberales y los conservadores, las clases con capacidad de dinamizar a la nación, expresaban su voluntad de adherirse al anhelo nacionalista que recorría Europa [58]. Al mismo tiempo, la tensión social y el pesimismo generalizados ponían en evidencia que la comunidad política en la que se había constituido la España finisecular era muy endeble. El poder seguía residiendo en la oligarquía tradicional, circunstancia que limitaba la representación social. En 1890 se introdujo en España el sufragio universal —masculino—, en tanto que en Portugal el censo electoral se había ampliado entre 1878 y 1884, sin que con ello desapareciesen las prácticas electorales pactadas por los partidos políticos.
El nacionalismo de las clases populares era débil, populista. En el último cuarto del siglo XIX, las bases del nacionalismo popular se habían ampliado como fruto del incipiente desarrollo económico [59]. La burguesía liberal, triunfante en el tercer cuarto del siglo, se había conservadurizado, asumiendo el control del Estado, mientras que las clases medias en ascenso y los trabajadores industriales asumían una conciencia cívica y una percepción nítida de los mecanismos de su exclusión en las estructuras políticas. La presión democratizadora corrió al encuentro de los afanes nacionalizadores y modernizadores del Estado liberal, produciéndose el choque de las dos tendencias. La crisis internacional del modelo librecambista, tras lustros de próspera expansión económica, propició por añadidura la exigencia generalizada a los gobiernos de fórmulas eficaces que protegieran a la industria, a los recursos nacionales y con ellos a los asalariados y empresarios que se ocupaban de modernizar la estructura productiva de España. Sin embargo, las diversas capas sociales del país, cuya presencia se dejaba ya sentir en la escena pública, carecían de la educación política. Los esfuerzos no bastaban para atizar la economía, la sociedad dormía con el ojo abierto a causa de su incierta vertebración y las instituciones políticas tenían un grado de fragilidad alarmante. Siendo así que la población era más proclive a manifestaciones de patrioterismo que a las de un auténtico patriotismo de base nacionalista, el influjo del imperialismo que recorría Europa se dejó también sentir en la opinión española que, tras hacerse eco de la crisis finisecular [60], comenzaba a tomar tibia conciencia de los posibles intereses coloniales en el Mediterráneo.
La crisis ideológica que se desató en España puso sobre la cuerda floja a los elementos de identidad nacional. ¿Eran aún la monarquía, el imperio y la religión, instrumentos vertebradores de la nación construida por el liberalismo isabelino? Desde todos los rincones se oía la demanda compartida de que España se ocupase a sus propios asuntos, e ignorase en lo posible el mundo exterior. Se difundió el convencimiento de que la grandeza del país habría de obtenerse de la españolización. La tarea de escribir la Historia de España que iniciaron los historiadores —véase Don Marcelino Menéndez Pelayo— tuvo el nada desdeñable objeto de servir a los fines de la rehabilitación nacional. Si Miguel de Unamuno se refiere a la raza hispánica, Altamira por su parte señalará la necesidad de entender definitivamente el espíritu español. Mientras Ganivet atiende al perfil de una comunidad de ideales hispánica, Sánchez de Toca se preocupa del desarrollo económico y de la recuperación del poder marítimo. Por su parte, la historiografía construye una Historia General de España justificativa del Estado nacional contemporáneo. Cada rasgo de lo español hallará en la historia peninsular su porqué. Como en tantos países de Europa había sucedido con sus historia nacionales.
La Historia de España, género cada vez más al gusto de los lectores de la época, iba a servir al afianzamiento de la nación [61]:
«Estas Historias generales tendrán un decisivo influjo en la formación de una conciencia nacional española, es decir, en el proceso nacionalizador de nuestro país. Por ello, los temas considerados más relevantes de la historia nacional fueron objeto de un sinnúmero de reproducciones, más o menos artísticas, que divulgaron su conocimiento por todas partes. Especialmente, la «pintura de historia», promovida por el Estado como aspecto importante de su política cultural, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX, dotará de gran fuerza visual, y por tanto ‘propagandística’, a los personajes y momentos decisivos de nuestra historia nacional (…) la reproducción, utilización parcial e incluso la manipulación kitsch de estos cuadros de historia en libros escolares y cuentos para niños, cromos, estampas, sellos, billetes, almanaques, tebeos, cerámicas, tapices, abanicos, muebles, etc., explican, en buena medida, el profundo arraigo en la memoria popular de versiones de algunos episodios de la historia de España» [62].
También Portugal acusa el golpe que suponía la pervivencia de una estructura de poder burocrática y caciquil en fricción con las aspiraciones emergentes de cambio y modernización. Pero, a diferencia de España, que opta por un decidido recogimiento o encogimiento internacional [63], Portugal adoptó una actitud más abierta, volcándose hacia su tradición ultramarina e impulsando el comercio exterior [64]. En el trato peninsular, desde su aislamiento, España optó por mirar hacia un Portugal que, por su parte y aunque no bajara la guardia definitivamente, suavizó las formas del histórico recelo [65]. Fue precisamente en torno a los dos Desastres cuando se trabaja en la construcción de un proyecto iberista de signo cultural fundamentado en el consenso.
La democracia y la federación se convierten en los argumentos recurrentes para dar respuesta a la crisis común peninsular. Frente al antieuropeísmo, propio de la tendencia nacionalista e iberizante de tiempos anteriores, Europa se comporta como el referente para los proyectos de progreso, y la europeización, en sus diferentes posibilidades, pasa a ser el reto común peninsular. Un joven Maeztu, tras una estancia prolongada en el pujante Bilbao de fines de siglo (1894-1897) escribe en Hacia otra España (1898) y señala que se puede y se debe hacer de España un pueblo nuevo, que habrá de ser construido sobre la base de que la riqueza y el progreso material están en el origen del éxito de cualquier nación. Pero la fe de Maeztu en el modelo europeo, preferentemente anglosajón, queda despejada tras una estancia de quince años en Gran Bretaña [66], que le lleva a valorar el peso de la tradición en el progreso de las naciones de Europa [67]. Sin embargo, para Ángel Ganivet el problema de la unidad ibérica era en sí misma una cuestión ajena a Europa, estrictamente peninsular, cuyo perfil histórico estaría obligado a respetar la particularidad de cada hecho nacional. En el Idearium [68] la unidad ibérica es de naturaleza intelectual y sentimental, lo cual hace inconveniente la disolución de las naciones en favor de una confederación peninsular.
Al vincular el 98 nacionalismo y regeneracionismo [69], la literatura del Desastre se convirtió en un instrumento principal de autoflagelo de la sociedad [70]. Desde ella, y a modo de catarsis, se gritaban los males endémicos de la configuración de España: su desidia ante los retos, el penoso quehacer diario en medio de una geografía hostil, la manifiesta inferioridad de España entre los pueblos que lideraban el mundo. Pero el carácter conflictivo del proceso modernizador era un mal compartido en ambas sociedades peninsulares. Desde el abandono de cualquier esperanza, se mira el pasado con añoranza. El regeneracionismo en torno al Desastre construyó una reflexión no muy diferente a la portuguesa. Pensar España era verla de una manera primigenia, sin las trabas otra cosa no es posible. En la cultura regeneracionista, el pasado perdía la fuerza determinista de la desolación. Para el regeneracionismo, la nación no era un experimento teórico sino un conjunto de realidades palpables en el cuerpo social. Las particularidades que conforman España, su lengua, su cultura…su civilización, se extraen del pasado, invirtiendo la tradicional interpretación según la cual la pérdida del Imperio es la razón del decadencia española. La literatura y la historia que serán el bastión estético de un movimiento cultural [71] autorreflexivo singular en la historia de España [72].
La mentalidad regeneracionista hace creíble una España respetuosa con su pasado y a la vez cohesionada internamente, dinámica, e integradora tanto de las fuerzas socioeconómicas emergentes como de las peculiaridades periféricas. La uestión de la fragilidad del nacionalismo español introdujo a las generaciones del ’98 y del ’14 en el debate acerca del casticismo y la europeización. Mientras Unamuno [73] escribe que la europeización de España consiste en absorber de Europa aquello que conviene al espíritu español, Ortega y Gasset [74] subraya la necesidad de europeizar primero para acceder luego a la regeneración. El Iberismo ocupa un lugar visible en el proyecto de las ambiciones de mejora que la España finisecular propone: una España múltiple y plural, castellana y periférica, interior pero con voluntad de hacerse externa [75]. La inserción de España en el sistema internacional habría de llevarse adelante por medio de la conexión afromediterránea, en la convergencia de las políticas exterior e interior del país [76].
Desde este nuevo observatorio el interés no es España ni Portugal sino La Península Ibérica [77]. El horizonte del hispanismo regeneracionista es la Hispanoamérica irremediablemente perdida. Pero el anhelo de un acercamiento constructivo a Ibero América ciega la imagen real de un Atlántico que se ensancha por momentos y cuyas orillas se alejan, dejando los recelos. Sin embargo, todos los sectores políticos y de opinión comparten la creencia de que existe un así llamado carácter hispánico que se nutre de tradición e historia, de experiencias y lenguaje compartido. La configuración de este carácter es la denominada raza hispánica, cuyo rasgo diferenciador con respecto a la entonces pujante raza anglosajona es el antimaterialismo con que trata los asuntos de la historia. El carácter hispano es grave y sobrio, a juicio de autores como Unamuno. El predominio de una estructura social y política corporativa, el misticismo o el individualismo en la acción constituyen algunos de sus atributos preferentes, raza ibérica por extensión. También Menéndez Pelayo da por sentado lo indisoluble de las dos culturas peninsulares, aunque advierta una profunda quiebra instalada en la historia común, insalvable exclusivamente por el muy noble instrumento de la cultura.
La cultura y la educación fueron efectivamente ámbitos en los que se demostró la importancia del mutuo interés en la conformación de las mentalidades, al mismo tiempo que la inconstancia histórica de los acercamientos. No había cauces institucionales que lo fomentaran. Era compartido el retraso en la educación y la ausencia de interés de los gobiernos por reconfigurar las mentalidades populares con respecto al tópico del otro. Mientras que las élites de la cultura establecían vías para el encuentro y el conocimiento mutuo, las ciudadanías se ignoraban. El desconocimiento de la historia, y la deformación de los procesos históricos compartidos tuvo un efecto pernicioso a la hora de establecer contactos entre los segmentos populares de la población. En paralelo al portugués, el analfabetismo español era uno de los principales lastres para la modernización del país [78], lo cual no obsta para que observemos los intentos de modernización que en materia educativa se llevaron a cabo en España y Portugal [79], iniciativas entre los grupos sociales más desfavorecidos para la introducción de métodos de enseñanza propios de otras culturas europeas.
Lo más interesante, por lo que al Iberismo se refiere, es comprobar que el común interés en los sectores reformistas de Portugal y España promovió un conjunto de encuentros culturales e iniciativas educativas [80]. El republicanismo español y el portugués encontraron un nexo en su compartido interés por conocer las respectivas experiencias [81]. Pionero en estas lides de la reforma educativa, el republicanismo portugués (1910) tomó pronto conciencia de la importancia del discurso histórico en tanto instrumento de legitimación y hacedor de Patria [82]. Sin embargo, y dado que son las minorías intelectuales y políticas las que se ocupaban de tender puentes entre dos países cuyas ciudadanías divergían claramente, se trató de un fenómeno muy restringido, inserto en una red de relaciones personales.
La Institución Libre de Enseñanza, a partir del influjo de Giner de los Ríos en la cultura portuguesa —sus primeros escritos sobre Portugal aparecen en 1879— inició una tradición fructífera en torno a la indagación acerca de los proyectos reformistas de la República en materia educativa. La Junta de Ampliación de Estudios, y la Residencia de Estudiantes, el Instituto Escuela y el Centro de Estudios Históricos, al tiempo que normalizan la educación y la Universidad española en el entorno europeo, abrió un campo de interés por lo que respecta al contexto ibérico que, si bien fue débil en comparación con los nexos culturales que se establecieron con respecto a Francia, Gran Bretaña o Alemania [83], fue al menos novedoso. Otras instituciones habían tenido iniciativas fructíferas en tiempos de la Restauración. Merece la pena revisar el trabajo emprendido por el Museo Pedagógico Nacional de Madrid (1882-1941), en contacto con el Museo Pedagógico de Lisboa. Algunas publicaciones españolas, Revista Crítica de Historia y Literatura españolas, portuguesas e hispanoamericanas, Revista Contemporánea, Nuestro Tiempo y El Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, se hacían eco del movimiento portugués.
Entre el final turbulento del siglo XIX y los inicios del XX algunas publicaciones informaban acerca de los acontecimientos culturales de Portugal. La prensa literaria española acogió en sus páginas a la escritura portuguesa, sirva de ejemplo La España Moderna (1885-1915) y Vida Nueva (1898-1900). Algunos de los más destacados escritores españoles, Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas Clarín, Miguel de Unamuno o Ramón Gómez de la Serna, presentes en la publicística portuguesa finisecular [84], desviaron el debate político secular hacia la arena intelectual. El desconocimiento lingüístico —no sólo del resto de las lenguas que se hablan en Europa— era, a juicio de los escritores españoles, un gran obstáculo para el encuentro entre los dos países. Así, Clarín, desde el periódico El Porvenir (1882-1885) [85], proponía la creación de una Liga Literaria Hispano-Portuguesa, en la idea de que la literatura pudiera ser un instrumento más propicio que los tratados para forjar una comunicación entre los pueblos.
«Podrá ser discutible si España y Portugal deben juntarse en un solo Estado en breve término; pero no cabe discutir si conviene que dos pueblos hermanos y vecinos se conozcan mejor, y por consiguiente, se estimen más que hasta ahora» [86].
En La Revista de Galicia (A Coruña, 1880) dirigida por Emilia Pardo Bazán, se daba espacio al debate hispano-luso en torno al naturalismo literario. Valle Inclán, el traductor e introductor en España de Eça de Queiroz, mantuvo un discurso iberista sólido [87], un pensamiento con proyección atlántica. Su defensa de una federación ibérica proponía la división peninsular, según un criterio de racionalidad histórica, en cuatro zonas autónomas, Cantabria, Bética, Tarraconense y Lusitana, articuladas por supuesto desde Madrid. Portugal asumiría Galicia, aportando al proyecto su empuje marítimo y colonial. La visión iberista del español Juan Valera es relevante dada su vinculación personal con Portugal. Secretario de embajada entre 1850 y 1851 y embajador entre 1881 y 1883, el Iberismo del diplomático español experimentó cambios. Desde la exaltación que provenía de una experiencia vital juvenil intensa —los acercamientos encaminados a la unidad de los dos reinos— evolucionó hacia el desencanto propio con que su madurez observaba las posibilidades reales del proyecto peninsular. Las opiniones del último Valera plantearon muy tibiamente una suerte de fusión peninsular al modo que se estaba produciendo en otros jóvenes países del momento —Italia era un ejemplo— dando por sentadas las reticencias portuguesas hacia España y los sentimiento de mutua indiferencia.
De entre los autores españoles en cuya obra ensayística y literaria Portugal ocupa un lugar destacado tal vez sea Unamuno, a causa de la difusión de sus ideas, el más reconocido [88]. Sus ensayos breves y su relación epistolar [89] con otros intelectuales y escritores portugueses constituyen una materia de estudio de primera magnitud. En sus textos habla de Portugal como realidad geográfica e histórica, trata del carácter de pueblo portugués, de sus usos y costumbres cotidianos. La luso filia de Unamuno dio como fruto un conjunto de escritos que han pervivido y siguen gozando de una enorme actualidad. Admirador de la obra iberista de Oliveira Martins, alabó siempre la Historia de la Civilización Ibérica. Su amistad y correspondencia epistolar con el poeta Teixeira de Pascoes [90] y con el médico y escritor Manuel Laranjeira, sus obras Portugal povo de suicidas [91], Por tierras de Portugal y de España [92], expresan la forma descorazonada con que ve Portugal: «Portugal es un pueblo triste, y lo es hasta cuando sonríe». En los escritos de Unamuno está narrada la autodestrucción a la que sucumbieron algunos destacados autores de las letras portuguesas en el periodo de entre siglos. Pero también la fascinación que el autor vasco siente por Portugal. Este amor proviene, a juicio de sus biógrafos, de su personalidad y se manifiesta en su permanente curiosidad por cuanto acontece en el panorama cultural y literario del país vecino. Paradójicamente su conocimiento geográfico de Portugal era parcial. Estaba familiarizado con el norte más que con el sur del país, y expresa en sus carta el escaso interés que le produce Lisboa. Su iberismo bebe del mito, es cultural [93]. Aunque tiene ideas antimonárquicas, ve con ojos de desconfianza la descentralización peninsular y defiende, en tiempos de la Gran Guerra, la independencia de Portugal ante quienes proponen su anexión a España [94]. La petulancia española y la suspicacia portuguesa son causa de la incomunicación —dice—. Es bajo estas condiciones que las influencias extra peninsulares insisten en ahondar las diferencias, provocando tensiones indeseables. Unamuno cree en la existencia de un espíritu ibérico [95] que une y diferencia a los pueblos peninsulares. El trato entre gentes y la comunicación lingüística son las herramientas que hacen posible el conocimiento. Unamuno tiene en cuenta la diversidad lingüística de España y cree razonable pensar que la interpenetración de las lenguas pudiera ser la fuente de la integración peninsular [96].
FIN PARTE II
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Notas
La imagen destacada corresponde a la bandera iberista diseñada por Sinibaldo de Mas en su obra La Iberia a mediados del siglo XIX.
[0] Montserrat Huguet es profesora titular del área de Historia Contemporánea de la UC3M.
[36] PRADOS DE LA ESCOSURA, Leandro: De imperio y nación. Crecimiento y atraso económico en España (1780-1930), Madrid, Alianza, 1988.
[37] QUENTAL, Antera de: «A Causas da decadencia dos povos peninsulares nos últimos tres séculos», Conferencia integrada en el ciclo de Conferencias del Casino Lisbonense de Porto, en J. Serrao: Prosas sociopolíticas, Lisboa, Imprensa Nacional-Casa da Moeda, 1982; citada en URRUTIA, Jorge: «La conciencia de ser ibérico», Leer, 125 (septiembre 2001), pp. 18-21.
[38] TORRE, Hipólito de la y JIMÉNEZ, Juan Carlos: Portugal y España en la crisis intersecular, 1890-1918, Madrid, UNED, 2000.
[39] Fusí, Juan Pablo y NlÑO, Antonio: Antes del Desastre orígenes y antecedentes de la crisis del 98, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 1996.
[40] LANGA, Alicia: «La transición del siglo XIX al XX en la obra de Eça de Queiroz», en Homenaje a los profesores Jover y Palacio, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 1990.
[41] OLIVEIRA MARTINS, Joaquina Pedro: Portugal Contemporáneo, Guimaraes, Lisboa, 1976 (8a ed.).
[42] OLIVEIRA MARTINS, Joaquim Pedro: Historia de la Civilización Ibérica, Málaga, Algazara, 1993 [Ia ed. español 1894].
[43] GARCÍA MARTÍN, A M a y SERRA, R: Oliveira Martins visto por Intelectuais Espanhóis. Nos epistolarios de Juan Valera e Marcelino Menéndez y Pelayo, Congreso Internacional Oliveira Martins, 28-30 de abril, 1995, Universidad de Coimbra.
[44] Citado en Ibidem.
[45] VÁZQUEZ, Pilar: «Un noventa y ocho portugués, el Ultimátum de 1890 y su repercusión en España», en El siglo XIX en España, Doce estudios, Barcelona, Planeta, 1974, pp. 558-559.
[46] TEIXEIRA, Nuno Severiano: O Ultimátum inglés. Política externa e política interna no Portugal en 1890, Lisboa, Alfa, 1990.
[47] TELO, Antonio José: «Modelos e fases do imperio portugués, 1890-1961», en Portugal, España y África en los últimos cien años, IV Jornadas de Estudios Luso-Españoles, Madrid, UNED, 1992, pp. 65-92.
[48] ALVAREZ JUNCO, José: «Por una España menos traumática», Claves de Razón Práctica, 80 (marzo 1998), pp. 47-53; Fusí, Juan Pablo.: «España: el fin de siglo», Claves de Razón Práctica, 87 (noviembre 1990), pp. 2-9; Más recientemente, ALVAREZ JUNCO, José: Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001.
[49] LAMO DE ESPINOSA, Emilio: «La normalización de España. España, Europa y la modernidad», Claves de Razón Práctica, 111 (abril 2001), p. 4.
[50] QUINTANA, Francisco: «España en la política europea contemporánea: ¿secular aislamiento o acomodo circunstancial?», en Asociacao Portuguesa de Historia das Relacoes Internacionais, Comisión Española de las Relaciones Internacionales (eds.), I Encuentro de Historia de las Relaciones Internacionales, Zamora, Fundación Rei Alfonso Henriques, 1998.
[51] SALOM COSTA, Julio: «La relación hispano portuguesa al término de la época iberista», Hispania, 98 (1965), pp. 219-259.
[52] ROBLES, Cristóbal: «Resonancias españolas de la crisis portuguesa finisecular. Los progresos del republicanismo iberista, según un memorándum de Segismundo Moret», en L. Álvarez y otros, Las relaciones internacionales en la España contemporánea, Murcia, Universidad de Murcia, 1989, p. 339.
[53] RUBIO, Javier: La cuestión de Cuba y las relaciones con los Estados Unidos durante el reinado de Alfonso XII. Los orígenes del «desastre» de 1898, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1995.
[54] GONZÁLEZ, Agustín Ramón: El desastre naval de 1898, Madrid, Arco Libros, 1997.
[55] La bibliografía al respecto es ya muy extensa. Imprescindibles dos clásicos, PABÓN, Jesús: El 98, acontecimiento internacional, Madrid, Escuela Diplomática, 1952; y JOVER, José M.a: 1898. Teoría y práctica de la redistribución colonial, Madrid, FUE, 1979; ESPADAS BURGOS, Manuel: La política exterior española en la crisis de la Restauración, 1981; BAI.FOUR, Sebastian: El fin del imperio español (1898-1923), Barcelona, Crítica, 1997; BALFOUR, Sebastian y PRESTON, Paul: España y las grandes potencias en el siglo XX, Barcelona, Crítica, 2002.
[56] ELORZA, Antonio: «Estudio preliminar», en VVAA: Pensamiento político en la España contemporánea (1800-1950), Barcelona, Teide, 1992, pp. XXXIV-XXXV.
[57] SECO SERRANO, Carlos: Militarismo y civilismo en la España Contemporánea, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984.
[58] BERAMENDI, Justo, MAÍZ, Ramón y NÜÑEZ, Xoxe M.a (eds.): Nationalism in Europe. Past and Present, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 1994.
[59] VARELA, J.: “Nación, patria y patriotismo en los orígenes del nacionalismo español”, en Studia Histórica. Historia Contemporánea, 12, (1994), pp. 40 y ss.
[60] ALMUNIA, C., TENGARRINHA, J.: “Las crisis ibéricas finiseculares y su reflejo en las respectivas opiniones públicas”, en MOALES MOYA, A. (coord.): Los 98 Ibéricos y el mar, Madrid, Sociedad Estatal Expo ´98, 1998, t. V, pp. 263-269.
[61] Entre las Historias generales de la época sobresalen las de Eugenio Tapia (1840), Fermín Gonzalo Morón (1840-1843), Juan Cortada (1841-1842), Antonio Cavanilles (1865), Donisio Aldama y Manuel García González (1863-1868), Antonio del Villar (1867), Rafael del Castillo (1871-1872) y Eduardo Zamora y Caballero (1873-1868). Ver el tremendo impacto que en la educación del sentimiento nacional español tuvo la obra de LAFUENTE, Modesto: Historia General de España desde los tiempos primitivos hasta nuestros días, Barcelona, Montaner y Simón, 1806-1866.
[62] MORALES MOYA, Antonio: La construcción del Estado Nación, en cap. 5 «Liberalismo y Romanticismo en los Tiempos de Isabel II», Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2004; ESTEBAN DE VEGA, Mariano, «Historia generales de España y conciencia nacional», Revista de Historia das Ideias. Història. Memória. Naçao, 18 (1996), p. 57; PÉREZ ROJAS, Javier y ALCALDE, José Luis: «Aportaciones y recreaciones de la pintura de Historia», en VVAA., La pintura de historia del siglo XIX en España, Madrid, 1992, pp. 103-118.
[63] BECKER, Jerónimo: Causas de la esterilidad de la acción exterior de España, conferencia pronunciada en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, 1924.
[64] LAINS, Pedro: A economía portuguesa no século XIX. Crescimento económico e comércio externo, 1851-1913, Lisboa, Impresa Nacional, Casa da Moeda, 1995.
[65] MORALES MOYA, Antonio (coord.): Los 98 Ibéricos y el mar. Vol I. La Península Ibérica en sus relaciones internacionales, Madrid, Sociedad Estatal Extpo ´98, 1998.
[66] MARRERO, Vicente: Maeztu, Madrid, Rialp, 1955.
[67] HUGUET, Montserrat: “El pensamiento regeneracionista de Ramiro de Maeztu”, en Boletín de la institución Libre de Enseñanza, nº 4, (marzo 1988), pp. 52-60. El texto regeneracionsita de Maeztu, Hacia otra España (1998), fue repudiado por su propio autor años más tarde. En “El poder de la mentira y la generación del ´98”, Diario de Navarra, (25-V-1935); Maeztu se inculpaba a sí mismo de haber caído en las trampas del regeneracionismo: “No niego yo haber dicho y escrito muchas cosas injustas e indocumentadas en 1898 y años sucesivos. No me parece legítimo reprochar a un hombre maduro las afirmaciones hechas a la ligera cuando su espíritu no estaba aún formado”. El libro fue recuperado en una edición de 1969, en un esfuerzo de Vicente Marrero por reconstruir la identidad ideológica juvenil de un autor esencialmente conocido por su contribución al concepto de la Hispanidad (Defensa de la Hispanidad, 1934).
[68] GANIVET, A.: Idearium español…op. cit.
[69] MORALES MOYA, Antonio: “Desastre del ’98 y formas del nacionalismo español” en ESTEBAN, M. y MORALES, A.: Los fines de siglo en España y Portugal…op. cit, p. 104.
[70] CALVO CARILLA, José Luis: La cara oculta del 98. Místicos e intelectuales en la España del fin de siglo (1895-1902), Madrid, Cátedra, 1998. Los intelectuales se esforzaron en dibujar el espíritu y los símbolos de la patria. Ver así mismo, Biblioteca regeneraconista, Fundación Banco Esterior, 1989-1992, en la que se incluyen entre otros los textos de FITÉ, Vital: Las desdichas de la patria (1899), JÍMÉNEZ VALDIVIESO, Tomás: El atraso de España (1909), PICAVEA, R.: El problema nacional, (1918).
[71] MORALES MOYA, A.: Los 98 Ibéricos y el mar. Vol II. La cultura en la Península Ibérica, Madrid, Sociedad Estatal Expo´98, 1998.
[72] JOVER, J. Mª: “Restauración y conciencia histórica” en España. Reflexiones sobre el ser de España, Real Academia de la Historia, Madrid, 1997.
[73] UNAMUNO, M. de: “Sobre la europeización”, en Ensayos, Madrid, Aguilar, 1958.
[74] ORTEGA Y GASSET, J.: “Nueva revista” en Obras Completas, T.I., Madrid, Espasa Calpe, 1961-1963, p. 291.
[75] LABRA, R. Mª.: La personalidad internacional de España, 1915. Discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas.
[76] TORRE, H. de la: “El destino de la Regeneración internacional de España (1989-1918)” en Proserpina, nº 1, diciembre, 1984, UNED, Mérica, pp. 9-21. NIÑO, A.: “Política de alianzas y compromisos coloniales para la Regeneración internacional de España, 1898-1914”, en TUSELL, J. AVILES, J.B y PARDO, R.: La polítca exterior de España en el siglo XX, Madrid, Biblioteca Nueva, UNED, 2000, pp.31-96. NEILA, J.L.: Regeneracionismo y política exterior en el reinado de Alfonso XIII (1902-1931), Madrid, Comisión Española de Historia de las Relaciones Internacionales, 2003.
[77] LOURENÇO, E.: Nos e a Europa, ou as Duas Razoes, Lisboa, Impresa Nacional, Casa da Moeda, Lisboa, 1988, recientemente en español: Europa y Nosostros, Madrid, Huerga y Fierro Editores, 2001, retoma la idea de una Iberia, inserta en Europa, que ha de avanzar en igualdad y justicia.
[78] ESCOLANO, A. (Dir).: Leer y escribir en España. Doscientos años de alfabetización, Madrid, Pirámide, 1992.
[79] ESCOLANO, A.; FERNANDES, R. (Edits.): Los caminos hacia la modernidad educativa en España y Portugal (1800-1975), Zamora, Fundación Alfonso Rei Henriques, 1997.
[80] HERNÁNDEZ DÍAZ, J.Mª: “La recepción de la pedagogía portuguesa en España (1875-1931), en ESTEBAN DE VEGA y MORALES MOYA, A.: Los fines de siglo en España y Portugal. …Op. Cit., pp. 241-283.
[81] Los Congresos Pedagógicos que se celebran a finales del XIX son en gran medida los foros de intercambio de conocimientos y experiencias pedagógicas más ilustrativos. A modo de pequeñas cumbres peninsulares, la diplomacia y la intelectualidad hispano-portuguesa hace de ellos un foro de encuentro de rango internacional. Ver, por ejemplo, las Actas del Congreso Pedagógico Hispano-Portugués-Americano, Madrid, Vda. de Hernando, 1894.
[82] NOVAES, Joao.: A Pátria Portuguesa, Lisboa, Livraria clássica editora de A.M. Texeira, 1913.
[83] HERNÁNDEZ DÍAZ, J.Mª. “La recepción de la pedagogía portuguesa en España….” Op. Cit. p. 256.
[84] MOLINA, C.A.: Sobre el Iberismo y otros escritos de Literatura portuguesa, Madrid, Akal, 1990, pp.14-106. Ver también una síntesis de los trabajos de C.A. Molina en torno a las relaciones culturales entre Portugal y España en El País, 16-05-98.
[85] SEOANE, Mª C.: Historia del periodismo en España, Tomo 2, El siglo XIX, Madrid, Alianza, 1983.
[86] MOLINA, C.A.: Op. Cit. p. 22.
[87] DOUGHERTY, D.: Un Valle Inclan olvidado: Entrevistas y conferencias, Madrid, Espiral/Fundamentos, 1983.
[88] GARCÍA MOREJÓN, J.: Unamuno y Portugal. Madrid, Edic. de Cultura Hispánica, 1964. También, en edición prologada por Dámaso Alonso, Madrid, Gredos, 1971. DIOS, A. M. de: Escritos de Unamuno sobre Portugal, París, Fundaçao Calouste Gulbenkian, 1985.
[89] MARCOS DE DIOS, A.: Epistolario portugués de Unamuno, París, Fundación Calauste Gulbenkian-Centro Cultural Portugués, 1978.
[90] Epistolario ibérico. Cartas de Unamuno e Pascoaes, Lisboa, Assírio & Alvim, 1986. La primera edición de estas cartas se hizo en 1957 en Nova Lisboa (Angola). Fundador de movimiento saudosista, Teixeira de Pascoaes fue editor de la revista mensual A Aguia, que junto con la revista Atlántica, editada por el poeta João de Barros, tuvo gran predicamento entre los autores españoles.
[91] UNAMUNO, M. de: Portugal, povo de suicidas, Lisboa, 1986.
[92] UNAMUNO, M. de: Por tierras de Portugal y de España, Madrid, Espasa-Calpe, Colección Austral, 1976.
[93] UNAMUNO, M. de: “Relaciones entre España y Portugal. La influencia intelectual”, en Hispania, Buenos Aires, 1911.
[94] Album de la Guerra. Los aliados en 1917, Comité de Periodistas catalanes para la Propaganda Aliadófila, Barcelona, A. Artis, 1917.
[95] UNAMUNO, M. de: “Iberia”, en Iberia, Barcelona, 10, abril, 1915.
[96] UNAMUNO, M. de: “Español-Portugués”, en El diario gráfico, Barcelona, 9 de agosto de 1914.